miércoles, febrero 21, 2018
Abajo el "situacionismo", parte 8 1/2///M. Amorós contra el "pensamiento débil"
Huyendo del calor entré a la librería
de la casa central de la Universidad de Chile. Recordaba haber visto en esos
estantes una interesante edición/reedición de la traducción chilena de “La
sociedad del espectáculo” que hizo en los 90 Rodrigo Vicuña, directo del francés, y traté de pillarla,
pero no. Tampoco pregunté por ella: si aparece bien, y si no…por algo será.
Mis ojos se toparon con un libro
sobre el “encuentro pifiado” entre Lacan y “un situacionista”.
Lacan…Lacan…hace una década me
dio por estudiar a Freud. Leí bastante y fue una experiencia muy instructiva.
Sólo leyendo a Freud pude comprender mejor a Reich. Y a Marcuse. En fin: cuando
traté de leer a Lacan, la experiencia fue muy distinta. Si leer a Freud era en
parte similar a leer a Marx, a Durkheim o a otros “clásicos” (buen estilo, y
explicaciones complejas pero sólo cuando resultan inevitables, y en general,
muy por el contrario, uso de un lenguaje directo y claro), leer a lacan era
bastante crítico, y muchas veces abiertamente incomprensible.
El “situacionista”. Mmmmmm. Hice
memoria de cuando en la extinta web hommodolars subieron un video de un
estudiante que trataba de boicotear una clase de Lacan, y en que lo que más llamaba
la atención era la forma en que champurreaba a alta velocidad un rosario de
conceptos “pro-situ”, muy graciosamente dada su juventud, y la expresión de
Jacques L. y las risas del público….Lo que me parecía bastante claro es que se
trataba del típico estudiante pro-situ que se puso de moda después del 68, una
de las formas más conocidas de “fans del ‘situacionismo’ (sic)”pero en ningún
caso de un situacionista genuino, es decir, un miembro de la Internacional
Situacionista. Por lo demás, dicho grupo estaba en sus tiempos finales reducido
básicamente a Debord y el italiano Sanguinetti, y de hecho fue disuelto en
1972. O sea, durante este tan famoso “encuentro”
ya no existía.
Pero todos se apresuraron a
calificar a dicho pajarón (Jean-Louis Lippert se llamaba) como “situacionista”
y la anécdota del boicot a Lacan se hizo famosa. Tan famosa que en Chile
editaron un libro dedicado a ella, y que tras hojearlo brevemente mientras
capeaba el calor esa tarde de verano en Santiago centro no me dieron ganas ni
de comprarlo ni de leerlo. Muy por el contrario, tanto en la presentación como
en el texto mismo abunda una pesada jerga academicista posmoderna post-psicoanalítica/post-filosófica
que hace que a su lado Debord parezca Jonathan Swift y Marx o Benjamin verdaderos “educadores populares” en la senda
de Paulo Freire.
Veamos como lo presentaron en un
sitio web, como para que se hagan una idea:
“el autor más que inscribirse en
una u otra disciplina, atiende a la acción singular de la situación o, incluso,
se podría decir que se deja accionar por la situación misma, como otro
participante más de la producción de este “encuentro pifiado”; “para el autor,
este episodio no finaliza con la conferencia, ni tampoco en su reproducción,
sino que, en rigor, el “encuentro” seguirá aconteciendo en la obra de Lacan. El
intempestivo carácter de este libro radica en que cada vez que pareciera
describir la escena en sus insignificantes realizaciones, esta se transforma en
una clave que permite entender una exterioridad histórico-política de la
escena, para comunicarla contingentemente con otros encuentros”; “de esta
manera, el libro permite redefinir un potencial de acción del situacionismo más
allá de la dialéctica hegeliano-marxista, conectándolo con la performance y una
perspectiva objetualista” (http://www.elmostrador.cl/cultura/2018/02/03/performatividad-politica-a-proposito-de-lacan-y-un-situacionista-de-rodrigo-gonzalez/).
Y un extracto escogido del libro,
tomado de ahí mismo:
“En la escena de Lovaina, entre
Lippert, los objetos, el conferencista, el público y auditorio, no hay un
sentido común, o dicho concisamente, el punto referencial de lo común se
desestabiliza respecto a la figura de un Otro ordenado que garantiza la
intersubjetividad de la escena, y se visibiliza el fuera-de-sentido entre los
distintos participantes de la escena” (págs. 73 y 74).
Me recuerda un gracioso texto
extractado de un libro de espíritu similar, y que fuera destacado por la
revista Resquicios bajo el título (tomado del susodicho libro) “esquizofrenizar
los códigos, ¿qué dirían los anti-edípicos?”.
Ay señor…hace una década creía que
estábamos saliendo del pantano posmodernista. Ahora veo que no: nos hemos
hundido aún más en su arena movediza.
