viernes, abril 12, 2019
Totally Cableado, las entrevistas/Ono-Lennon, Cambridge 69/John Coltrane vive, x Lester Bangs
Un ser querido me trajo el libro de
entrevistas que hizo Simon Reynolds para su opus sobre el “post punk”: Romper
con todo y empezar de nuevo (editado acá al lado de la cordillera por los chicos
de Caja Negra). Este se llama “Totally wired”, título de una de las mejores
canciones de The Fall por allá por los viejos tiempos antes de MTV y el grunge
y toda la debacle posterior.
Larga lista de personajes
entrevistados. Muchas cosas que aprender y sabrosísimos detalles. Leyendo esto
pensaba que al final es en este tipo de literatura donde uno se siente literalmente
“en su salsa”. Y cuando escribo “Uno” estoy pensando en todo el universo de
almas gemelas que sienten que la música grabada y reproducida a un volumen adecuado
es una de las experiencias artísticas más completas, pues la vibración
atraviesa todos los poros, células y moléculas de tu cuerpo/a.
Algunas cosas que he aprendido en
lo que llevo de lectura:
-La palabra “punk” puesta en un
afiche fue invención de Alan Vega (de Suicide) en 1971: PUNK MUSIC MASS. Pero
reconoce que tomó el término de un escrito del “gran escritor Lester Bangs”
sobre Iggy y los Stooges.
-Los consejos de Jah Wooble (PIL)
para tocar ese bajo grave y profundo que caracteriza su sonido dub/punk, son:
no cambiar nunca las cuerdas; acariciarlo, no percutirlo; quitar todo el “tone”
en la perilla del instrumento; hacer líneas de bajo que se “vean” bien al ser
ejecutadas, buscando formas interesantes de movimiento de los dedos entre los
trastes.
-Las Raincoats se formaron justo
después de que Anna Da Silva viera a Patti Smith, y Gina Birch a las Slits.
Gina (bajista/vocalista) dijo que sintió celos cuando las vio, por su energía,
look y actitud, y se dijo: “amaría haber hecho esto!” Nunca antes había pensado
en tocar un instrumento.
-Los Banshees no se consideran “góticos”.
El bajista, Steve Severin, dice que por “gótico” él entiende cosas como Marilyn
Manson.
-Y a propósito de eso, Gina Birch
dice que si bien ellas eran algo así como lo que ahora se llama post punk, en
1978 sentían que estaban haciendo puro y simple punk rock!
-Gerard Casale, de Devo, estaba
en el mitin en la Universidad de Kent el 4 de mayo de 1970 en que la Guardia
Nacional disparó y mató a dos estudiantes, entre ellos su amiga Allison Krause.
Vio a la chica en el suelo, ya muerta, boca abajo con un orificio de salida en la espalda. Hubo
un llanto colectivo. En ese momento se dio cuenta que los 60 se habían acabado,
y el sueño hippie se había ido a la mierda. Luego de eso las opciones eran
unirse al Weather Underground o dedicarse a resucitar el espíritu Dadá a través
de la creación de una nueva forma de arte y performances. De ahí la idea de Devo
como involución, o “devolution”: no una concepción apologética, sino crítica.
No me acuerdo de más trivia
melomaníaca, pero me alegra haberme topado con una traducción por Oliver Allen,
hecha en el 2008, de “John Coltrane Lives”, de Lester Bangs. Uno de sus mejores
y más hilarantes escritos de los 70. Acá va, tomada del blog Traductor Escriba Plagiario. ¿Qué podemos escuchar mientras leemos esto? Aparte de Coltrane mismo,
no estaría mal la sesión de Ono/Lennon confluyendo con un puñado de improvisadores,
Cambridge 1969. Hermoso! Y lo mejor es que toda la gente normal lo odia!
Lester Bangs: John Coltrane vive (Creem Magazine, 1972)
Todo comenzó de forma tan simple. Nunca esperé que terminara
en este pantano de complicaciones.
