Un día antes del último fin de semana largo fui a un
seminario en la Casa Central de la Universidad de Chile, donde exponían
exclusivamente mujeres que se desempeñan como abogadas defensoras de derechos
humanos.
Siempre me ha impresionado, las pocas veces que he hecho
ingreso a ese edificio, la tremenda soledad de sus pasillos y salas. Ni siquiera
para el “acampe” por Palestina cambió tanto esa sensación de frialdad del
espacio abierto, poblado casi exclusivamente por funcionarios y guardias.
Al terminar el evento, tras saludar algunas amigas salí sin
ningún rumbo fijo.
Miré un rato los puestos de libros ubicados en la calle. Nada
muy destacable, excepto la insistencia de los vendedores (extranjeros) en que
te lleves algo. Lo cual en mi genera el efecto contrario: ganas de irme sin
nada.
Luego caminé por San Diego hacia el sur. Recordaba cuanto me
gustaba hacer derivas por ahí cuando llegué a Santiago, a fines de los 80.
Encontraba libros marxistas y vinilos a muy bajo precio. Es curioso que ambos productos
ahora se encuentran más oficialmente, y ya no son para nada baratos.
Recordaba haber visto a mediados del 2019 en las pocas verdaderas
librerías que quedan en la Galería san Diego algunos títulos interesantes (La
escena contemporánea de Mariatégui, Una lectura política de El Capital de
Harry Cleaver, y las actas de un seminario sobre Gramsci hecho por académicos
pinochetistas en plena dictadura).
La librería en que tenían estos títulos o estaba cerrada o ya
no existe más. Me quedó la duda.
En el segundo piso, ya sólo queda la Disco Beat, que don
Simón “Tavo” Aliste atiende sólo entre 13 y 15 (o algo así: me lo encontré en
el Metro hace poco y eso recuerdo que me dijo). La otra disquería que quedaba casi al frente no
existe hace rato, pero lo peor de todo es que ya no hay librerías con libros de
verdad: sólo algunas especializadas en textos jurídicos de los más aburridos, y
otras que venden facturas e impresos varios sin valor literario alguno.
Salgo a la calle, y veo el horrible Mall Chino al frente. No
me dan ganas de ir a curiosear nada ahí.
Justo afuera de la galería San Diego hay una buena cantidad
de libros siendo rematados a 3 mil pesos cada uno. Alcanzo a ver el libro sobre
Manuel Gutiérrez, adolescente asesinado por disparos policiales durante las
barricadas de agosto del 2011. Pienso llevarlo, pero no puedo.
Sigo caminando. Trato de ver las tiendas de instrumentos
musicales. Pero no puedo. Algo me aleja, algo me repele.
Empiezo a sentir algo a lo que verdaderamente le tengo mucho
miedo: el espacio por el cual se empieza a asomar la depresión. Trato de mantenerlo
siempre lejos, pero sé que está ahí, a veces se acerca y….uno nunca se sabe a
donde te podría conducir.
A punto de salir huyendo de ahí, detecto el Masticón: un
bar/restaurant de esos que aún se parecen a como era esta calle en los 80. La pienso
dos o tres veces, y al final hago ingreso. Pido un schop Heineken y un italiano
“falso” (sin vienesa: acá claramente no ofrecen, como en otros lugares, la
opción de ponerles, papas fritas, queso o champiñones para el usuario vegetariano).
Tanto mejor.
Me pongo a leer las cartas de amor de Rosa Luxemburgo: ella
está físicamente muerta hace más de 100 años, pero en sus cartas vive y siente
y se expresa como pocos seres en este mundo.
El schop está aguado. El italiano, algo mojado y con palta de
bolsa, no real. Pido la cuenta: ni siquiera es barato: sale casi 8 lucas en
total, con propina.
Me decido: voy a ir a por el libro de Tania Tamayo sobre
Manuel Gutiérrez. Debería tenerlo en mi biblioteca, porque de hecho colaboré un
poco con la autora haciendo una lectura atenta a la terminología jurídico/judicial.
Tamayo es seria, así que no quería incurrir en los errores usuales de sus
colegas periodistas cuando escriben sobre cuestiones judiciales.