Salgo rápido de la librería y camino por A. Prat, hasta que encuentro cervezas de medio litro en lata. He desarrollado el arte de beberlas en dos o tres sorbos, en la calle, para eludir la acción de las policías. Además, la verdad es que ya no hay mucho que degustar...
Antídoto: este breve texto de Amorós
que un camarada recomendó (gracias!). Los subrayados son nuestros.
PS: His hero: avisaré por esta vía cuando lleguen los 1-2-3-4!!!
En proa al mal francés.
Crítica al posmodernismo
filosófico y a sus efectos en el pensamiento crítico y la práctica
revolucionaria
M. Amorós
El retroceso teórico originado
por la desaparición del movimiento obrero clásico ha permitido la hegemonía de
una curiosa filosofía, la primera que no nace del amor a la verdad, objeto
primordial del saber. El pensamiento débil (o filosofía de la posmodernidad)
relativiza este concepto, que hace derivar de una mezcla de convenciones,
prácticas y costumbres inestable en el tiempo, algo “construido”, y, por
consiguiente, artificial, sin ningún fundamento. Y junto con él, toda idea
racional de realidad, naturaleza, ética, lenguaje, cultura, memoria, etc. Es
más, diversas autoridades del mundillo posmoderno no han dudado en calificar
algunas de ellas de “fascistas.” En verdad, tal demolición sistemática de un
pensamiento que nace con la Ilustración y clama por la constitución de la
libertad, y que, más adelante, al producirse la lucha de clases moderna, dará
lugar a la crítica social, tiene toda la apariencia de una desmistificación
radical llevada a cabo por verdaderos pensadores incendiarios, cuya finalidad no
sería otra que el caos liberador de la individualidad exacerbada, la
proliferación de identidades y la derogación de cualquier norma de conducta
común. Al día siguiente de tal bacanal deconstructiva, no quedaría ningún valor
ni ningún concepto universal en pie: el ser, la razón, la justicia, igualdad,
solidaridad, comunidad, humanidad, revolución, emancipación… serán tachados
todos de “esencialistas”, o sea, de pecados nefandos “pro natura.” Sin embargo,
el extremismo negador de los posfilósofos muestra a nivel espiritual
sospechosas coincidencias con el capitalismo de ahora. Un radicalismo de tal
magnitud contrasta no solamente con las vidas y opciones políticas de sus
autores, harto académicas las unas, y convencionales las otras, sino que se
acopla perfectamente a la fase actual de globalización capitalista,
caracterizada por la colonización tecnológica, el presente perpetuo, la anomia
y el espectáculo. Es un complemento para el que todo son facilidades. Nadie les
molestará en sus cátedras. Gracias a la prioridad otorgada por la dominación al
conocimiento instrumental, y en consecuencia, gracias a la escasa importancia
que la mentalidad dominante concedía a las “humanidades”, en la universidad
pudieron darse sin trabas “burbujas especulativas” trasgresoras totalmente
ajenas a la realidad.
La loa posmoderna a la
trasgresión normativa se corresponde en cierto modo con la desaparición de la
sociabilidad en los aglomerados urbanos. De acuerdo con la nueva debilidad en
materia filosófica, nada es original, todo está construido, y por consiguiente
todo se asienta en un pedestal de barro. La economía política, las clases, la
historia, el tejido social, la opinión… todo. Entonces, si no hay relación
social que valga, ni liberación colectiva verdadera, ni dialéctica, ni criterio
definitivo a tener en cuenta a ese respecto ¿qué sentido tienen las normas, los
medios y los fines? Se parte de la nada para llegar a la nada. Tampoco debe
extrañar que el encomio de la deshumanización típico de los deconstructores
corra parejo con la apología de la técnica. El pensamiento débil, entre otras
cosas, celebra la hibridación del hombre con la máquina. ¿Acaso no es superior
una naturaleza mecánica, libre de constricciones, que una naturaleza humana,
esclava de las leyes naturales? El nihilismo inherente a la lógica mecánica
refleja y responde a la abolición de la historia, la supresión de la
autenticidad y la liquidación de las clases; es pues un producto de la cultura
tardocapitalista, si es que a eso todavía se le puede llamar cultura, y su
función no sería otra que la adaptación ideológica al mundo de la mercancía tal
como éste ha llegado a ser. La filosofía posmoderna es en relación con lo
existente una filosofía de la legitimización.