Estaba matando el tiempo una mañana de lunes, tocábamos y
bebíamos oporto con mis amigos Roger y Tim. Estábamos empezando una banda de
rock al estilo Stooge que en distintas ocasiones había sido nombrada Crime
Desire, Cannibal Rape Job, Romilar Jag, Cigar Box Joe Cob & the Clap, y que
actualmente se llama National Dust, puesto que estamos pasando por nuestra
etapa de volver a lo rudimentario. Tim toca la guitarra rítmica, Roger canta y
toca flauta, y también tenemos a otros tipos que no están presentes esta noche
para la guitarra principal y el bajo, aunque nuestro baterista hace poco se fue
porque éramos demasiado para él. Yo toco la armónica y canto algunas de las
canciones. Esta noche estábamos ensayando algunas de mis nuevas y originales
piezas como “Please don’t burn my Yoyo,” “A race of citizens,” “He gave you the
finger, Mabel,” “After my misspent youth”, y “Barracuda Anthem,” que era mi
propia filípica juvenil revolucionaria delincuente.
¡Oye, hijo de puta!
¡Oye, hijo de puta!
Todo lo que haces es sentarte en tu culo
Sale a las calles y demuestra que eres un hombre
Hemos estado inmóviles mucho tiempo
Es hora de jalar la palanca
¡Sobre esos que le han robado el piso a pies nonatos por siempre!
¡Oye, hijo de puta!
Todo lo que haces es sentarte en tu culo
Sale a las calles y demuestra que eres un hombre
Hemos estado inmóviles mucho tiempo
Es hora de jalar la palanca
¡Sobre esos que le han robado el piso a pies nonatos por siempre!
Ensayando con sólo tres miembros de la banda y una guitarra
no era la empresa más fácil del mundo, pero se fue relajando a medida que nos
emborrachábamos. Cuando las cosas comenzaron a cocerse estaba inmerso en una
ráfaga de inspiración que me pareció brillante en el momento pero que no era
otra cosa que un final espantoso.
Soplando y encogiéndome en mi Hohner Marine
Band, miré alrededor del cuarto de Roger, lleno de manuscritos manchados,
revistas de desnudos hechas pedazos, botellas a medio vaciar y álbumes con
manchas de vino en las carátulas, cuando de pronto vi apoyado una esquina,
cubierto de polvo, un viejo saxo alto que Roger le había pedido a su cuñado hace
muchos meses con la intención de escalar desde la flauta, aunque nunca pudo
entenderlo bien.
Instantáneamente boté la armónica, que de todas maneras era
una paleta demasiado limitada para un artista experimental, y tomé el saxo.
Sólo sostenerlo en mis manos y jugar con las teclas fue como una revelación que
me transportó a mis días en el colegio y a las lecciones que tomaba con otro
saxo prestado. Sentado en el salón de ensayos de la tienda de música con mi
paciente y laborioso instructor que me enseñaba las escalas y a usar la
embocadura cuando lo único que yo quería era soltarme en un quemante soplido
del Bronx que hiciera volar el techo. El saxofón siempre ha sido un símbolo de
poder para mí. Desde esos días en que por primera vez me sentaba a estremecerme
y rockear con piezas como Africa/Brass de John Coltrane
mientras miraba sumergido en asombro las fotografías del tipo en su chaqueta,
inundado en luces púrpuras y amarillas, bufando el testamento más honesto de la
historia con ese saxo grande y atronador.
Los días en que me devolvía a casa fingiendo un resfrío me
ponía a escuchar a Trane lo más fuerte que podía aguantar mi equipo Sears
Silverstone, y me paraba en un taburete a leer “Howl” de Allen Ginsberg al tope
de mis pulmones, imaginando que estaba en un café de North Beach o Greenwich
Village. La música era mi combustible, aunque con pena me daba cuenta que en el
núcleo era un muchacho verbal. En la ducha bailaba golpeteando pianos
imaginarios, baterías, luego guitarras, pero especialmente saxos, copiando a
mis héroes en improvisaciones atonales de 20 minutos que se elevaban en los
clímax más relampagueantes cuando se acababa el agua caliente.