Al llegar a esos mesones, veo que un joven ya está
colocándolos masivamente en una carretilla, porque son las 20 y todo empieza a
cerrar. Le dijo que si tenía por ahí encima el libro “Todos somos Manuel Gutiérrez”.
La respuesta: “Puede que sí, puede que no, pero ya cerramos”. Me parece una
mierda, tengo las tres lucas en el bolsillo, pero por otro lado lo entiendo, y
pienso que el destino no quiso que tuviera ese libro.
Para justificar al destino a posteriori, recuerdo que cuando
compartí un panel con Tania Tamayo junto a Nancy Guzmán (otra escritora) de
moderadora, ambas me tiraron algo de
mierda por haber dicho que a diferencia de la represión “selectiva” de la
dictadura, la estrategia represiva de Piñera durante el estallido del 2019
había sido el uso de la escopeta antidisturbios como una forma de represión “aleatoria”:
de cada disparo salían 12 perdigones que dirigidos a una masa de personas,
podían impactar a cualquiera.
A esa afirmación le hicieron la siguiente crítica, ambas: “Julio,
deberías saber que la represión nunca es aleatoria. Siempre se dirige en contra
de los más marginados y desfavorecidos de esta sociedad”. OK. Creo que no
entendieron lo que dije. ¿Tal vez me expliqué mal?
Ahora sí que ya me quiero ir a la casa.
Pero me detengo en la esquina, y saco una foto.
El paisaje que desde ahí se observa me lleva a inicios de
1987. Cuando vino el papa Juan Pablo II y los militantes de las Juventudes
Comunistas íbamos casi todos los días a hacer mítines relámpago en el centro.
El edificio de la esquina con Alameda tenía un gran cartel de la AFP PROVIDA
(¡vaya nombre!). Mi Liceo (el A-67) quedaba en las Torres de Fleming, y mi
familia estaba viviendo donde amigos en San Bernardo.
Cada día debía levantarme muy temprano para llegar a tiempo a
clases, tomando dos micros repletas, pero tras tantos cambios de ciudad y
establecimiento preferí quedarme ahí a terminar el Cuarto medio. Además de las
reuniones de la jota (dos o tres por semana) teníamos reuniones de la
Coordinadora de Organizaciones de Enseñanza Media (COEM), por lo general los
lunes en el Campus Oriente de la Universidad Católica. Enjambres de pingüinos/as
usábamos libremente las salas para ampliados, reuniones de comisiones, e
incluso talleres prácticos de autodefensa, mientras las comisiones de
propaganda pintaban lienzos en los patios.
Un día que fui solo a protestar en el centro logré arrancar
de las garras policiales por escasos centímetros. Los pacos de esa época no tenían
el equipamiento actual, pero eran especialistas en dar lumazos.
La violenta arremetida verde dejó varias personas detenidas
en la primera cuadra de San Diego, las que eran ingresadas a palos a un bus
estacionado frente al edificio.
En mi desesperación casi sin darme cuenta subí corriendo al
estacionamiento del edificio, en el segundo piso. Los carabineros no me
siguieron, así que libré. Me quedé escondido por más de un cuarto de hora, y me
asomaba disimuladamente para ver qué pasaba:
Al interior del bus, jóvenes de ambos sexos eran puestos como
alfombra por el piso. Los policías les pasaban caminando por encima, dando
algunos furiosos saltos para causarles más daño, mientras los golpeaban con sus
lumas. La gente gritaba de dolor, y yo me sentía bien por haberme salvado de
esos malos tratos, y horriblemente por estar presenciando en directo los
apremios que ellos estaban sufriendo y que si hubiera corrido un poco más lento
estarían siendo aplicados también sobre mi cuerpo adolescente.
Esa esquina se ve casi igual que en esos tiempos. El recuerdo
sigue ahí. La brutalidad y el miedo incrustados en el pavimento y en el
edificio.
Me sumerjo en la estación de Metro Universidad de Chile. Alcanzo
un asiento en el tren subterráneo, y leo a Rosa, que le dice a su camarada Leo
Jogiches en una carta fechada el 20 de marzo de 1893:
“Hoy me levanté temprano y volé hacia ti, pero noté que mis conjeturas
nocturnas no eran nada más que un sueño. Así que, si no llegas el miércoles,
iré temprano a Ginebra en tren. ¡Ya verás!”
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