Aquello que había nacido como reacción a la revuelta de Mayo del 68,
fue recibido en las universidades americanas como paradigma de la profundidad
crítica, y desde allá la “French Theory” irradió a todos los
laboratorios pensantes de la sociedad capitalista, descendiendo a los guetos
juveniles en forma de moda intelectual rompedora. Dado su carácter
ambivalente y maleable, los silogismos líquidos de la posmodernidad han llenado
el cajón de las herramientas y el utillaje de toda clase de ideólogos
nuevaoleros, tanto de los ciudadanistas más camaleónicos, como de los
anarquistas más al día en lo que respecta a las novedades. Incluso un nuevo tipo de anarquismo, nacido de la quiebra de los
valores burgueses históricos, centrado en la afirmación subjetivista, el
activismo sin objeto ni plan y la desmemoria, sustituye en la mayoría de
espacios al antiguo, hijo de la razón, originado en la lucha de clases,
forjador de una ética universal y cuya labor revolucionaria estaba fuertemente
anclada en la historia. En la French Theory, o mejor, en el “morbus
gallicus”, del que el posanarquismo es hijo bastardo, las referencias no
cuentan; revelan nostalgia del pasado, algo muy condenable en un
deconstructivista. La cuestión social se
disuelve en una multitud de cuestiones identitarias: cuestiones de género,
sexo, edad, religión, raza, cultura, nación, especie, salud, alimentación,
etc., que ocupan el centro del debate y dan lugar a una peculiar corrección
política que se traduce en una ortografía torturada y un discurso relleno de
latiguillos y barullos gramaticales. Un muestrario de identidades
fluctuantes sustituye al sujeto histórico, pueblo, colectivo social o clase, su
afirmación absolutista obvia la crítica de la explotación y la alienación y,
por consiguiente, un juego “interseccional” de minorías oprimidas desplaza la
resistencia colectiva al poder establecido. La liberación vendrá de una
trasgresión lúdica de las reglas que traban aquellas identidades y oprimen a
dichas minorías, y no de una “alternativa” global o un proyecto revolucionario
de cambio social, algo tenido sin duda por totalitario, puesto que una vez
“constituido” originaría nuevas reglas, más poder y por lo tanto, más opresión.
El comunismo libertario, desde ese punto de vista, no sería sino la plasmación
de una dictadura. El análisis critico y
el mismo anticapitalismo, gracias a la anulación de cualquier referencia
histórica, ceden el sitio al cuestionamiento de la normatividad, a la
contorsión del idioma y a la obsesión por la diferencia, la multiculturalidad y
la singularidad. Que no se traiga a colación la coherencia porque la categoría
de la contradicción ha sido relegada. Construir o deconstruir, esa es la
cuestión.
Definitivamente, el proletariado
no “realizó” la filosofía, tal como deseaba Marx, es decir, no llevó sus
anhelos liberadores a la práctica y hoy pagamos las consecuencias. Cierto que,
en el desarrollo de la lucha de clases, se manifestó un pensamiento crítico que
situaba a la clase obrera en el centro de la realidad histórica, y que fue
calificado de marxista, anarquista o simplemente socialista. Realmente, se
trataba de captar la realidad con la mayor exactitud, para así elaborar las
estrategias con las que derrotar al enemigo de clase. Se suponía que la
victoria final estaba inscrita en la historia misma. A pesar de todo, los asaltos
proletarios a la sociedad de clases no llegaron a buen puerto. Y a medida que
el capitalismo superaba sus crisis, las contradicciones devoraban los
postulados de dicho pensamiento y se requerían nuevas formulaciones. Las
aportaciones fueron múltiples y no ha lugar a enumerarlas. Lo que
caracterizaría a todas ellas sería la claridad añadida en la perspectiva del
combate liberador, pero inmersa en un contexto de retroceso, luego distanciada
progresivamente de la práctica. No obstante, su lectura reforzaba la convicción
de que una sociedad libre era posible, que la lucha servía para algo y no había
que doblegarse nunca, que la solidaridad entre resistentes nos hacía mejores y
la formación nos volvía lúcidos… La lucha de las minorías, lejos de desmantelar
la crítica social, contribuía a enriquecerla. Las cuestiones de identidad,
lejos de ser secundarias, adquirían una importancia cada vez mayor conforme el
capitalismo penetraba en la vida cotidiana y dinamitaba las estructuras
tradicionales. Denunciaban aspectos de la explotación hasta entonces poco
tenidos en cuenta. En un primer momento,
universalidad e identidad convergían; no se concebía la solución a la
segregación racial, la discriminación sexual, el patriarcado, etc.,
separadamente, sino en la perspectiva de una transformación revolucionaria
global. Nadie podría imaginar deseable un racismo negro, una sociedad de
amazonas, un capitalismo gay o un estado de excepción vegetariano. La
revolución social era el único lugar donde todas las cuestiones podían realmente
plantearse y resolverse. Fuera de ella, no quedaba otra que la especialización
elitista, el sectarismo del gueto, el narcisismo activista y el estereotipo
militante. Esa fue la vía abierta por los posmodernos.
