Siguiendo con esta serie sobre el
fascismo visto por sus propios protagonistas, es decir aquellos que se
identificaron con la etiqueta fascista, sin intentar negarla ni disimularla
después de la “derrota” de 1945: esta autoidentificación fascista es una rara
avis dentro de la fauna de la ultra y extrema derecha actual, y también en
los llamados “terceristas” de todas las variedades (“ni izquierda ni derecha”, “un
poco de izquierda y un poco de derechas”, “más allá de izquierda y derecha”).
MI colega Giorgio Locchi es una
de esas raras aves: es el vínculo directo entre el fascismo histórico, el
neofascismo post-1945, y el intento más exitoso hasta ahora de depuración y
revisión de las raíces del pensamiento “revolucionario de derechas”: el grupo
GRECE y la Nouvelle Droite francesa, en la que participó directamente
desde sus inicios en los 60/70, dado que vivía en París.
En este Homenaje a otro fascista
de tomo y lomo, Adriano Romualdi, muerto en 1973, Giorgio se explaya acerca de
la concepción del fascismo que tienen los propios fascistas: un campo político dinámico
y diverso de fuerzas que se oponen consciente y radicalmente ya desde mediados/fines
del siglo XIX a la concepción de la historia y racionalidad política occidental
tras dos milenios de igualitarismo judeocristiano. Un fascismo “profundo” en
sus raíces indoeuropeas, heroico, y con una concepción esférica del tiempo, de
la cual extraen su “inmortalidad”.
Recomiendo leerlo completo. Tomado de revista Elementos N° 68.
"La esencia del Fascismo como fenómeno europeo", Giorgio Locchi. Conferencia-Homenaje a Adriano Romualdi.
Soy un hombre de escritura, no un orador. Hablar en público es para mí una tarea temible y siempre desagradable. Esta tarea es hoy, en mi caso, más desagradable de lo habitual, porque, estando entre los últimos en tomar la palabra, sé que diré cosas que algunos no compartirán. Además, tengo la convicción de poseer, respecto a los oradores y autores de las intervenciones que me han precedido, una singular ventaja al conmemorar e ilustrar la obra de Adriano Romualdi; y tener ventaja es algo que no me gusta. Esta singular ventaja mía es la siguiente. Todos los que han hablado hasta aquí de Adriano Romualdi lo han conocido personalmente, al menos tuvieron ocasión de verlo, de encontrarse con él, de hablarle una o dos veces. Habiéndole conocido vivo, han conocido su muerte: y hoy saben que ha muerto e, inevitablemente, hablan de él como muerto, como alguien que ya no está, aun cuando quizá continúe de algún oscuro modo presente. Yo vivo desde hace veintiséis años en Francia, lejos de los asuntos italianos, y no he conocido nunca personalmente a Adriano Romualdi. Es más: confieso que he ignorado totalmente su existencia hasta hace cuatro o cinco años cuando me la descubrió un grupo de jóvenesitalianos que había venido a París buscando ideas que evidentemente no existían. Entonces, poco a poco, he descubierto la obra de Adriano Romualdi y la he descubierto, para mí, más viva que muchos vivientes, actualísima. Adriano Romualdi es un pensamiento que no cesa de hablarme y al cual yo respondo. Celebrando a Adriano Romualdi, celebro una presencia viva en mi tiempo y, de este tiempo, parte integrante.
Alguien, ayer, recomendó "no
embalsamar a Adriano Romualdi". Es una idea que, precisamente, nunca
podría venirme a la mente, porque para mí Adriano Romualdi está vivo; y no se embalsama
a los vivos. Y dejarme deciros, crudamente, que, a mis ojos, el rechazo a
"embalsamar" a Romualdi resulta una idea extremadamente sospechosa.
No querer embalsamar algo que se tiene por un cadáver significa, en efecto,
querer que este cadáver se descomponga, apeste, y que la gente se aleje de él.
