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jueves, octubre 04, 2018

Memorias de un disturbio menor (otro fragmento) 



La Anarquía estudiantil

Un momento clave en mi vida, digamos, “política”, que debe haber ocurrido hacia 1991-2, fue cuando decidí que mi capucha negra en la cual tenía pintado en rojo el símbolo de la Cuarta Internacional (la hoz y el martillo apuntando en sentido inverso al del símbolo del PC oficial, y con un 4 entre medio de ambas herramientas de trabajo) no volvería a ser usada de esa forma, así que por el otro lado le pinté a la altura de boca una enorme A circulada, en blanco sobre el fondo negro. Adherir a las filas negras llenó el enorme vacío existencial mezclado con depresión tardo-adolescente que sentías tras abandonar la militancia trotskista y, con ella, una historia casi ininterrumpida de militancia “izquierdista” iniciada a los 12 años y medio, primero en la JS, y luego ya en Santiago en las JJCC, gracias a cuya cosmovisión  pude incluso en medio de los años más oscuros del Terror estatal con que se reaccionó a las protestas desde 1983, mantener la fe en el destino socialista/comunista de la Humanidad -así, con mayúsculas-…Ahora, en cambio, solo sentía vacío, odio, rabia y un profundo desprecio por los dos principales bandos de la “transición”, además de un ya cultivado odio contra todos los tipos de estalinistas –puros y /o reciclados-. “Rabia e insatisfacción”, como decíamos en “Escape”). Tuve que esperar unos pocos años, y al descubrimiento vía Greil Marcus del legado de la Internacional Letrista/Situacionista para reconciliarme con Karl Marx, que en verdad no tuvo culpa alguna por lo que hicieron sus epígonos durante buena parte del siglo XIX y todo el siglo XX. Además, si la anarquía es el anti-estado, el comunismo bien entendido es el anti-capitalismo ya realizado, la sociedad sin amos ni esclavos.

Como el punk, la anarquía tampoco era tomada muy en serio por nadie. Más que de “los anarquistas” se hablaba despectivamente de “los anarca”. Pero para el puñado de ultrones que quedábamos dando vueltas alrededor de las sillas, cuando todos los demás se había sentado, la bandera negra tenía todo el sentido del mundo, y si los “izquierdistas” no lo entendían, peor para ellos. Mal que mal, ellos seguían venerando el emblema tricolor, mientras nosotros no perdíamos ocasión de despreciarlo y/o ultrajarlo. (Quien quiera saber qué pasó la primera vez que en Macul con Grecia se le prendió fuego a una bandera chilena, que lea el relato “Banderas y capuchas”, del camarada Conselheiro. Lo que es yo, recuerdo bien cuando vi en La Segunda, tras unos enormes disturbios en el centro de Santiago -en una época en que los más grandes ocurrían en marchas por presos políticos y además ante las negociaciones en materia de violaciones de derechos humanos, en momentos en que los tribunales aún negaban la existencia del terrorismo de Estado y ya se empezaban a encontrar cadáveres, como en Pisagua-, al entonces Intendente regional señalando: “Son anarquistas que solo buscan el caos”).

Cuando se formó una Coordinadora Anarquista Estudiantil, por ahí por 1992, reuniendo a núcleos pequeños pero entusiastas de Derecho, Psicología e Ingeniería de la Universidad de Chile, gente de la Universidad de la República, y el Pedagógico, pasó poco tiempo hasta que llegaron algunos estudiantes secundarios, que provenían de un colectivo que agitaba contra el servicio militar (“COSMO”). Un par de ellos estaban claramente enamorados del punk rock, y a partir de ahí se fue consolidando la amalgama entre política radical libertaria/música y contracultura punk. No sin críticas importantes de los otros sectores libertarios autopercibidos como más “serios”, que al final lo que querían hacer era ni más ni menos que una especie de partido libertario, con pretensiones horizontales y anti-jerárquicas, pero cautivos de la lógica tradicional que tal como escinde lo privado de lo público instala esferas separadas entre la política y la estética.