También tomé clases con instrumentos reales en distintos momentos: guitarras, pianos, trompetas, baterías y el anteriormente mencionado saxo, nunca alcanzando mucho éxito porque estaba muy encendido con los imperativos de mis canciones internas para molestarme en aprender tonterías de libros para principiantes como “Old Black Joe” y “My Bonnie.” Por las tardes practicaba las escalas con mi saxo alto por cinco o diez minutos, sintiéndolas deslizarse ineludiblemente hacia improvisaciones, rechinando un rato para después prender un Chesterfield, apoyarme encorvado en el respaldo del asiento con mi hacha descansando casualmente sobre mis piernas cruzadas, con los dedos de una mano aún sosteniendo las teclas, escuchando mis álbumes de Jackie McLean, soñando. Después comencé a fumar hierba, y mediante los azarosos y perfectos fraseos eufóricos me las pude arreglar con “Summertime” de Gershwin. Una tarde me uní a una banda del estilo Johnny and the Hurricanes, pero no podía tocar “Night Train” o “Let’s Get One.” Aunque sí podía rechinar, incluso con la lengüeta rota y su punta mordida y astillada por lo menos unos cuantos centímetros.
La lengüeta del saxo del cuñado de Roger estaba nueva pero
rígida y polvorienta, probablemente nunca la habían usado. Un músico
“profesional” la hubiese sacado y soplado hasta que estuviera lista para
ofrecer el tono apropiado, pero yo estaba en demasiado apuro para molestarme en
hacer cualquiera de esas mierdas de conservatorio Juilliard. De todos modos,
hay algo infantil en chupar un trozo de madera. Simplemente hice aullar la
maldita cosa desde el rincón de la habitación y empecé a hacerlo trabajar,
¡HONK! ¡BLAT! ¡SQUEEE¡ rizando las yemas de mis dedos que luchaban contra las
teclas, arrancando vocalizaciones rasposas, experimentando con estridentes
redundancias rítmicas de una o dos notas, cruzas bop jive entre Illinois
Jacquet y Albert Ayler y ligados afines a los fraseos de la guitarra de los
Stooges. Para mí, sonaba excelente, y Roger y Tim estaban endiabladamente
entusiasmados al principio, pero después de 10 o 15 minutos comenzaron a
hastiarse, dejaron de tocar, y miraban las pelusas del suelo o el show de “Dick
Van Dyke” en el televisor silenciado entre tragos y tragos de oporto. No es que
me molestara en lo más mínimo, el flujo de mi fuerte energía inspiradora es tan
constante y sostenido que en verdad no espero que ninguno de mis pares puedan
seguir mi ritmo. Ahora, si estuviera fraseando con Trane o Pharoah…
De todos modos, la noche terminó en una confusión completa
una vez que todos nos emborrachamos tanto que llegamos a ese estado, a veces
bendito, a veces desastroso, de inconciencia ambulatoria en el que tienes que
hacer llamadas telefónicas al día siguiente para poder asegurarte (con la
esperanza) de que no te hayas tropezado en alguna absurda metedura de pata.
Vagamente recuerdo a Tim llevándome a casa en su auto mientras yo seguía
graznando y chirriando en el saxo, con cada nota tornándose más y más
incoherente, hasta que finalmente estaba soplando una única nota aislada con
una sonrisa dibujada mientras la tocaba, hasta que Tim me gritó que me callara,
carajo, a lo que repliqué “debes estar bromeando”, y sólo me detuve para
escabullirme del auto, arrastrarme hasta las escaleras de mi departamento y
caer vestido en el total olvido de mi cama.
Esa noche tuve un sueño extraño y maravilloso. Fue uno de
los mejores sueños de toda mi vida. Estaba frente a un gran auditorio modelado
a partir del pequeño teatro de mi colegio. Estaba lleno hasta los rincones
polvorientos con gente, y yo estaba parado completamente solo en el escenario
con mi saxo, toqueteándolo y espetando en cada modo posible, soplándolo de la
forma más distorsionada y loca que incluso yo he escuchado en mi vida. La
audiencia se estaba impacientando, e incluso se comenzaban a escuchar unos
leves murmullos, pero de pronto me asaltó una sensación muy extraña, y me di
cuenta de un golpe que la mano de Ohnedaruth (1) en
persona me acariciaba delicadamente la frente. En ese instante fui imbuido con
la visión profunda de que tocar más es tocar menos, que
estaba malgastando y disipando mis energías. Así que me relajé, y comencé a
aplicar mi soplido y la presión de mis dedos de una forma más calmada, más
consciente y meditativa. Y entonces el tono más inspirado, sublime comenzó a
emanar de mi instrumento, de mí. Era fantástico, era un
momento sagrado. Sonó exactamente como Pharoa Sanders. La audiencia se sentó
silenciada en medio del recogimiento. La gentil, potente corriente melódica
serpenteaba avanzando, haciéndose más divina en cada momento, era tan intensa
que casi se hacía transhumana. Mientras me acercaba al clímax me di cuenta de
que a partir de los giros y vueltas de la canción, de alguna forma había
empezado a tocar “Garota de Ipanema.” Pero de todas maneras sonaba bendita.