Significa pretender que la obra de Romualdi ha tenido su tiempo, que está
superada y sería por consiguiente un error grave sacralizarla, impidiendo a los
vivos superarla, ir más allá. Detrás de este modo de pensar y sentir no hay solamente,
malignamente activo, ese ciego prejuicio progresista que para nosotros, pienso,
debería ser extraño. Existe también, y sobre todo, un plan para relegar a un pasado
definitivamente muerto una obra y un ejemplo de acción que, ayer como hoy, no
cesan de incomodar profundamente y de incomodar, en particular, a ciertos jóvenes,
o que se pretende tales, que han hecho una religión del éxito y del éxito en la
sociedad de hoy tal cual es. No por nada,
uno de estos jóvenes hace poco hallaba, cándidamente, una razón para condenar
el fascismo justamente en el hecho de que éste no había tenido éxito, de que
había perdido. Y lo bello del caso es que este joven sin duda también querría
asumir valores trágicos y heroicos al mismo tiempo...
Sí, Romualdi incomoda y no deja de
incomodar por dos razones fundamentales. La primera razón consiste en que él
es, en la acción y en el pensamiento, un ejemplo raro y casi único de coraje. Empeñado
en una carrera universitaria, comprometido políticamente, ha tenido el coraje de
no atrincherarse astutamente detrás de una máscara, de no haber querido salir
-con palabras o con hechos- del llamado túnel del fascismo. Él, al contrario,
se ha proclamado abiertamente fascista y se ha reconocido precisamente dentro de
la forma del fascismo más comprometida a los ojos del mundo de hoy y del
sistema en el cual vivimos. Pero los ejemplos vivientes de coraje, por lo demás,
son la cosa más incómoda y más irritante para quien no lo tiene... Romualdi
molesta por tanto por otra razón no menos importante: a causa de su honestidad
intelectual, también ella ejemplar. Ciertos adversarios del fascismo e incluso
algunos amigos han afirmado que el pensamiento de Romualdi habría sido configurado
por el "complejo de los vencidos". Pero Romualdi no era y no es un vencido,
porque no se ha reconocido y no se reconoce vencido y siempre ha continuado -y continúa
con su obra- combatiendo por sus ideales. Vencido es aquel al que la derrota obliga
a pensar y a actuar de otra manera. Adriano
Romualdi no ha pensado de otra manera. Simplemente, ha constatado una evidencia:
la derrota de 1945 había cambiado radicalmente la situación en la cual el
fascismo debía de actuar si todavía quería ser. Precisamente por esto su pensamiento permanece
como esencial, y no superado: ha sabido reflexionar, en su calidad de fascista,
sobre la nueva realidad diseñada en 1945, una realidad que es, invariablemente,
la realidad de hoy. Romualdi se ha preguntado sobre lo que debe y puede hacer un
fascista en un mundo y en una sociedad que ha colocado al fascismo fuera de la
ley. Y puesto que ya los vencedores, convertidos en amos absolutos de la
palabra, ofrecían una imagen falsa y deformada del fascismo, él ha querido ante
todo poner de manifiesto qué es el fascismo, de dónde proviene, qué significa
ser fascista. Allí donde otros, hincando
intelectualmente las rodillas, se afanaban grotescamente en justificar el
fascismo según las formas morales de los vencedores del 45, Romualdi ha tenido la honestidad
intelectual de decir y de afirmar claramente que el fascismo es revuelta contra el mundo y la sociedad en
la que vivimos, que su moral es totalmente otra, que es algo por lo tanto que el mundo y la
sociedad de hoy no pueden aceptar. Quien quiere estar de algún modo de acuerdo
con el mundo de hoy y descender al compromiso y al diálogo con el sistema, no
tiene derecho a identificarse con Adriano Romualdi.
Alguien se ha preguntado ingenuamente
sobre qué haría hoy Adriano Romualdi, en el actual contexto político y
cultural, si por ventura estuviera todavía vivo en carne y huesos. La pregunta sugería
retóricamente que Romualdi habría quizá sufrido una evolución, cambiando de parecer.
Y lo sugería partiendo del presupuesto, considerado evidente, de que en estos
diez años la situación habría cambiado radicalmente y que por consiguiente la
reflexión histórica de Romualdi sobre la realidad habría cambiado igualmente. Yo
considero que la situación es esencialmente la misma que aquella que la obra de
Romualdi afronta. Pero, aun cuando la situación política hubiese cambiado, solamente
cambiaría el modo de hacerse, no ya aquel principio en el cual la acción debe
inspirarse. Por otra parte, cuando yo
hablo de la obra de Adriano Romualdi y de su presencia viviente, me refiero
ante todo a su obra de historiador, a sus estudios sobre el fascismo fenómeno europeo.