A partir de esos ambientes se generó el fanzine El Duende Negro, que pasó de ser un puñado de fotocopias a un impreso con bastante tiraje, y posteriormente el vínculo entre punk y anarquía llevó a tener un breve puesto en el Persa Bío Bío, con casets copiados y propaganda escrita, y poco después –ya no recuerdo bien el año- a la creación del sello Masapunk, aun en pie. Para todos nosotros era un salto importante, pues era a través de la autogestión como entendíamos esa conexión, puesto que si se trataba de tomar en tus manos la acción necesaria para despertar y agitar en contra de toda la vieja mierda, no entendíamos por qué en la escena punk realmente existente nadie editaba sus propios casets, había pocas publicaciones, y además, enormes conflictos de pandilla entre tales o cuales piños territoriales, en vez de una acción conjunta contra nuestros viejos enemigos (el Estado, el Capital, la Religión), administrados ahora por la dominación democrática.


Transición

Uno de los integrantes del CAE (no recuerdo que en esos años habláramos de “militancia”) tenía una banda con compañeros de curso. Se llamaban Canutos Presos. Hacían punk rock. Habían tocado poco en vivo, y creo que no habían editado demos. Para el vocalista, llegado hace poco desde Chillán, habían sido su vehículo de expresión y desarrollo en esos años duros de adolescencia provinciana transplantada de golpe a la metrópolis.

Lo mismo me había pasado a mí en 1986, “el año decisivo”, cuando las protestas llegaron a su peak y decayeron y fracasó por un maldito rocket el atentado a Pinochet. Habiendo vivido en Valparaíso, La Serena y Punta Arenas, tuve que desembarcar en la enorme y hostil ciudad de Santiago a punto de cumplir 15, y sin otros vehículos de expresión que las organizaciones políticas en que milité y una que otra intervención musical en conjuntos acústicos (tales como el ensamble Vientos del Pueblo, formado por militantes de la jota del Liceo A-67 y un par más de la Villa La Reina), con una flauta traversa que, tras desaparecer luego del robo a mi casa en septiembre de 1986, tuve que reemplazar por una guitarra de palo -aunque tenía una eléctrica en la que tocaba “Escalera al cielo” y que nunca fuera de la intimidad de mi pieza de primogénito y único hijo varón, o del “living” si no había nadie más en la casa.

Años después la cambié por un bajo Yamaha, rojo, modesto pero eficaz, y aprendí entre esas cuatro paredes a tocar por la vía de acompañar el “Damaged”/“Jealous Again” de Black Flag y el CD con la discografía completa de Minor Threat.

Un día a finales del año 1995 fui invitado a probar como sonaba el bajo con la voz, batería y guitarra de Canutos Presos. Tras buscar varios pretextos para no ir, me di cuenta de que en rigor me inundaba una sensación muy similar al miedito, pero pensé que en realidad no tenía ningún motivo para negarme a la posibilidad de probar qué se sentía tocando en una banda de verdad, y no acompañando unilateralmente a Greg Ginn, Toni Iommi (nunca me dejó de gustar Black Sabbath) y Lyle Preslar en la pieza.

Llegando al ensayo, recuerdo haberles mostrado el esqueleto de la canción que pasó a ser “Tiempo razonable”. Nunca he confesado esto antes pero…cuando inventé esas dos partes y las junté en la intimidad de mi pieza tenía en mente para la primera parte como referencia vaga el estilo de una mis conjuntos favoritos de toda la vida, los adorados  Hüsker Dü, y para la segunda me inspiré bastante directamente en el final de una canción de…Total Chaos!!! (Epitaph records, puaj), aunque en el proceso la idea original quedó totalmente modificada. ¿Así se hacía una canción punk? No lo sabía. Y todavía no lo sé. Lo importante es que al final, tocada con 3 personas más, sonaba a nosotros mismos, y punto.

Ellos (Lautaro, Mauricio y Olea) a su vez me mostraron una canción a medio hacer, que pasó a ser “Fuego”, y a la que tuve que meterle unas líneas de bajo que todo el mundo encontraba inspiradas en The Cure, para mi gran molestia pues en esos años la sobreexposición de los muchachos de Robert Smith me había llegado a saturar, y encontraba que como banda eran nada en comparación a Joy Division. (Olea tenía siempre a mano una libreta, y no le costaba casi nada de tiempo meterle letra a cualquier construcción musical que hiciéramos, a veces improvisando hasta dar con partes que nos gustaran, o muchas veces en base a ideas que ya había trabajado Lautaro por su lado y que el baterista y el bajo complementábamos).