Me desperté al otro día con una de las resacas más notables
del mes, y con la memoria hecha un queso suizo. Contemplar el saxofón apoyado
contra la pared de mi propio dormitorio me dejó boquiabierto, e inmediatamente
llamé a Roger y exigí que me dijera “¿qué mierda hace este saxofón en mi casa?”
“No me preguntes a mí.”
“Bueno, y qué mierda pasó anoche?
“Te iba a preguntar a ti.”
“Bueno, y qué mierda pasó anoche?
“Te iba a preguntar a ti.”
No había esperanza de cognición. Es ese oporto de mala
calidad, te fríe el cerebro dejándotelo como el de un borrachín vagabundo. Por
eso es que les gusta tanto a los adolescentes. Roger dijo que él y Tim vendrían
a beber y a mirar un poco de televisión un poco más tarde, luego colgué y me
dispuse a recomponerme. En general no bebo en las mañanas, pero ese día la
calidad de mi borrachera era tan extraordinariamente intensa que casi estaba
ciego, así que pasé aproximadamente tres cuartos de hora dando vueltas en
círculo por la casa y mirando fijamente las manchas negras purpúreas en el
cielo antes de decidir lanzarme a desayunar Jack Daniel’s. Estaba bueno, y
mientras mi cabeza se despejaba me senté en la mecedora, al lado de la ventana
del living a jugar con el saxo, recordando mis días de Jackie McLean.
Finalmente puse mi boca en la embocadura y toqué un “TOOT” experimental. Nada
mal. Gradualmente, pensando en la vibración en mi cabeza, comencé a copiar unos
graznidos granjeros.
De pronto vi la proyección de una sombra pasar por la
ventana a mi lado. Dejé de tocar, me levanté silencioso, abrí una de las
persianas delicadamente como nunca antes y eché una ojeada. Ahí estaba mi
casera, su metro y medio de arpía canosa, con su bastón apoyada frente a la
puerta de mi habitación escuchando. Dejé el saxo en el suelo y me senté de
nuevo, con las manos cruzadas sobre el regazo, sin hacer ni un sonido hasta que
se fue.
Ya había tenido problemas con esta vieja aparición
anteriormente. Desde que los antiguos administradores, una pareja de jubilados,
se fueron porque el caballero sufrió un ataque al corazón y esta señora Brown
había llegado a reemplazarlos, ella y yo habíamos estado en pugna. La primera
vez todo había sido muy civilizado. Estaba escuchando The American
Revolution de David Peel & the Lower East Side a todo volumen y
ella llegó y muy dulcemente me dijo que un vecino se había quejado. Está bien.
Bajé el volumen. La vez siguiente fue por escuchar Sir Lord Baltimore. Escuché
todo un lado con los audífonos y los parlantes a la vez cuando me di cuenta de
que había estado golpeando la puerta con toda su fuerza por veinte minutos.
Cuando le abrí lanzó una diatriba con escopeta amenazándome con echarme, pero
mi sangre estaba tan encendida con retroalimentación Sir Lord Baltimoreana que
simplemente le grité y cerré la puerta en su cara.
Todo esto era complicado por dos cosas. Una era su hijo, un alfeñique con cara de bebé del tipo que se deja una franja de crema púrpura después de afeitarse y que se casó con la rubia (una socialité de centro de padres) más perra que encontró. El tipo estudió en el mismo colegio que yo, y gastaba gran parte de su tiempo enredado en peleas con ella. Entretenía a todo el edificio escucharla intimidarlo y oírlo quejarse. Ella siempre ganaba. Estaba claro que él todavía no salía de la falda de su madre, porque aceptaban vivir ahí sin que les cobrara, a pesar de que era evidente que su esposa la odiaba (aunque es cierto que parecía odiar a todo el mundo.)