El fascismo es lo que es. Como
todo lo que es, puede morir y salir de la historia. Pero, históricamente muerto
o vivo, permanece por siempre siendo lo que es: fascismo. Ahora, sobre el fascismo,
Romualdi ha dicho verdades esenciales, que permiten adquirir una más profunda
consciencia sobre lo que el fascismo es, y que, también, permiten a los
fascistas adquirir una consciencia más profunda sobre lo que ellos son. Es
precisamente este aspecto esencial de la obra de Romualdi el que yo querría
recordar, también porque me parece que muchos preferirían olvidarlo e
ignorarlo. Hablar de ello resulta fácil
para mí, dado que mi concepción y mi visión del fascismo son esencialmente idénticas
a las de él. Mi afinidad electiva hacia Romualdi abarca también los tiempos fundamentales
de su investigación y de su reflexión: el carácter europeo del fenómeno
fascista, el origen nietzscheano del sistema de valores del fascismo, la Revolución
Conservadora (1) en Alemania y fuera de Alemania, el redescubrimiento de los
Indo-europeos y su función de mito originario en la imaginación fascista.
La primera enseñanza fundamental de
Adriano Romualdi es que, más allá de diferencias específicas, todos los movimientos
fascistas y todas las variadas expresiones de la Revolución Conservadora (entendida
aquí como corriente espiritual) tiene una esencia común. Afirmar la europeidad del
fenómeno fascista comporta un inmediato aspecto político concerniente al
porvenir: a ojos de Romualdi es precisamente en la esencia del fascismo donde
todavía hoy reside la única y exclusiva posibilidad de restituir a Europa un destino
histórico.
Adriano Romualdi ha demostrado claramente que los movimientos fascistas de la primera mitad de siglo y las distintas corrientes filosóficas, artísticas, literarias de la llamada Revolución Conservadora tienen la misma esencia común, obedecen a un mismo sistema de valores, tienen una idéntica concepción del mundo, del hombre, de la historia. Hoy, sin embargo, una nueva intelligentsia de derecha querría poner en contradicción Fascismo y Revolución Conservadora, de la misma manera que, por otra parte, a fin de legitimarse -es cierto- en el seno del mundo democrático, coloca en paralelo stalinismo y nacional-socialismo, regímenes comunistas y regímenes fascistas, metiéndolos grotescamente en el mismo saco de un mal definido totalitarismo. El Fascismo -dice esta gente- habría en cualquier caso explotado ideas de la Revolución Conservadora, pero desnaturalizándolas y falsificándolas. Es pues necesario, justamente en el marco de esta celebración del pensamiento de Adriano Romualdi, reafirmar con fuerza la común esencia del fascismo y de la Revolución Conservadora y, a tal objeto, ilustrar esta esencia y, a la vez, precisar su contenido. Romualdi ha intuido que el origen del fenómeno fascista era ante todo de orden espiritual, enraizado en un específico filón de la cultura europea. Y lo más importante: ha sabido reencontrar este origen en la obra de Nietzsche o, más exactamente, en el sistema de valores propugnado por Nietzsche (y, luego también, en segundo término, en ciertos aspectos del romanticismo, que anuncian y preparan la obra de Nietzsche). Su prematuro y trágico fin no ha permitido a Adriano Romualdi encuadrar su pensamiento en una completa visión filosófica de la historia y definir, así, de modo exhaustivo y preciso la relación genética que media entre la obra de Nietzsche, la Revolución Conservadora y el Fascismo. Hay que reconocer que poner en evidencia esta relación no es tarea fácil. Y no lo es por una simple razón, a causa de la naturaleza particular de la obra de Nietzsche, que no es una obra puramente filosófica, es decir: de reflexión y sistematización del saber, sino que es también, y sobre todo, obra poética, sugestiva, creadora, que expresa y da históricamente vida a un sentimiento nuevo del mundo, del hombre y de la historia. La relación entre comunismo, socialismo y filosofía marxista, teoría marxista, es clara y tangible. Socialistas y comunistas son y se dicen marxistas, aun cuando después, fatalmente, cada uno de ellos interprete a Marx a su modo. Contrariamente, en lo que respecta a los movimientos fascistas, un reclamo explícito a Nietzsche no existe. En algunos casos, estos reclaman a Nietzsche como a una fuente entre tantas otras, como un precursor entre otros tantos. Pero también se da el caso de movimientos fascistas que ignoran a Nietzsche o que, desconociéndolo, creen su deber rechazarlo, en todo o en parte.