El pensamiento débil explotaba
igualmente el filón de la crisis ideológica, recuperando autores e ideas, pero
con efectos y conclusiones opuestas. Una
vez neutralizado el sujeto revolucionario en la práctica, había que suprimirlo
en la teoría, con lo que las luchas permanecerían aisladas, marginales e
incomprensibles, envueltas en una verborrea cretinizante y autorreferencial
apta solamente para iniciados. Esa ha sido la tarea de la French Theory.
Se iniciaba una escalada en la confusión sofisticada y críptica que consagraba
como magos privilegiados a la casta intelectual y como pueblo elegido a las
huestes seguidoras, principalmente universitarias. El “mal francés” ha
sido la primera filosofía ligada a un modo de vida pasablemente remunerado y
con razón: su revisión de la crítica social del poder y la impugnación de la
idea revolucionaria han prestado magníficos servicios a la causa de la
dominación. La noción de poder como una éter omnipresente que lo abarca todo,
condena cualquier práctica colectiva en pos de un ideal por considerarse
renovación o reconstrucción del mismo poder, una especie de pez que se muerde
la cola. El poder no está al parecer encarnado en el Estado, el Capital o los
Mercados como cuando el proletariado era la clase potencialmente
revolucionaria. El poder ahora lo somos todos; es el todo. La revolución
quedaría así redefinida como añagaza del poder para rehacerse en casos extremos
a partir de nuevos valores y normas tan arbitrarios como los que ella misma
relegaría. El descrédito de la revolución social resulta más útil para el poder
real en tiempos de crisis, por cuanto una oposición subversiva organizada que
trate de formarse (un sujeto social que intente constituirse) se verá
denunciada inmediatamente como poder excluyente. En definitiva, un mal
“relato”, igual que el de la lucha de clases. El rechazo de la noción de clase
trasluce involuntariamente también un odio de clase, herencia de la dominación
pasada activa en el imaginario posracional. En fin, se abandona toda veleidad comunista revolucionaria por la
trasmigración de géneros, el poliamor, la transversalidad y el régimen vegano.
Solucionada de este modo la problemática individual, el camino queda entonces
despejado para una oposición colaboradora y participativa, dispuesta entrar en
el juego y por supuesto a votar, a ocupar espacios de poder y a gestionar desde
ellos el orden vigente con un discurso radicalmente identitario, y de rebote,
un discurso radicalmente ciudadanista que hace furor no sólo en la
neoizquierda, sino en la izquierda integrada de toda la vida.
El panorama crítico, presa del
morbo galo, es pues desolador, como desoladora es la vida en el mundo
occidental y urbano plagado de capitalismo. Es el fin de la razón, la clausura
espiritual de un mundo periclitado donde la resistencia al poder era posible,
la evaporación de la conciencia histórica de clase, la apoteosis de la
relatividad, el triunfo absoluto del bluff, el reino acabado del espectáculo…
Al fenómeno se le podrá llamar como se guste, pero es ante todo el efecto
intelectual de la derrota histórica del proletariado durante los setenta y
ochenta, y, en consecuencia, de la desaparición de un par de generaciones
enteras de combatientes sociales y de la incapacidad de éstos de trasmitir sus
experiencias y conocimientos a las nuevas generaciones, librándolos a la
psicosis posmodernista y a su jerga ininteligible. Existe una línea de ruptura
generacional clara que coincide más o menos con la aparición del “milieu”
o gueto juvenil a finales de los ochenta y una relación de ésta con los
procesos de gentrificación de los centros urbanos; por último, puede
establecerse con total evidencia una relación entre la extensión del morbo
posmoderno con el desarrollo de las nuevas clases medias. El descalabro del
movimiento social revolucionario y la catástrofe teórica son dos aspectos de un
mismo desastre, y, por consiguiente, del doble triunfo, práctico e ideológico,
de la dominación capitalista y estatista. A pesar de todo, la debacle nunca es
definitiva, porque los antagonismos proliferan mucho más que las identidades, y
la voluntad de liberarse en común es más fuerte que el deseo narcisista de
destacarse. La lucha de clases reaparece en la crítica al mundo de la
tecnología y en la defensa del territorio, en los proyectos comunitarios de
salida del capitalismo y en las batallas que las clases campesinas libran
contra la agricultura industrial y la mercantilización de la vida.
Probablemente, en los países turbocapitalistas estos conflictos no consigan
zafarse de enfoques “interseccionales”, tratamientos “de género” y demás
reduccionismos identitarios, perfectamente compatibles con una casuística
reformista originada en la “economía social”, pero allá donde cristalice un
auténtico frente de lucha de masas, tales nimiedades darán vueltas sobre sí
mismas y se consumirán en el fuego de la universalidad.
Etiquetas: a desalienar, absurdo, baja filosofía, cualquier cosa, pomo, psicogeografía, teoría revolucionaria
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