En fin, desde el primer momento era evidente que la cosa resultaba bastante bien, y en este terreno las cosas o resultan o no resultan nomás, así que entre los cuatros decidimos espontáneamente formar una nueva banda, con un nuevo repertorio, y un nuevo nombre.

Y las cosas se vinieron bastante rápido para la nueva formación, dado que con muy pocas canciones aún fuimos invitados el Primer Festival Hardcore, idea de los BBs Paranoicos que se concretó con la ayuda del puñado de nuevas bandas que estaban saliendo, de las cuales la más veterana era Silencio Absoluto. (Había habido un festival previo, de bandas que recién se estaban conociendo -incluyendo a Canutos, Silencio, Don Fango y Octopus, agregándose sobre la misma Submongo- en el Galpón donde ensayaba Lautaro en La Florida, arribita del cerro. Ya había conocido a Jerónimo, de Silencio, y de una Flipside que me prestó tomé la imagen de Elvis en skate para hacer un rudimentario afiche, cuya estética de recorta y fotocopia y pega aún me sigue gustando mucho más que 20 afiches diseñados en computador.  Llegó tal cantidad de gente que apenas cabía, y se sentía una energía colectiva empezando su proceso de ebullición. Aunque sin que lo supiera en ese momento, ya había tensiones con el elemento nacionalista, que no comulgó para nada con las arengas anti-patriotas del vocalista de los Canutos).

Dar con el nombre Disturbio Menor no fue tan difícil, aunque ahora no lo recuerdo muy bien, pero creo que en definitiva era una mezcla de dos factores: la pasión por el hardcore punk de los 80, antes de la era del NYHC –que en rigor nunca nos gustó mucho, pues parecía más rap/metal que otra cosa-, y sobre todo sus inicios, bien expresados en “Minor Disturbance”, el primer EP de los Teen Idles, la banda pre-Minor Threat, aunque el inglés que manejábamos nos daba para discernir que en rigor “disturbance” tiene una acepción más en la línea de “molestia” que de “revuelta”, que en inglés se designa más bien con la palabra “riot”.

Y ahí viene el segundo factor: los anarquistas de esos años teníamos la idea de que estábamos en malos momentos para la rebelión, dado el contexto global posmoderno y neoliberal y la manera en que se expresaba en Chilito, este paraíso poblado de “jaguares” (como destacaban los Enfermos Terminales), laboratorio psicosocial del capitalismo global. Los entusiastas del partido del Orden hasta proclamaban que habíamos llegado al “fin de la historia”, y que se había acabado ¡al fin! la era de las grandes revueltas y agitaciones sociales.

A eso apuntaba, por ejemplo, la letra de “Fuego”, cuando diagnostica amargamente que “se van vaciando las barricadas y se va alejando el modo de empezar de nuevo” (Además, esa canción le pasa la cuenta al fenómeno de los “socialistas renovados”). Y en efecto, mi generación pasó de enormes barricadas de centenares de personas, a gestos estéticos similares a barricadas, protagonizados por escuálidos puñados de encapuchados. Los socialistas por su parte, y tal como dice un orador anarquista en la serie “Belin Alexanderplatz” de Fassbinder (siguiendo al pie de la letra la novela de Alfred Döblin): no conquistaron la política, sino que la política los conquistó a ellos.

En fin: si había algo a lo que no íbamos a renunciar, era a la protesta expresada precisamente en barricadas y “salidas” a cortar la calle. En tiempos de gran confusión, y un estado de ánimo colectivo derrotista y/o conformista, era casi nuestra única certeza (y como decía La Polla Records: “información y agitación son una parte de razón/ladrillos, piedras, gasolina…completan la ración”). Así que había una convicción minoritaria pero profundamente identitaria: nos íbamos a dedicar rabiosamente a eso, aunque se tratara, como decían los medios, de “incidentes aislados” o de “un disturbio menor”.

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