Los movimientos fascistas de la primera mitad
del siglo son la expresión política, inmediata e instintiva, de un nuevo
sentimiento del mundo que circula por Europa a partir ya de la segunda mitad
del siglo XIX. Tienen el sentimiento de vivir un momento de trágica emergencia
y se precipitan a la acción obedeciendo a este sentimiento; se movilizan políticamente
pero, al contrario que otros partidos y movimientos, no hacen referencia a alguna
concreta filosofía o teoría política y asumen más bien casi siempre un comportamiento
antiintelectualista. Los movimientos fascistas se coagulan por instinto en
torno a un programa de acción inspirado por un sistema de valores que se opone drásticamente
al sistema de valores igualitarista, que se encuentra en la base del democraticismo,
liberalismo, socialismo, comunismo. Por contra, resulta fácil constatar que, en
el seno de un mismo movimiento fascista, personalidades de primer nivel expresan
y defienden filosofías y teorías bastante diferentes, a menudo poco conciliables
entre ellas e incluso opuestas. La filosofía de un Gentile no tiene nada en común
con la de Evola; Baumler y Krieck, filósofos y catedráticos, eran nacionalsocialistas
y nietzscheanos, pero el nacionalsocialista Rosenberg, en cambio, criticaba
duramente aspectos destacados del pensamiento de Nietzsche. Esto es un hecho innegable
sobre el que se han apoyado y se apoyan adversarios del fascismo para afirmar con
intención denigratoria que las referencias filosóficas del fascismo, cuando han
existido, habrían sido grotescamente arbitrarias, además de contradictorias, y
que por otra parte los movimientos fascistas carecerían de cualquier contenido positivo
común desde el punto de vista filosófico o teórico. Éste es también, como se
sabe, el punto de vista de un Renzo de Felice, y por tanto un punto de vista
que permanece tanto más actual en el presente debate italiano. La argumentación
es especiosa, ya que para negar una unidad de esencia se contraponen filosofías
allí donde la unidad está originariamente fundada por un idéntico sentimiento-del-mundo.
El fascismo pertenece a un campo, opuesto a otro campo, el igualitarista, al
cual pertenecen democracia, liberalismo, socialismo, comunismo. Es este concepto
de campo lo que permite captar la esencia del Fascismo, del mismo modo que permite
captar la esencia de todas las expresiones del igualitarismo. Esto, Romualdi, lo
había visto perfectamente, lo había afirmado de modo bastante claro. Concluyendo
el breve ensayo previo a su antología de fragmentos nietzscheanos, ha dejado
escrito: "Frente a Nietzsche se separan los campos. Para los otros su
intolerable pretenciosidad social y humanitaria, la utopía de progreso de una
humanidad de ceros. Para nosotros la conciencia, que Nietzsche nos ha dado,
sobre aquello que fatalmente vendrá: ¡el nihilismo!". En este breve
fragmento todo o casi todo lo esencial queda dicho. Y queda dicho, del modo más
pleno, aquello que los movimientos fascistas y la Revolución Conservadora deben
a Nietzsche: una conciencia históricamente nueva, la conciencia del fatídico
advenimiento del nihilismo, esto es, para decirlo con terminología más moderna,
de la inminencia del fin de la historia.
Cristianismo, en cuanto proyecto mundano,
democracia, liberalismo, socialismo, comunismo, pertenecen todos al campo del igualitarismo,
del llamado humanismo. Sus filosofías y sus ideologías difieren, pero todas obedecen
a un mismo sistema de valores, todas tienen una misma concepción del mundo y
del hombre, todas consciente o inconscientemente proyectan un fin de la historia
y son -por consiguiente- desde un punto de vista nietzscheano, nihilistas negativas.