El otro factor que hacía difícil para mí dejar la cagada
tranquilo era que el departamento justamente debajo del que ocupaba yo con mi
santa madre lo arrendaba otro tipo con el que fui al colegio: sin duda uno de
los tipejos más estúpidos y feos que he conocido, de nombre Butch Dugger, y
que, por esas casualidades de la vida, al crecer se había hecho policía. Un
niño que vive en el edificio una vez me dijo que había escuchado a Dugger decir
que me recordaba del colegio, que nunca le había caído bien, y que había
jurado, con sus palabras, “atraparme.”
No es que sea especialmente paranoico. Todo lo que sé es que una noche en que había invitado a un amigo a beber, me tocó el hombro justo en el medio de “Sister Ray” para decirme que alguien estaba tocando la puerta. Cuando abrí había CUATRO policías en uniforme esperando para decirme que alguien, no me quisieron decir quién, se había quejado por el ruido, y ya que eran más de las 10 de la noche de un domingo tendrían que tomar mis datos. Mi pieza estaba llena de humo de marihuana, y mi amigo estaba volado y en anfetaminas, así que se los di para que se fueran, y lo hicieron.
Pero todo eso ya había pasado, y ya no tenía drogas en la casa. Me irritaba que mi casera se parara afuera de mi hogar a espiarme en los Estados Unidos de América, donde un hombre tiene todo el derecho de tocar free jazz en medio de la tarde. Había escuchado a otros arrendatarios comentando cómo ella y su hijo habían sido sorprendidos a horas extrañas, sigilosamente al costado de las ventanas de otras personas, tratando de escuchar lo que pasaba adentro.
Me senté y lo medité un rato, llegando a la mitad de mi
conclusión en mi quinto vaso de Jack, y luego llamé a mi novia por teléfono
para divertirme un rato. Su hermana contestó y en vez de hablar comencé a tocar
inmediatamente con el saxo una chillona versión de “Mary tenía un corderito”
que hubiese enorgullecido a Yusef Lateef. Al principio estaba sorprendida,
pensando, supongo, que la llamaban para bromear, pero cuando le dije quién era
le entregó el teléfono a Candy, mi novia, y repetí mi actuación.
Para cuando llevaba la mitad de mi primera entrega, sin
embargo, mi casera había trotado por las escaleras (o al menos lo más cercano
al trote que se puede con un bastón). Hacía un buen acompañamiento rítmico, de
hecho, pero Candy y su hermana no podían oírlo. Cuando volví a tocar, la señora
Brown comenzó a gritar “¡Oigan, ahí adentro, paren ese bullicio y abran la
puerta ahora mismo!”
Pero terminé mi recital. Candy se estaba riendo cuando tomé
el teléfono y le dije que me esperara un segundo. Abrí la puerta con mi hacha
en la mano. La casera echaba humo. “¡Qué haces ahí adentro!”
“Estoy practicando con mi saxofón”, dije con una sonrisa de
inocencia, sosteniéndolo frente a mí para que lo viera. Esto no la calmó.
“¿Estás haciendo una fiesta de borrachos?”
Me estaba empezando a enfadar. Cada puta vez que me
interrumpía me acusaba de tener una “fiesta de borrachos”, y lo peor es que
nunca llega cuando las hago de verdad. Una vez me llamó un sábado en la noche y
me preguntó lo mismo mientras veía a un frívolo profesor universitario que se
parecía a Woody Allen interpretar tocatas de piano de un oscuro compositor
homosexual y después explicarlas en un tono pretencioso en la tele. “No”, le
mascullé con la adrenalina en ascenso, “sólo estoy tocando mi puto saxo como
puede ver.”
Ella puso su pie entre la puerta y la alfombra inclinándose hacia dentro del departamento. “¡No use ese tono ni ese lenguaje conmigo, joven!”
“¡No trate de meterse en mi departamento, no la he invitado!
¡Está invadiendo mi propiedad!” Los dos estábamos volviéndonos un poco locos.
Habíamos estado soñando esta confrontación por meses. Aunque yo casi nunca
estaba en el departamento; la mayor parte del tiempo estaba yendo a fiestas
borrachas en Los Angeles. Ella dijo: “¡Sabía que te debí echar de aquí hace
tiempo, truhán!”
“¡Pero no lo hiciste, vieja puta! dije con una carcajada,
mis ojos estaban a punto de saltar de mi cabeza. “¡No lo hiciste!”
“Oooh,” farfulló alzando su pálido y pequeño puño y su
quebradizo y viejo brazo en el aire. “¡Te voy a…te voy a golpear!”
“¡Adelante!” le aullé. De verdad estaba empezando a
afectarme. Me podía ver demandando a una anciana tullida de 78 años por
agresión.
“¡Voy a llamar a la policía!”
“¿Para acusarme de qué?” rebuzné.
“¡Por alterar la calma… por molestar a los arrendatarios de mi edificio!”
“¡Eso es mierda,” le dije, “porqué no te callas y te vas y dejas de molestarme. En dos semanas más me voy para no tener que verte otra vez tu cara fea!”
“¡Te doy tres días para que te vayas!”
“¡Que te den por el culo, no puedes hacer eso!”
“¿Para acusarme de qué?” rebuzné.
“¡Por alterar la calma… por molestar a los arrendatarios de mi edificio!”
“¡Eso es mierda,” le dije, “porqué no te callas y te vas y dejas de molestarme. En dos semanas más me voy para no tener que verte otra vez tu cara fea!”
“¡Te doy tres días para que te vayas!”
“¡Que te den por el culo, no puedes hacer eso!”
Estaba realmente frustrada; comenzó a tratar de agarrarse de donde pudiera. “¡Voy a decirle a tu mamá las cosas que haces!”
“¿Y qué?”
“¡Voy a mandar a mi hijo para que te saque la mierda!”
"¡Já, el maricón de tu hijo no va a hacer nada!” gruñí, y cerré la puerta de un portazo. Se fue, y volví a tomar el teléfono. Candy esperaba perpleja: “¿Qué fue todo eso?”
“Nada,” me reí, “mi casera está realmente loca”. Aunque yo
no estaba en la mejor condición. Mi resaca me tenía tiritando por todos lados y
mi voz sonaba temblorosa.
Pero sabía que todo iba a estar bien. No toqué el saxo de
nuevo, aunque mientras seguía bebiendo me embarqué en infinitas fantasías de
futuras confrontaciones con ella. Eventualmente Roger y Tim llegaron y fuimos a
comprar más bebida, a pesar de que Tim había vuelto a su antiguo régimen de
anfetas y metanfetas. De hecho, trajo sus pastillas para mostrármelas orgulloso
y con torpeza dejó caer la bolsa. Las pastillas rodaron esparciéndose por todos
lados. En la condición en que estaba sólo pudo recuperar tres cuartos de ellas.
Hice una nota mental de las que rodaron bajo el colchón y la silla para
recogerlas después.
Después de tomarse las que pudo encontrar, tomó el saxo, y aunque le había contado mi episodio con la casera, Tim sopló algunos bocinazos pedorrientos. Roger lo interrumpió “no hagas eso, viejo, no queremos líos.”
“Sí”, le dije, “¿Qué le vas a decir a mi casera si viene a
golpearnos la puerta?”
“¿Cómo que qué? ¡Se lo damos y le decimos ‘toma, si crees que puedes tocar mejor, inténtalo!’”
“No”, le gritamos los dos, “¡no! Cálmate.” Y estando calmados, él y Roger comenzaron a improvisar tranquilamente con la guitarra y la flauta. Al principio los escuché, sorbiendo mi Jack con agua, pero mientras más escuchaba más ganas me daban de tocar también. Finalmente, sobrecogido por la musa y el trago, grité “¡Qué se joda!” Y tomé el saxo y me puse a maullar.
“¿Cómo que qué? ¡Se lo damos y le decimos ‘toma, si crees que puedes tocar mejor, inténtalo!’”
“No”, le gritamos los dos, “¡no! Cálmate.” Y estando calmados, él y Roger comenzaron a improvisar tranquilamente con la guitarra y la flauta. Al principio los escuché, sorbiendo mi Jack con agua, pero mientras más escuchaba más ganas me daban de tocar también. Finalmente, sobrecogido por la musa y el trago, grité “¡Qué se joda!” Y tomé el saxo y me puse a maullar.
Esta vez le tomó menos tiempo que la vez anterior llegar
hasta arriba. Probablemente estaba sentada en su departamento, igual que yo,
preguntándose cuándo tendríamos otra oportunidad para enredarnos de nuevo. Qué
romántico. Ahora golpeaba la puerta con ambos puños, chillando al tope de sus
pulmones. Abrí la puerta, igual que antes, con mi saxo en las manos. Pero esta vez,
Trane acarició mi frente una vez más, y no necesité míseras palabras para
responder.
“¡Te dije que terminaras con el bullicio…!”
¡HONK!
“¡No voy a aguantar más de tus…!
¡HONK! ¡HONK! ¡HONKHONKHONKSQUAKSQUONK!
“¡Suelta esa maldita cosa y escucha…!”
¡SQUEEEE-ONK! ¡SHRIEEEE! ¡GRUGHRRGLONK-EE-ERNK!
“¡Te dije que terminaras con el bullicio…!”
¡HONK!
“¡No voy a aguantar más de tus…!
¡HONK! ¡HONK! ¡HONKHONKHONKSQUAKSQUONK!
“¡Suelta esa maldita cosa y escucha…!”
¡SQUEEEE-ONK! ¡SHRIEEEE! ¡GRUGHRRGLONK-EE-ERNK!
Me acerqué hacia ella con el saxo apartándola de la puerta,
deteniéndome sólo para tomar aire. Se dio vuelta y huyó. “Está bien,” jadeó
mientras corría hasta la puerta de su departamento, se metía y abría la cortina.
“Voy a llamar a la policía.”
No sé qué se me metió. En parte era la bebida, en parte pura
inspiración y rabia y una declaración frente a mi inalienable derecho a tocar.
La perseguí por el pasillo, sin dejar de aullar, hasta su departamento. La
alcancé mientras tomaba el teléfono y sonreí al ver el terror en sus ojos
mientras avanzaba hacia ella soplando como un huracán. ¡Rockeando!
“¿Cuál es el problema, señora?”
Era Butch Dugger parado en la puerta, en polera, sosteniendo
un sándwich de atún a medio comer, enfurecido por haberlo sacado de su
televisor en su día de descanso.
“Este tipo,” jadeó, “¡me está atacando! ¡Parece un perro
bravo. ¡Sáquelo de aquí!”
“Enseguida, señora” dijo Butch con los dientes apretados,
dejando su sándwich a un costado de un tulipán de porcelana en la mesa del
living. Entonces vino y me tomó doblándome los brazos por detrás de la cabeza y
torciéndolos hasta que dejé caer el saxo que se golpeó en la alfombra. Mientras
me empujaba hacia fuera, pude ver que ella iba a la cocina, tomaba una
servilleta y la ponía bajo el sándwich. Escuché que Dugger le pidió que llamara
a la policía y le dijera al Oficial Betancourt que él, el Oficial Dugger,
solicitaba que vinieran.
Me empujó por las escaleras, me lanzó de cara al piso y
sentí su rodilla en mi espalda. Mientras estaba ahí masticando pasto escuché un
portazo; su esposa que le traía las esposas. Con su rodilla aún en mi espalda,
me las puso y me levantó. Pude ver a Tim y a Roger al otro lado de la calle,
moviéndose sigilosamente en dirección a su auto. No estaban mirándome y no los
culpé.
Un minuto después llegó una patrulla rugiendo, dos policías
se bajaron saltando y corrieron hacia nosotros como si se tratara de una
emergencia de gravedad. Uno traía su bastón en la mano. La señora Brown debe
haber hecho una buena llamada. Dugger dijo: “Aquí está. Asalto con intención de
agresión, quizás intento de violación, quizás algo más. Cuidado con éste, es un
enfermo. Creo que ha estado tomando LSD. Voy a conseguir una orden de cateo,
creo que he olido marihuana salir de su departamento en alguna ocasión.”
Así que me llevaron y me arrestaron. Por asalto y
eventualmente por posesión de drogas peligrosas, y me lanzaron al calabozo. Me
senté y prendí un cigarrillo, y un tipo negro de unos treinta años con pinta de
rudo me pidió uno. “¿Porqué te trajeron?”
“Por estar adelantado a mi tiempo”.
“Por estar adelantado a mi tiempo”.
Simplemente me miró. Por un segundo pensé que se largaría a
reír, pero no lo hizo. “Sí,” dijo. “A mí también.”
(1) Sri Rama Ohnedaruth fue el nombre
que se le otorgó a John Coltrane cuando se acercó al hinduismo.
Etiquetas: 68, 77, Bangs, critica de la economía política, free chant, free jazz, punk rock, ruido horrible
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