El fascismo es el otro campo, que yo he llamado sobrehumanista como referencia
al movimiento espiritual que lo ha generado y lo conforma. Romualdi ha sabido poner
de manifiesto, a tenor de sus estudios nietzscheanos, el sistema de valores del
campo sobrehumanista y fascista. Romualdi es un historiador y se interesa en un
fenómeno político: desde el punto de vista de la política - que es aquel que
precisamente le interesa- individualiza y pone de relieve el principio de acción,
y el fin común a todos los movimientos fascistas. Él ha situado el principio de
acción – repito- en el sistema de valores propugnado por Nietzsche, y el fin común
en el hombre nuevo, esto es en la fundación de un nuevo comienzo de la historia,
más allá del inevitable fin de la historia al cual nos condenan dos mil años de
cristianismo y de igualitarismo. Todo esto nos dice de dónde viene el fascismo,
qué ha querido y qué quiere, cuál ha sido en el fondo su implícito método de
acción (que, dicho sea entre paréntesis, no es otro que el nihilismo positivo,
que quiere hacer tabla rasa para construir, sobre las ruinas y con las ruinas,
un mundo nuevo). No se dice, empero, qué cosa sea el fascismo, que cosa sea el sobrehumanismo
que lo genera, lo sostiene y lo orienta. En una palabra: no se dice cuál es la esencia
del fascismo, aun resaltando y afirmando que tal esencia existe. Romualdi es un
historiador, no un filósofo de la historia. Ahora bien, lo que sea la esencia
del fascismo solamente la filosofía de la historia puede decirlo, en virtud de
una reflexión sobre la historia del fascismo, de la misma manera que el propio
Romualdi ha sabido -junto a algún otro- sacarla a la luz.
Yo he intentado explicar lo que
pueda ser la esencia del fascismo en dos ensayos publicados en estos últimos
años: uno se titula precisamente La esencia del fascismo; el otro, más amplio,
está dedicado a Wagner, Nietzsche y el mito sobrehumanista. (...) Me limito
a resumir del modo más simple posible el resultado de mis estudios, que pueden considerarse
una continuación y una profundización de los de Adriano Romualdi. La esencia
del sobrehumanismo, como por lo demás, la de toda tendencia histórica, hay que buscarla
en su fundamental concepción del mundo, del hombre y de la historia. Esta concepción,
que antes de ser tal nace como inmediato sentimiento e inmediata intuición, está
íntimamente ligada al sentimiento y a la concepción del tiempo de la historia.
El tiempo de la historia es un argumento que a primera vista puede parecer
extremadamente arduo, pero de hecho es una noción que todos poseen, incluso sin
darse cuenta de ello. El mundo antiguo tenía una concepción cíclica del tiempo
de la historia, consideraba que todo momento de la historia estuviera destinado
a repetirse. El tiempo mismo de la historia era representado como un círculo,
tenía naturaleza lineal. Con el cristianismo nace un nuevo sentimiento del
mundo, del hombre, del tiempo de la historia. Este tiempo de la historia permanece
lineal; pero ya no es circular, sino más bien segmentario, más exactamente
parabólico. La historia tiene un inicio, un apogeo, un fin. Y no se repite. Por
otra parte, a la historia se le atribuye un valor negativo: provocada por el
pecado original, la historia es atravesada por un valle de lágrimas. El
advenimiento del Mesías, apogeo de la historia, pone en marcha la redención,
esto es, la liberación del hombre del destino histórico, el apocalipsis, el
advenimiento final de un eterno reino celestial. Esta concepción de la historia,
mítica en el cristianismo, será posteriormente ideologizada y, en fin, teorizada
por el marxismo; pero sigue siendo en sus rasgos esenciales la misma: en el
lugar del pecado original, encontramos en Marx la invención de la explotación
de la naturaleza y del hombre por parte del hombre mismo; la lucha de clases y
la alienación que constituyen la travesía del valle de lágrimas, el advenimiento
del Mesías se hace mundano en el advenimiento del proletariado organizado del
partido comunista y socialista; el Reino de los Cielos deviene reino de la
libertad, en el cual es abolida la lucha de clases y, a la vez,la propia
historia (que Marx llama prehistoria).
La concepción sobrehumanista del
tiempo no es ya lineal, sino que afirma la tridimensionalidad del tiempo de la
historia, tiempo indisolublemente ligado a aquel espacio unidimensional que es
la consciencia misma de toda persona humana. Cada consciencia humana es el
lugar de un presente; este presente es tridimensional y sus tres dimensiones,
dadas todas simultáneamente como son dadas simultáneamente las tres dimensiones
del espacio físico, son la actualidad, lo devenido, lo por venir. Esto puede
parecer abstruso, pero sólo porque desde hace dos mil años estamos habituados a
otro lenguaje. De hecho, el descubrimiento de la tridimensionalidad del tiempo,
una vez producido, se revela como una especie de huevo de Colón. En efecto,
¿qué es la consciencia humana, en tanto que lugar de un tiempo inmediatamente
dado a cada uno de nosotros? Es, sobre la dimensión personal de lo acaecido,
memoria, es decir presencia del pasado; es, sobre la dimensión de la
actualidad, presencia de espíritu para la acción; es, sobre la dimensión del
porvenir, presencia del proyecto y del fin perseguido, proyecto y fin que,
memorizados y presentes en el espíritu, determinan la acción en curso.
Esta concepción tridimensional
del tiempo es la única que puede lógicamente afirmar la libertad del hombre, la
libertad histórica del hombre.
En la visión cristiana, la
historia del hombre está predeterminada por el plan divino, por la llamada providencia;
en la marxista, por la materialista ley de la economía, de la cual los hombres
pueden sólo tomar conciencia. En estas concepciones de la historia y del
hombre, la libertad humana se convierte en realidad en un flatus vocis,
en el que el porvenir está siempre determinado por el pasado. El sentimiento
tridimensional del tiempo revela que el hombre es históricamente libre: el
pasado no lo determina ya, no puede determinarlo. Lo que nosotros hemos llamado
hasta aquí pasado, pasado histórico, no existe de hecho más que a condición de
ser de algún modo presente y presente en la consciencia.
En sí, en cuanto pasado, es
insignificante o, más exactamente, ambiguo: puede significar cosas opuestas,
revestir valores opuestos; y es cada uno de nosotros, desde su personal presente,
quien decide que debe él significar con relación al porvenir proyectado. El denominado
pasado histórico es materia devuelta al estado bruto, materia bruta ofrecida a
cada uno de nosotros para construir su propia historia. Esta ambigüedad del pasado
se ofrece siempre en modo tanto más concreto a nuestra decisiva significación.
Así, por ejemplo, nosotros somos herederos de un mundo europeo, que a su vez
puede ser considerado heredero del mundo pagano y de aquel semítico-judaico.
Si, desde el presente que es nuestro, estas dos herencias se revelan inconciliables,
está en nosotros decidir cuál es nuestro verdadero origen. Adriano Romualdi - digámoslo
como inciso- ha sabido también aquí escoger y decidir clara, serenamente: en favor
del origen indoeuropeo, con una decisión proveniente de su proyecto de porvenir
europeo. Poetas, pensadores, artistas, filósofos conservadores-revolucionarios
y fascistas han sabido a menudo dar expresión a este instintivo sentimiento del
tiempo tridimensional, ilustrándolo con la imagen de la esfera (y no ya,
repito, con la del círculo).
Este sentimiento, aun cuando es
casi siempre inconsciente, sostiene el pensamiento político y los juicios
históricos de los movimientos fascistas y se refleja de forma inmediata en sus
vocabularios, junto a una nueva concepción paralela del espacio de la historia,
esto es de la sociedad humana. La racionalidad del discurso fascista no puede
ser explicada más que con relación al principio que lo rige: y este principio
por otra parte no es sino la tridimensionalidad del tiempo de la historia.
Cuando el fascismo habla en términos de lenguaje recibido, se afirma
conservador (o reaccionario) y simultáneamente revolucionario (o progresista),
precisamente porque estos términos no describen ya direcciones opuestas del
devenir en el seno de un tiempo tridimensional. En el fascismo, el reclamo a un
pasado mítico, elegido entre otros pasados posibles, coincide con la elección
misma del proyecto del porvenir: la elección de lo devenido no es otra cosa,
por así decirlo, que la memoria misma del porvenir proyectado y, a la vez, la
actualidad que en él revive, vive y siempre se apresta a vivir. Aquí está
también la razón de la complicada relación que los propios pensadores y hombres
políticos fascistas mantienen con la denominada tradición, cuando no han adquirido
aún clara conciencia del sentimiento del tiempo que sin embargo les anima. Pues
resulta que ellos siguen pensando la tradición a la cual se refieren como si
esta existiese y tuviera significado independientemente de la elección que han
realizado. Todo movimiento fascista se ha reclamado siempre de un origen, y con
él, de una tradición: romanidad en el fascismo mussoliniano, germanidad en el nacionalsocialismo,
realeza católica de un catolicismo que es aquel imaginario del dios rubio de
las catedrales en el fascismo maurrassiano, y así más. Si la relación de ciertos
fascistas con la tradición resulta complicada, no es más -repito- porque no se dan
cuenta de lo que entienden por tradición.
Por otra parte, es fácil
constatar que los movimientos fascistas se reclaman siempre de una tradición
perdida o cuando menos sofocada y en mortal peligro. Esto, pensándolo bien,
significa que los movimientos fascistas preferían de hecho - frente a una
tradición afirmada predominante en el seno de una sociedad dada- una tradición muerta
o, en su defecto, reprimida y condenada a vivir subterráneamente, viva solamente
en un restringido círculo de iniciados. El reclamo fascista de la tradición es así
de hecho elección contra la tradición afirmada en las instituciones sociales y
en las costumbres de las masas, y es elección de una tradición perdida, de una
tradición que en realidad ha dejado de ser tal. Precisamente porque el origen
elegido no es ya el socialmente afirmado, los movimientos fascistas cuando
llegan al poder se vuelven notablemente pedagógicos con la pretensión de forjar
el hombre nuevo de una tradición venidera que todavía no es. Adversarios del fascismo
han hablado a este respecto -cito a Hans Mayer- de "detestable confusión
del pasado y porvenir, de nostalgia de los orígenes y utopía del futuro".
Pero lo que para los adversarios del fascismo aparece como detestable desde un
punto de vista ético y desde el punto de vista de la racionalidad, es precisamente
la esencia del fascismo, es la concepción nueva del tiempo de la historia, de un
tiempo tridimensional en el que pasado y futuro, origen y fin histórico, no se contradicen
y oponen, sino que por contra armoniosamente juntos constituyen, con la actualidad,
el presente mismo de la consciencia histórica nueva alcanzado por el hombre nuevo
fascista.
La concepción sobrehumanista del tiempo,
decía, vuelve manifiesta la libertad histórica del hombre. Esta libertad
histórica del hombre conlleva el enfrentamiento y la lucha en el cuadro de un
destino heroico y trágico a la vez. Toda acción histórica en vista de un fin
histórico es libre, no depende de otra cosa que de sí misma y de su éxito, no
está escrita, por consiguiente, en ninguna fatalidad. La historia misma de la
humanidad es libre, no predeterminada, porque se deriva de la libertad histórica
del hombre.
La historia es siempre, en todo
su presente, elección entre posibilidades opuestas. El fin mismo de la historia
es una posibilidad, justamente porque el hombre es libre en todo momento de
elegir contra la propia libertad, libre de abolir la propia historicidad, libre
de poner fin a la historia. Esta es la elección nihilista de la cual hablaba Adriano
Romualdi en la conclusión de su ensayo sobre Nietzsche, la elección realizada consciente
o inconscientemente por el campo igualitarista. La otra elección es la elección
de la propia historicidad humana, elección -como decía Martin Heidegger- de un
nuevo "más originario origen", que es también un nuevo origen de
historia. Escoger esta posibilidad significa escoger a los míticos antepasados
que eligieron en favor de la historia, y al mismo tiempo significa querer
convertirse en los antepasados de una humanidad nueva, regenerada.
Las últimas palabras del ensayo de
Adriano Romualdi sobre Nietzsche son una cita de algunos versos de Gottfried
Benn, poeta particularmente estimado por él. Querría, en su nombre recordarlas hoy:
"Y al final es preciso
callar y actuar
sabiendo que el mundo se derrumba
pero tener empuñada la espada
para la última hora..."
Callar: porque nuestro discurso
-fuera de nuestras catacumbas- es discurso fuera de la ley. Pero aun callando
actuar en obediencia a aquel principio y a aquellos ideales que, desde siempre
son los nuestros.
(1) Nota de Elementos: La
mención que hace el autor a la Revolución Conservadora que se hace no se refiere
a las políticas liberales ejercidas a comienzos de los años 80 por los
gobiernos de Thatcher y Reagan ni a sus ideólogos, sino que hace mención a los
intelectuales que a comienzos de este siglo plantearon en Alemania una
alternativa teórica al capitalismo y al marxismo y que en opinión del autor constituye
el particular Fascismo alemán del que el nacionalsocialismo sería una de sus formas.
Ver por ejemplo Die Konservative Revolution in Deutschland, 1918-1933 de Armin
Möhler o Konservative Revolution. Introducción al nacionalismo alemán, 1918- 1932
de Giorgio Locchi y Robert Steuckers.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario