lunes, febrero 13, 2023
El capitalismo hoy (y antes también), según Nancy Fraser
La siguiente «reseña»/resumen
del libro de Nancy Fraser Cannibal Capitalism. How Our System Is
Devouring Democracy, Care, the Planet –and What We Can Do about It (Verso,
Londres y Nueva York, 2022, 190 págs.) hecha por Fernando Lizárraga fue publicada
por lxs compañerxs de Kalewche y me pareció lo suficientemente interesante para
reproducirla íntegramente acá. Sólo los destacados en negrita han sido
agregados para reforzar ciertos puntos que nos parecen clave. La lectura atenta
toma un cierto lapso de tiempo, que se acompaña bien escuchando “Unit Structures” de
la Cecil Taylor Unit (1966).
El capitalismo es un sistema
social caníbal. Devora ritualmente sus propias fuentes de sustento, se alimenta
de seres y recursos que están en su periferia (como un agujero negro canibaliza
a otros cuerpos celestes) y se come a sí mismo como el Uróboro. Con estas
imágenes, Nancy Fraser inicia su nuevo libro: Capitalismo caníbal. Cómo
nuestro sistema está devorando la democracia, el cuidado y el planeta –y qué
podemos hacer al respecto. A lo largo de seis capítulos, Fraser ofrece una
renovada visión panorámica del capitalismo, sobre coordenadas estructurales e
históricas. Se trata de una mirada muy amplia y general –pero no caprichosa–,
la cual es, vale decirlo, muy bienvenida. Sucede que el culto a lo micro
(síntoma y peste de la posmodernidad) hace que se mire con sospecha cualquier
intento de gran relato. Y Fraser se atreve a brindar precisamente eso: un gran
relato con una nueva gran concepción, tanto del capitalismo (capítulos 2-5)
como de un nuevo socialismo (capítulo 6). Suficiente entonces para quienes
protesten que Fraser no repara en tal o cual detalle, en tal o cual dato, en
tal o cual sutileza, en tal o cual frase tachada en una carta perdida que Marx
le envió a su yerno. Y basta ya, también, de cosas como: “Representaciones de
la lucha de clases en contexto de pandemia en el barrio que está al otro lado
de la vía en la localidad de Sauce Quemado, entre el 1 y el 5 de diciembre de
2020. Una aproximación exploratoria, tentativa y preliminar”. Lo que sigue es,
más bien, un apretado resumen del libro y no una reseña crítica en sentido
estricto (quiero evitarme, también, la insufrible crítica de la crítica
crítica).
Al concebir al capitalismo como
un sistema omnívoro (capítulo 1), Fraser afirma que hace falta ampliar la
concepción tradicional, predominantemente marxista, del capitalismo.
Dirigiéndose a los “ancianos” (elders) del marxismo, les reprocha no
haber incorporado suficientemente los reclamos raciales, ecológicos,
feministas, poscoloniales, etcétera, por lo cual no pudieron captar la
dimensión cabal de la crisis de nuestra época. Es la conocida acusación al
economicismo que se concentra demasiado en el punto de la producción. Al mirar
aquello que está detrás de Marx, Fraser observa que el capitalismo no es un
sistema económico sino mucho más: un “orden social institucionalizado”. En la
teoría marxista ortodoxa, dice Fraser, el capitalismo se define por la
propiedad privada de los medios de producción, la existencia de un mercado
laboral “libre” en un doble sentido (no esclavizado y sin medios de producción
propios), la auto-expansión del valor y el predominio del mecanismo de mercado.
Todo esto es lo que Marx se jactaba de haber revelado tras penetrar en la
“oculta sede de la producción, en cuyo dintel se lee: ‘Prohibida la entrada
salvo por negocios’”. Fraser quiere ir más allá de esa sede oculta, curiosear
en lo que hay detrás y revelar que allí están las “condiciones de trasfondo”
sobre las que se erigen los elementos centrales del capitalismo.
Para empezar, hay que determinar
de dónde viene el capital; y aquí, siguiendo a David Harvey, Fraser afirma que
la acumulación primitiva es un proceso que aún continúa. Así, marca un contraste
clave entre la explotación y la expropiación; la primera es el relato visible,
la segunda es la historia invisible. Hay aquí un primer cambio epistémico. El
secreto dentro del secreto es que “detrás de la coerción sublimada del trabajo
asalariado, reside la violencia del robo directo” (p. 8). Marx describió el
proceso de expropiación, pero no lo teorizó suficientemente como condición
permanente de la explotación. Para Fraser, este es el punto nodal: oculto tras
lo oculto está la continua expropiación, como precondición de la explotación.
La explotación, que se hace bajo la apariencia del contrato, es posible gracias
a la confiscación que opera sobre otros. Escribe Fraser: “[l]os trabajadores
doblemente libres transforman las saqueadas ‘materias primas’ con máquinas que
son impulsadas por fuentes de energía confiscadas. Sus salarios se mantienen
bajos gracias a la disponibilidad de alimento producido por trabajadores
rurales endeudados, en tierras que han sido robadas, y de bienes de consumo
producidos en los sweatshops por ‘otros’ no-libres y
dependientes, cuyos costos de reproducción no están totalmente recompensados. La
expropiación, entonces, subyace a la explotación y la vuelve rentable. Lejos de
estar confinada a los inicios del sistema, es un elemento intrínseco de la
sociedad capitalista, tan constitutivo y estructuralmente afincado como la
explotación” (p. 15).
Esta diferenciación entre las dos
«equis» (explotación y expropiación), insiste Fraser, supone una
diferenciación clave en la composición de la estructura y la dinámica de
clases. Por un lado, están los trabajadores explotables y, por otro, los
expropiables. Los primeros gozan de derechos ciudadanos, cierta protección
estatal y disponen de su fuerza de trabajo; los “otros” expropiables, en
cambio, no tienen defensa y pueden ser violentados sin miramientos. Aunque son
todos integrantes de las clases productoras, existen “dos categorías de
persona”: los que simplemente pueden ser explotados y otros que están
destinados a la expropiación. Esta, dice Fraser, es otra línea de fractura
institucionalizada en el capitalismo actual, “estructuralmente enclavada como
aquellas [que existen] entre producción y reproducción, sociedad y naturaleza,
y cuerpo político y economía” (p. 16). Más aún, para la autora, la dupla ex–ex corresponde
casi exactamente a la “línea de color global”, en cuyo Sur conceptual están las
poblaciones racializadas, quienes sufren las mayores opresiones, desposesiones,
genocidios y otras injusticias estructurales del imperialismo (además de
sobrellevar el peso mayor de la huella ecológica del sistema).
El segundo desplazamiento
epistémico va desde la producción social a la reproducción social. Esta última
es, nuevamente, condición de trasfondo de la primera: incluye esencialmente el
trabajo reproductivo, la interacción que produce personas y lazos sociales, y
las tareas de cuidado en general. Esta oculta sede detrás de la oculta sede es
precondición del capitalismo; se despliega fuera del mercado laboral, pero es
necesaria para su existencia. La reproducción social, en suma, es indispensable
para la producción de mercancías. Esta división está profundamente engenerizada
en perjuicio de las mujeres y no es una constante histórica, sino resultado de
la propia dinámica del sistema. El capitalismo caníbal, alega Fraser, no hace
otra cosa que devorar las propias fuentes de la reproducción social, sin
reposición, cancelando así sus propias condiciones de reproducción.
La misma lógica se aplica, en
tercer lugar, a la relación con la naturaleza, la cual es canibalizada como
precondición para la dinámica de producción capitalista. La naturaleza –que
Fraser define en tres acepciones en el capítulo 4– es concebida como una fuente
inagotable de recursos “gratuitos”, capaz de renovarse permanentemente. Marx
oportunamente habló de la fractura metabólica, recuerda Fraser
–quien sigue la obra ecosocialista de John Bellamy Foster y Michael Löwy, entre
otros– y denunció la ineficacia y la depredación en las prácticas agrícolas.
Pero la ruptura se ha hecho más aguda y los cercamientos no cesaron, puesto que
el capitalismo sigue adueñándose y transformando la naturaleza, ya no con muros
sino con patentes de propiedad intelectual. La crisis ecológica que este
derrotero ha generado es evidente y atraviesa los diversos regímenes de
acumulación capitalista en el tiempo. Por último, en el ámbito político, el
capitalismo caníbal también se engulle las normas e instituciones que ha creado
para su propia reproducción. La división entre el poder económico y el poder político
es cada vez mayor, no solo a nivel doméstico sino –y sobre todo– a nivel
internacional, de modo que la gobernanza global en manos de las grandes
corporaciones mina las propias condiciones de reproducción del capital. Y esto
ilumina, enfatiza Fraser, el hecho de que el ámbito político también es una de
las condiciones de trasfondo sobre las que se erige la posibilidad del
capitalismo.
Para Fraser, todas estas
condiciones de trasfondo son “no-económicas” y es preciso situarlas en el
centro de una concepción socialista, a la par de la explotación; en otras
palabras, hay que resituar la narrativa marxiana sobre la explotación junto a
estas cuatro narrativas de trasfondo (expropiación, reproducción social,
ecología y poder político), con lo cual también pueden articularse de un modo
más claro las teorías (y luchas) emancipatorias feministas, ecológicas,
antiimperialistas y antirracistas. El punto, dice Fraser, consiste en
comprender que el capitalismo no es simplemente un sistema económico, sino
un tipo de sociedad; en rigor, la dimensión económica y mercantilizada es sólo
una parte, ya que la sociedad como totalidad “depende para su existencia de
zonas de no-mercantilización, que el capital canibaliza sistemáticamente” (p.
18). En suma, el capitalismo es un “orden social institucionalizado”
definido por un conjunto de separaciones interrelacionadas
(explotación-expropiación; producción-reproducción; economía-política; mundo
humano-naturaleza).
En función de estos dominios,
cada cual con su propia normatividad, también cambian la dinámica y la forma de
la conflictividad. A través de su historia, en el capitalismo se han librado
siempre “luchas de frontera” (boundary struggles), es decir, en torno a
las delimitaciones de los dominios mencionados. Pero estas zonas no-económicas,
afirma Fraser, no tienen un mero rol funcionalista, en el sentido de
posibilitar la expansión constante del dominio económico y su forma específica
de lucha de clases entre el capital y el trabajo; son dominios
interrelacionados y que a la vez tienen sus propias ontologías de práctica
social e ideas normativas. Y estas normatividades complejas, que son propias
del capitalismo, constituyen zonas de disputa y no siempre con ideas
anticapitalistas, advierte Fraser, ya que no son exteriores al sistema (22-23).
El capitalismo como sociedad tiene una tendencia constitutiva a la propia
desestabilización, esto es, a la crisis permanente y a comerse la cola, como el
Uróboro.
Tenemos entonces, según Fraser,
cuatro contradicciones en el capitalismo: la ecológica, la social, la política
y la racial/imperial, cada una como origen de algún tipo especial de crisis,
cada una vinculada inextricablemente una contradicción estructural entre la
economía y las condiciones de posibilidad del sistema. Nuevamente, recalca
Fraser, el sitio del conflicto es la frontera entre los distintos dominios,
esto es, entre producción y reproducción, economía y política, humanidad y
naturaleza, explotación y expropiación. Las luchas de frontera se dan, a
diferencia de la clásica lucha de clases, sobre el punto de separación de las
zonas no-económicas respecto de la economía. La lucha anticapitalista, enfatiza
Fraser, “es mucho más amplia de lo que los marxistas han supuesto
habitualmente” (p. 25).
Tras esta presentación general,
Fraser analiza con mayor detalle cada una de las formas de canibalización,
desde un eje estructural y un eje histórico, y a partir de una periodización
del capitalismo que distingue cuatro etapas, a saber: capitalismo mercantil,
capitalismo liberal-colonial, capitalismo administrado por el Estado, y
capitalismo neoliberal globalizado o financiero. Como veremos, cada una de las
contradicciones de trasfondo adquiere una forma específica en cada fase del
capitalismo.
En el capítulo 2, Fraser define
al capitalismo como un glotón que se regodea en el castigo sobre los pueblos
racializados y, por ello, afirma que es un sistema estructuralmente racista.
Fraser no ignora la gran tradición de marxismo negro, desde W. E. B. Du Bois
hasta Angela Davis o Cornel West, pero el terreno parece dominado por la ya
prolongada moda postestructuralista. Frente a la pregunta de si el capitalismo
es necesariamente racista, la repuesta de Fraser es que existen bases
estructurales para que así sea y que esto también ha variado a lo largo de la
historia. La base estructural es la combinación de explotación y expropiación.
El marxismo clásico vio con claridad el mecanismo estructural de la explotación
y de la dominación, pero no hizo lo mismo con la opresión racial y su
combinación con los anteriores, alega Fraser. Para la autora, Marx no le dio
suficiente importancia al rol del trabajo no asalariado, no-libre, y
dependiente, como tampoco a las configuraciones políticas que concedían
ciudadanía y derechos a los asalariados, pero no hacía lo propio con otros
agentes a los que les asignaba menor jerarquía. El trabajo dependiente y la
sujeción política, entonces, definen la situación de expropiación. Y esta
última está inextricablemente unida al racismo.
La expropiación, como
confiscación de capacidades y recursos –especialmente en la periferia, pero
también en las periferias internas de los núcleos capitalistas–, puede abarcar
muchos activos: trabajo, tierra, energía, seres humanos con sus órganos y
capacidades reproductivas, etcétera. La lógica de la expropiación es que baja
los costos y aumenta las ganancias de la explotación, al obtener recursos
baratos y brindar medios de subsistencia a bajo costo. Al confiscar a los
sujetos dependientes puede explotar mejor a los trabajadores doblemente libres.
“Detrás de Mánchester está Mississippi”, sentencia Fraser. En este punto, la
política y la economía se entrecruzan para delimitar la línea de color, ya que
son los estados mismos los que confieren ciertos derechos a los trabajadores
libres y los niegan a los sujetos dependientes de las periferias. El sistema
internacional de estados, obviamente, hace su trabajo. Y así, el núcleo en la
geografía imperialista está ocupado por los trabajadores mayoritariamente
blancos mientras que la periferia es el mundo racializado de no-ciudadanos, de
sujetos dependientes. Fraser señala que esta situación también refleja
dinámicas de lucha diferentes, ya que en el núcleo los antiguos campesinos y
artesanos “se convirtieron en ciudadanos-trabajadores explotables a través de
procesos históricos de compromiso de clase, que canalizaron sus luchas por la
emancipación hacia sendas convergentes con los intereses del capital” (pp.
38-39). Los expropiados, en cambio, no llegaron a tal compromiso y fueron
aplastados sin compasión. Esta separación contribuyó a que “la marca de la
‘raza’ [se convirtiera en un] signo de violabilidad” (p. 40).
En este tramo del capítulo 2,
Fraser comienza a situar las contradicciones de trasfondo
(explotación-expropiación, en este caso) dentro de los cuatro regímenes
históricos de acumulación. En tiempos del capitalismo mercantil –entre los
siglos XVI y XVIII–, explica la autora, se produce la expropiación que
corresponde a lo que Marx llamó acumulación primitiva, esto es, la expropiación
violenta de “cuerpos, trabajo, tierra y riqueza mineral” tanto en Europa como
en América y África. En esta etapa, casi todos los trabajadores son
dependientes; aún no ha surgido masivamente el trabajador doblemente libre. En
la era de capitalismo liberal-colonial, las dos «equis» (expropiación y
explotación) se vuelven más distinguibles, con la gran industria, la
consolidación del proletariado industrial en el núcleo y la profundización de
la opresión, expropiación y racialización de la periferia. El mundo queda claramente
dividido entre los sujetos dependientes racializados de la periferia y el
trabajador “blanco” explotable del núcleo. En la era del capitalismo
administrado por el Estado, la combinación de las dos «equis» se torna más
profunda, especialmente con el sistema de pago diferencial a favor de los
blancos, es decir, con una escala salarial dual. En el núcleo, emerge el grupo
que es simplemente explotado, ya que no es expropiado (excepto quizá en parte
de las tareas de cuidado), mientras que la población racializada sigue siendo
expropiada y explotada. En la periferia, los estados poscoloniales mantienen
–con algunas excepciones– los procesos de expropiación pura. Lo novedoso, dice
Fraser, es el surgimiento de casos híbridos de explotación y expropiación, que
preanuncian lo que vendrá en la siguiente etapa del capitalismo.
En efecto, en el actual régimen
de capitalismo financiero (o financierizado, para ser literales), se expande el
híbrido expropiación/explotación y hay un cambio geográfico y demográfico de estos
fenómenos. La herramienta predilecta del nuevo sistema es la deuda o el
endeudamiento, de estados, comunidades y personas. En la periferia, las
poblaciones son expropiadas por nuevas deudas y apropiaciones forzosas; en el
centro, por la precarización del empleo que desprotege nuevamente las tareas de
cuidado, volcándolas otra vez sobre las familias, las comunidades y,
especialmente, las mujeres. Hay, dice Fraser, un “nueva lógica de subjetivación
política” y, en consecuencia, emerge “una nueva figura, formalmente libre, pero
agudamente vulnerable: el trabajador-ciudadano-expropiado-y-explotado”
(p. 49), que ya no está relegado a la periferia, sino que es norma
(racializada) en el régimen de acumulación financiera. Y si bien el borramiento
de la distinción expropiación-explotación pareciera brindar las condiciones
para poner fin al racismo, la concomitante inseguridad existencial masiva es
pasto para la ansiedad y la paranoia que –alentadas de diversas maneras–
exacerban el racismo. Frente a esto, cobra mayor relieve la disociación en las
luchas sociales. Para Fraser, “aquello que se entendía como lucha de clases
era demasiado fácilmente desconectado de las luchas contra el esclavismo, el
imperialismo y el racismo, cuando no dirigido directamente contra ellas” (pp.
49-50); y lo mismo ocurría con las luchas antirracistas, que a menudo
despreciaban las alianzas con las luchas laborales. La propuesta de Fraser, va
de suyo, es unificar las luchas de frontera en su totalidad, de manera que haya
alianzas que se opongan frontalmente al capitalismo en todos sus planos.
El capítulo 3 se centra en el
capitalismo como “tragador del cuidado” e inspecciona “por qué la reproducción
social es un enclave principal de la crisis capitalista”. El punto central aquí
es que el capitalismo se devora las actividades de cuidado –que mantienen
familias, comunidades, sostienen amistades, generan solidaridades, etc.– cuyo
fin último es reponer individuos de la especie, ahora y en las futuras
generaciones. El sistema capitalista se come las energías destinadas
precisamente a reemplazar los individuos que el mismo sistema consume. Y este
es un tema relativamente nuevo, eclipsado por el interés predominante en
aspectos económicos y ecológicos, dice Fraser. Hay un colapso del cuidado (care
crunch) debido a otra contradicción fundamental del capitalismo: la
reproducción social es una condición de trasfondo necesaria para la
acumulación, pero el sistema sólo se ocupa de consumirla y generar repetidas
crisis de cuidado. Aquí se expresa, una vez más, la tendencia inherente del
capitalismo a canibalizar las zonas más allá de lo económico, las zonas
no-económicas o no monetizadas que son condiciones de trasfondo para su
existencia. El capitalismo saca ventaja indebida de esas zonas, generando crisis
tras crisis. Como las tareas de cuidado han recaído históricamente sobre las
mujeres, Fraser advierte sobre la “nube de sentimientos” con que se ha
revestido esta tarea y las diversas invenciones de la femineidad que la
acompañaron. En general, se trata de un problema alojado en la frontera entre
la lógica de la producción y la reproducción.
Al historizar esta contradicción,
Fraser encuentra que, en el capitalismo mercantil, la reproducción social en la
zona núcleo estaba en manos de los mismos agentes que en la sociedad feudal:
las aldeas, los hogares y las redes familiares extensas, pero la conquista en
la periferia efectivamente destrozó estos lazos reproductivos (con sus
correspondientes y tempanas resistencias). Durante el capitalismo
liberal-colonial, mujeres y niños fueron arrastrados al trabajo industrial, con
la consecuente crisis de reposición de mano de obra y el escándalo moral de las
clases medias en torno a la disolución de las familias obreras y la
desexualización de las mujeres proletarias. Fraser subraya que Marx y Engels se
equivocaron al pensar que era el final de la familia trabajadora y el comienzo
de la libertad de las mujeres: en rigor, fue al revés, ya que el sistema
encontró formas de reconfigurar la familia y la dominación masculina. En el
núcleo europeo surgieron, entonces, mecanismos de protección de mujeres y
niños, que sirvieron para estabilizar el proceso reproductivo y “defender la
sociedad frente a la economía”, según la expresión de Karl Polanyi. Así, la
“amadecasificación” (housewifization) y la concepción de la mujer como
“ángel del hogar” vino a brindar cierta estabilidad que, por supuesto, no
alcanzaba a las mujeres pobres y racializadas que no tenían cómo cubrir las
exigencias de la familia victoriana. En la periferia, como siempre, no hubo
contemplaciones y continuó la depredación sin freno. El feminismo naciente se
encontró tironeado entre una protección social insuficiente y una tendencia a
la mercantilización del cuidado. La corriente emancipatoria que buscó superar esta
dicotomía no prosperó en ese momento.
Con la llegada del fordismo y el
capitalismo administrado por el Estado, en la segunda posguerra, las políticas
de bienestar social contribuyeron a proteger al capitalismo contra su propia
tendencia autodestructiva en términos de reproducción social y, a la vez, a
ahuyentar el fantasma de la revolución socialista. En muchos países, el Estado
se hizo cargo de proteger la reproducción y convertir a los hogares en sitios
de alto consumo de productos, con lo cual se dio una combinación de protección
y mercantilización. Si a esto se añade la ampliación de ciudadanía, se tiene un
compromiso de la clase trabajadora con el capital, un avance democrático, una
suerte de “edad dorada” que, lógicamente, funcionaba también sobre exclusiones.
Es que nunca se detuvo la expropiación en la periferia: el Norte Global se
benefició en términos de reproducción social a expensas del Sur Global, que
siguió proveyendo recursos y mano de obra expropiables. Pero las propias
limitaciones del Estado de Bienestar y el surgimiento de la Nueva Izquierda,
con su agenda emancipatoria en diversos ámbitos, pusieron en crisis el régimen
de posguerra y se dio paso al momento del capitalismo financiero. Entonces, se
retrajo la inversión pública en las tareas de cuidado, que volvieron a estar en
manos de familias y comunidades, y las familias se transformaron en espacios de
doble-ingreso (con suerte), que requerían trabajo precario para sostener la
reproducción social. Y en términos de luchas sociales, en este nuevo
escenario, se produce la “fatídica intersección de dos conjuntos de luchas” (p.
69): por un lado, el partido pro-mercado que buscaba la liberalización y
globalización económica; por otro, los nuevos movimientos sociales progresistas
con agendas contrarias a las jerarquías sexuales, raciales, religiosas,
étnicas, etcétera. De esta combinación surgió, alega Fraser, el “neoliberalismo
progresista, el cual celebra ‘la diversidad’, ‘la mertitocracia’ y ‘la
emancipación’ mientras desmantela las protecciones sociales y re-externaliza la
reproducción social. El efecto no sólo es el de abandonar a las poblaciones
indefensas frente las depredaciones del capital sino también el de redefinir la
emancipación en términos de mercado” (p. 69). Los movimientos emancipatorios,
desde los LGBTQ, ambientalistas, antifascistas y multiculturalistas, no fueron
siempre consecuentes y muchas veces prohijaron versiones afines al
neoliberalismo.
En el capítulo 4, Fraser se
concentra en explicar cómo la naturaleza está en las “fauces” del capitalismo y
cómo una ecopolítica necesita ser trans-ambientalista y anticapitalista. El
inicio de este tramo del libro es alentador: muchos movimientos sociales,
feministas, antirracistas, entre otros, están incorporando la cuestión
ambiental en sus reclamos. Hasta la socialdemocracia y sectores del populismo
(incluido el de derecha) se suman a la tendencia. La justicia ambiental está en
la cresta de la ola discursiva. En su análisis de la crisis ambiental, Fraser
apela a un argumento estructural, uno histórico y, finalmente, uno político. El
argumento estructural –sin negar que otros regímenes antiguos y contemporáneos
han sido poco amigables con la naturaleza– afirma que el capitalismo tiene una
tendencia inherente a generar crisis ambientales, ya que, como orden social
institucionalizado, parasita necesariamente los dominios no-económicos –la
infausta relación entre la economía y sus otros– y, entre ellos, la naturaleza
misma. Dice Fraser: “[m]ás que una relación con el trabajo, entonces, el
capital es también una relación con la naturaleza –una relación
caníbal y extractiva, la cual consume cada vez más valor biofísico para apilar
cada vez más ‘valor’, mientras descarta las ‘externalidades’ ecológicas” (p.
83). De este modo, como la naturaleza no puede renovarse ilimitadamente, el
capitalismo siempre está al borde de destruir sus propias condiciones
ecológicas de posibilidad.
En una formulación clave del
capítulo 4, Fraser afirma: “la sociedad capitalista hace que la
‘economía’ dependa de la ‘naturaleza’, mientras las divide ontológicamente.
Al exigir la máxima acumulación del valor, mientras define a la naturaleza como
algo que no forma parte de éste, tal arreglo programa a la economía para desconocer los
costos de reproducción ecológica que genera. Mientras esos costos aumentan
exponencialmente, el efecto es el de desestabilizar los
ecosistemas –y periódicamente alterar por completo el improvisado edificio de
la sociedad capitalista” (p. 84). Son las cuatro “D”: el capitalismo depende,
divide, desconoce y desestabiliza; es el Uróboro que se come su propia cola.
Por supuesto que Fraser no desconoce la existencia de agentes responsables de
todo esto, y por eso mismo enfatiza que las contradicciones reproductivas, de
cuidado, políticas y económicas están interrelacionadas y reclama una
ecopolítica anticapitalista. Asimismo, como en los capítulos previos, realiza
un sistemático trabajo conceptual –define a la naturaleza de tres maneras, las
cuales siempre están presentes– y ofrece una historización de regímenes de
acumulación socioecológica, en base a tres factores: método de extracción de
energía, de recursos y de disposición de residuos. El capitalismo mercantil
corresponde al momento del músculo animal; el capitalismo liberal-colonial al
domino del “rey carbón”; el capitalismo administrado por el Estado a la era del
automóvil; y el capitalismo financiero actual a los nuevos cercamientos
(derechos de propiedad y renovados extractivismos) sobre una naturaleza
financierizada.
Cómo el capitalismo hace una
carnicería con la democracia es el tema del capítulo 5. Tras denunciar el
politicismo de ciertas corrientes postestructuralistas y de la teoría
democrática, Fraser asevera que el capitalismo en todas sus formas siempre
contiene contradicciones que generan crisis políticas. Precisamente, el campo
de lo político, el de los poderes públicos, ha sido una de las condiciones de
posibilidad no-económicas que el propio capitalismo se ha ocupado y se ocupa de
desestabilizar, tanto a nivel de los estados nacionales como en el espacio
geopolítico global. Para Fraser, los poderes políticos son exteriores a la
economía capitalista, y la sociedad capitalista se esfuerza por profundizar
esta separación, haciendo que “lo económico sea no-político y lo político sea
no económico” (p. 121). Al repasar la historia de las crisis capitalistas en
función de los regímenes de acumulación, la autora encuentra una constante: la
puja por el trazado de límites entre los diversos dominios no económicos y la economía,
esto es, las denominadas “luchas de frontera”. En la etapa mercantil, dice la
autora, la separación entre economía y política era sólo parcial debido a la
injerencia del absolutismo sobre los procesos económicos; en la etapa de
liberal-colonial se entronizó el contrato y se clarificó la separación entre
dominios. La lucha de clases en el centro significó logros políticos para los
trabajadores, bajo la condición de que la democracia no se extendiera al lugar
de trabajo. Nada parecido ocurrió en la periferia, donde se mantuvo la
expoliación de las poblaciones subyugadas por el colonialismo. La conocida
crisis de este régimen, que dio paso al capitalismo administrado por el Estado,
implicó un poder público más activo para sostener las condiciones de trasfondo
de reproducción del capital, bajo la creciente hegemonía de Estados Unidos. La
“ciudadanía social” de esta etapa significó la domesticación de las tendencias
más disruptivas, ya que se tomaron medidas para incorporar “estratos
potencialmente revolucionarios, aumentando el valor de su ciudadanía y dándoles
participación [stake] en el sistema” (p. 127). Lo que no cambió, una vez
más, fue la expoliación de la periferia. Y en la etapa final, el capitalismo
financiero reformula la relación economía-política, asestando un doble golpe:
hace que las instituciones políticas sean incapaces de resolver los problemas
de los ciudadanos e independiza a las instituciones globales respecto de los
poderes públicos, en un proceso de des-democratización (que incluyó previamente
grandes derrotas de sindicatos y también de muchos estados que se vieron
compelidos a abandonar, por ejemplo, el control sobres sus monedas). Se
llega, in extremis, a una situación de “gobernanza sin gobierno, lo
cual significa dominación sin la hoja de higuera del consentimiento” (p. 130). En
la fase más reciente del régimen financiero, dice Fraser, se está observando
una crisis de la hegemonía neoliberal. La pérdida de capacidades políticas es
cuestionada por los populismos y las socialdemocracias, en un intento, aunque
con objetivos distintos, de recuperar algo del poder público. En este marco, no
puede dejar de señalarse que el populismo de derecha es una reacción frente a
la “impía alianza” de movimientos sociales ganados por el neoliberalismo para
formar el ya mencionado neoliberalismo progresista.
Por fin, en el capítulo 6, Fraser
afirma que, así como el capitalismo ha retornado al discurso político, lo mismo
ocurre con el socialismo, en el marco de la fractura hegemónica neoliberal. Por
eso mismo, así como aboga por una concepción ampliada del capitalismo, propone
también una concepción ampliada del socialismo, que integre la dimensión
económica con las dimensiones no-económicas, como la reproducción, el cuidado,
la ecología y los poderes públicos. El capitalismo es injusto, irracional y
antidemocrático: el socialismo debe superarlo, siendo justo, racional y
democrático en todas las dimensiones relevantes. Debe ser “un nuevo orden
social que supere no ‘sólo’ la dominación de clase sino también las asimetrías
de género y sexo, la opresión racial/étnica/imperial, y la dominación política
en todos los ámbitos” (p. 151), asumiendo tres tareas fundamentales: redefinir
los límites de los diversos dominios sociales (fijando nuevas prioridades y
creando nuevos diseños institucionales); determinar qué hacer con el excedente
(si es que ha de haber alguno y, si lo hay, cuán grande ha de ser), sabiendo
que a futuro habrá que pagar las cuentas que deja impagas el capitalismo; y
acordar qué espacio darle al mercado (su respuesta es: sin mercado en
la cima, sin mercado en la base, pero quizá algo en el medio; esto es, el
mercado se permite sólo luego de que se determina la asignación macro del
excedente y se asegura la provisión para las necesidades básicas). En suma, el
socialismo “debe convertirse en el nombre de una alternativa genuina al sistema
que está destruyendo el planeta y frustrando nuestras posibilidades de vivir
bien, en libertad y democracia” (p. 157). Más aún, arenga Fraser, “ya es hora
de resolver cómo matar de hambre a la bestia y poner fin de una vez por todas
al capitalismo caníbal” (p. 165).
Fernando Lizárraga
Etiquetas: acumulación originaria del capital, capitalismo y catástrofe, free jazz, Kalewche, nada mas práctico que una buena teoría
lunes, febrero 06, 2023
Guattari vs. Bifo (parte 2): LUCHA DE CLASES, SUJETOS INDIVIDUADOS Y AGENCIAMIENTOS COLECTIVOS
Bifo: Yo considero que esta distinción es importante.Trabajo y producción
de plusvalor, por un lado, y actividad, por el otro: es decir,
cagar, mirar televisión, hacer el amor, hablar. Es verdad lo que decís: que la
determinación fundamental, la relación de producción capitalista, la producción
de plusvalor, en fin, el trabajo, han determinado la forma misma de la
actividad. Toda actividad, incluso el trabajo de limpiar papas, está orientada
a la reproducción de la fuerza de trabajo. Entonces, es verdad aquello que dijiste
de que el trabajo del ama de casa es productivo porque reproduce fuerza de
trabajo, es verdad que el trabajo de aprendizaje del lenguaje del niño es
productivo porque es indispensable en la introducción al código de la
comunicación que es código productivo, porque sin simbolización no pueden ser utilizados
en la producción. En este punto es donde en verdad se plantea el problema.
Hablaste de la clase obrera de modo unilateral, molar,
indistinto: es equivocado decir que un obrero que vota por el Partido comunista
es reformista; el mismo obrero que vota al PC y que rechaza el volante
revolucionario quizá sea homosexual, y tal vez pueda resultar hospitalizado por
no hablar el lenguaje normal. Esto es verdad, lo he aprendido de El Anti-Edipo
más que de Tronti. Es preciso fragmentar la figura humana, porque no existe
una “figura humana”, el obrero no es un hombre, no es posible hablar ni de los
obreros ni de las otras figuras sociales como hombres. En este tipo de
contradicción no se puede hablar de la política como nivel de conjunto, porque
la política es un nivel entre varios otros, igualmente determinados, por
ejemplo, la sexualidad.
¿Por qué la sexualidad debe ser considerada superestructural
cuando, evidentemente, es más estructural que ir a votar?
En todos los niveles fragmentados de la existencia cotidiana
hay un nivel determinante que es el nivel de la prestación de la vida al
trabajo productivo, de la cristalización, de la capitalización de la vida, de
la transformación de todos los niveles fragmentados de la vida, de su posible
reducción a fuerza de trabajo: o sea, de convertirse en medio de producción,
en fin, en capital. Y es aquí que se plantea el problema: reconstruir un
modo de ver conjuntamente los problemas y definir todo en relación a esta
funcionalización de toda la vida a la muerte, de toda la existencia al
capitalismo y al socialismo que hipostasía todo esto…
Guattari: …el socialismo como fuerza suprema del capitalismo…
Bifo: Por esto digo que el rechazo del trabajo es la forma de conjunto de la
subjetividad, para reutilizar esta palabra…
Guattari: …subjetividad de la clase obrera. Si partís de la subjetividad
revolucionaria, se puede entender, pero si partís de la subjetividad de la
clase obrera, como nosotros la conocemos desde hace cien años a esta parte, no…
Bifo: …desde el momento en que la glosolalia artaudiana se plantea como deseo
de hacer hablar al cuerpo en el lenguaje, entonces es una tensión real, es un
proceso de transformación real que Artaud inició, pero en el momento en que no
logra realizar esto –quizá soy un poco esquemático, pero quiero decir estas
cosas a grandes líneas–, el problema es que en la experiencia de las
vanguardias artísticas (de las cuales Artaud es el nivel más desesperado) no
fue capaz de plantear la complejidad del problema del rechazo al trabajo: es la
razón por la cual Maiakovski se mató y por la cual Artaud murió de un cáncer en
el ano…
Guattari: …no estoy de acuerdo contigo, sigo sin entender esta negatividad que le
atribuís a la clase obrera. Si me decís que hablás de una clase obrera diferente
a la que vemos desde hace cien años, entonces estoy de acuerdo contigo, pero no
respondés a esta pregunta…
Bifo: …sos vos el que acepta la definición tradicional de la clase obrera,
como dato económico y sociológico…
Guattari: La subjetividad de la clase obrera son las personas que dicen la
palabra “clase obrera” atribuyéndosela a sí mismas (sea que se la atribuyan injustamente,
porque son burócratas, sea que se la atribuyan con razón). Es el conjunto de
los atributos del término “clase obrera”. No es para nada algo más misterioso
que esto. La clase obrera es el conjunto de la gente que se refiere a la clase
obrera y que tiene cierta sintaxis, cierta semántica, cierta estrategia, cierta
concepción de cómo se articula esta expresión “clase obrera”…
Bifo: Se puede ir más allá de la palabra para plantear la cuestión efectiva
–no creo subjetiva– que es la del sujeto que transversaliza el nivel de la
transformación.
Tomemos el discurso sobre las máquinas deseantes y
sobre el cuerpo sin órganos. Bien, este discurso que plantea
todas las cuestiones, de la existencia de múltiples niveles, del rechazo
al concepto de hombre, de humanidad, este cuadro general de todos
los niveles, debe ser transversalizado por una subjetividad que no es
una subjetividad humana…
Guattari: Pero no es una subjetividad obrera, es una subjetividad maquínica, que
hace estallar simultáneamente los conceptos de clase obrera, de burguesía, de
hombre, de mujer, de homosexual, de niño.
Es una subjetividad transversal que descubre en verdad a los
hombres, a las mujeres, las redundancias significativas, la lucha de clase,
pero las agencia de un modo diferente. Ciertamente, no las re-agencia diciendo
que el sujeto de la historia es, de cualquier forma, la clase obrera.
Bifo: Digamos entonces que el problema es la posibilidad de liberar todas las
formas de actividad que enumeraste, liberar la actividad de la prestación.
¿Quién es el sujeto que tiene la capacidad de transversalizar
esta…
Guattari: … si decís que es el sujeto, ya no te respondo más... No sé si existe
alguno. Yo digo: no es un sujeto, es un agente, y más precisamente es un
agenciamiento colectivo de enunciación. Yo opongo agenciamiento a sujeto y
colectivo a sujeto individuado.
Ahí donde existían colecciones de sujetos individuados que
eran los portavoces delegados representativos de la producción, hay un
agenciamiento a-subjetivo y a-significante, que es al mismo tiempo productivo,
representativo, útil, deseante, mercantil, sin que pueda hacerse en algún
momento una separación, introducir una fractura entre una persona, un objetivo,
una finalidad, un sistema de intercambio y algo más. Podrá, quizá, parecer una cuestión
de palabras, pero cuando hablás de un sujeto de la historia, debo decir que no
pienso que esta idea pueda mantenerse sin terminar de alguna manera con un
programa, con un partido, con un líder, con un centralismo decisional, con algo
que, a partir de determinada semiótica, decida otra vez de modo centralizado.
Esto me parece inevitable.
Entonces es preciso desubjetivar la historia, admitir que la
historia no está centrada sobre los hombres, que existen agenciamientos
maquínicos de hombres, de órganos, de funciones, y que además existe un policentrismo
decisional. En este caso, se tiene una concepción completamente distinta de la
subjetividad y ya no se atribuye la subjetividad a la burguesía, al
proletariado o al partido de la clase obrera.
Bifo: Pero ¿por qué entregar el concepto de sujeto al idealismo?
Guattari: ¡Porque la idea de sujeto está orgánicamente ligada a la filosofía
idealista! La idea del sujeto como dueño de sí y del universo –es decir, de una
pequeña máquina semiótica que controla las percepciones, la voluntad, las
relaciones, la palabra– es algo que representa una visión idealista de la
decisionalidad y de la libertad, porque implica un ruptura, un corte entre el
ámbito en el que se semiotiza y se tiene consciencia de sí y el ámbito de la
práctica, de la sociedad, de la comunicación.
Yo, en cambio, digo que es verdad que existe la consciencia y
que existe el sujeto, pero no es la consciencia, no es el sujeto quien domina
los procesos, no existen paralelismos ni pequeñas cuerdas entre un
organismo-sujeto y una práctica. Esto es un efecto: existen efectos
epifenoménicos, efectos de poder, de redundancia significativa que tienen una
gran importancia en la historia, una importancia de reterritorialización, pero
que no son los motores de la historia. Así como la ideología no es el motor de
la historia, no lo son nunca las redundancias significativas. El motor de la
historia es, más bien, un funcionamiento que asocia la enunciación semiótica,
la producción de un campo material, la producción de un campo maquínico que
agrega e integra elementos que primero eran puestos en el registro del sujeto y
elementos que primero eran puestos en el registro del objeto.
Aquello que defino por agenciamiento es algo que no es
ni “sujeto” ni “objeto”, pero que es simultáneamente –se precisaría un término
para “pasar por en medio”– máquina en el orden semiótico y en el orden de las
enunciaciones semióticas, pero que lo es, incluso, en el orden del montaje de
los flujos materiales, de los flujos sociales, de los económicos, etc. En los
agenciamientos hay palabra, hay ojos, boca, dinero, electricidad, cuerpos, un
automóvil y otras cosas. Se trata de esto.
Etiquetas: 77, Guattari, nada mas práctico que una buena teoría, segun mi solo deseo, teoría revolucionaria
viernes, febrero 03, 2023
¿HASTA CUANDO? Algunas anotaciones sobre un libro de Oscar Ariel Cabezas
Redacté estas notas apenas terminé de leer el libro de Cabezas. Cierto sitio se interesó en publicarlas pero a condición de eliminar las referencias al peronismo. No acepté, así que finalmente lo publicó El Porteño. Lo dejo también acá para efectos de archivo más que otra cosa.
Dos personas distintas me recomendaron con entusiasmo
conseguir el nuevo libro de Oscar Ariel Cabezas “¡Quousque Tandem! La
indignación que viene”, publicado por Ediciones Qual Quelle, Santiago, 2022.
Por eso, tras una visita a la librería Alma Negra en Nueva de
Lyon 63 me conseguí un ejemplar y abandoné otras lecturas en curso para leerlo
entero más o menos rápidamente. En estos tiempos los lectores debemos
aprovechar todos los intersticios en que nuestros ojos se pueden posar sobre
las líneas impresas o electrónicas, combatiendo el tiempo muerto de los
desplazamientos en micro y metro, las esperas para almorzar en las pausas del
trabajo asalariado, y aprovechando los momentos de regreso al hogar que siempre
se hacen cortos en medio de las tareas más básicas que hay que cumplir antes de
irse a acostar para reiniciar todo el ciclo al otro día.
El título alude a Cicerón y su famosa diatriba en contra de
Catilina y su conjura del año 63 Antes de Cristo, ¿Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?, o sea: “¿Hasta
cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?”. Cabezas escoge esa frase
como representativa de las revueltas globales que están ocurriendo desde algún
tiempo y que, según indica, llegaron para quedarse.
El vaso medio lleno
El libro parte muy bien y es fácil dejarse llevar por su
línea argumentativa. Lo más valioso que en él encontré viene planteado de entrada:
vivimos en un oasis neofascista en que los fascismos ya no son molares
(macropolíticos/estatales) sino que moleculares (Guattari), y los encontramos difuminados
por todas partes, desde el comportamiento agresivo de los pasajeros del metro y
consumidores ávidos de llenar el vacío existencial una y otra vez, hasta en la
invasión de publicidades mientras navegamos por Youtube o hacemos filas para
ser atendidos en un centro de salud. Así, Cabezas se inscribe en la tradición
que a partir de los años setenta diagnostica una mutación del viejo fascismo,
que a pesar de haber sido derrotado en 1945 en su forma clásica, sobrevive
hasta nuestros días como el necesario complemento o aspecto oculto del
capitalismo neoliberal. Esta comprensión del nuevo fascismo fue formulada
claramente por Pasolini, Deleuze/Guattari y Foucault, y ha sido
consistentemente abordada hace poco por Maurizio Lazzarato en uno de los
mejores textos que leí el 2022, “El capital odia a todo el mundo. Fascismo o
revolución” (Eterna Cadencia, 2020), y entre nosotros por Sergio
Villalobos-Ruminott en su libro “Asedios al fascismo. Del gobierno neoliberal a
la revuelta popular” (DobleAeditores, 2021). Cabezas profundiza en el
diagnóstico del “modo de vida neofascista” en que todos estamos insertos, y lo
hace teniendo a la vista la derrota de la Nueva Constitución en el plebiscito
del 4 de septiembre del 2022.
Otro aspecto muy valioso del análisis de Cabezas sobre la
realidad chilena es la cuestión de la producción de una subjetividad de clase
media, que no sería solo un estrato social sino una disposición, “el lugar en
que las aspiraciones se realizan en el pequeño sueño del bienestar económico”,
o la “creencia en el orden, la democracia y los valores del mercado”, el
“devenir subjetivo de los que sostienen el orden desde la negación de los
antagonismos sociales”. Visto así,
agregaría que no es nada casual que una vez que con la complicidad de la
academia neoliberal/posmodernista el viejo marxismo ha sido arrojado al
basurero de la historia, ya nadie hable de las clases sociales propias del
capitalismo (burguesía y proletariado) pues las únicas clases existentes en el
discurso actual son la “clase media” de la que casi todos consideran formar
parte, y la “clase política”, odiada por casi todos, desde extrema derecha a
extrema izquierda.
A diferencia de muchos izquierdistas que se quejan de la
inexistencia de una “verdadera izquierda” e incluso hablan de que en Chile
únicamente existen “dos derechas” (la tradicional y la neo-concertacionista),
Cabezas señala la profunda complicidad entre la izquierda adaptada al
neoliberalismo, desde los tiempos de Aylwin hasta el gobierno de Boric, y esta
producción de subjetividad clasemediera, que produce un tipo de izquierdismo inmanente
y no trascendente al sistema neoliberal, que en otras partes del mundo ha sido
llamado “izquierda woke”.
Se trata a mi juicio de uno de los aportes más fuertes del
libro, pues permite identificar a la izquierda realmente existente como parte
fundamental del orden que Cabezas denomina “capitalocrático”, sin cuyo aporte
la obra de la dictadura iniciada en 1973 no se hubiera desplegado plenamente a
partir de 1989 (los “30 años” contra los que nos levantamos en octubre del
2019), y posteriormente en el actual “retorno a la normalidad” que hemos vivido
desde la pandemia y la neutralización de la revuelta mediante el acuerdo por la
paz, la elección de Boric, y la derrota
electoral de la opción por una Nueva Constitución.
El vaso medio vacío
En este punto es que me veo motivado a señalar algunas
diferencias con Cabezas. A mi juicio, y tal como lo formula el japonés Jun
Fujita Hirose en la conversación con el autor que cierra este libro, existió
una contradicción en la revuelta chilena que por una parte quería destituir a
Piñera y por otra “apechugó con la ‘salida institucional’ propuesta por la
‘democracia’ a la que se oponía con toda fuerza”. La finalidad del acuerdo del
15 de noviembre, propuesto por Piñera y acogido por el grueso de la “clase
política” -con Boric firmando primero a título individual y un PC de Chile que
se negó a firmar pero luego se sumó con entusiasmo al proceso- siempre fue
evidente: desviar y neutralizar la revuelta, salvando el orden del
Estado/Capital de la amenaza más grande que había enfrentado en el último medio
siglo. Si en Cabezas y muchos otros teóricos radicales esa finalidad pasó a
segundo plano cuando se posibilitó mediante el trabajo de la Convención
Constitucional la “superación de la Constitución de Pinochet” y la aprobación
de una plurinacional y verdaderamente democrática, entendida como condición
necesaria aunque no suficiente para una transformación profunda, creo que
existe una gran ambigüedad en la comprensión de la verdadera ligazón entre
capitalismo y democracia, que va mucho más allá del vínculo más notorio entre
democracia representativa y neoliberalismo.
En cuanto a esto, a pesar de la radicalidad de su crítica,
Cabezas se revela como un demócrata allendista que gasta bastante tiempo en
señalar que la revuelta no era “anárquica”, y que de hecho no tiene problemas
en vincular la violencia de octubre con meros montajes policiales e
intervención del lumpenproletariado en incendios y saqueos. Por eso no resulta
extraño que le diga a su interlocutor japonés que fue la pandemia el “verdadero
milagro” que salvó a Piñera de caer e incluso de terminar en la cárcel por las
violaciones de derechos humanos cometidas durante su mandato. No señor: Piñera
se salvó el 15 de noviembre de 2019, y quien lo salvó directamente fue el
presidente actual, Gabriel Boric, en cuyo gobierno es un pilar fundamental el
PS: el partido del presidente mártir, Salvador Allende, cuyos correligionarios
en vísperas del cambio de siglo salvaron a su vez a Pinochet de quedarse preso
en Europa.
Ante esta evidencia es que cobra mucho sentido leer al
referido teórico japonés preguntándole a Cabezas “¿por qué los chilenos no
continuaron sus luchas callejeras hasta la caída del gobierno del presidente
Piñera, quien además es uno de los empresarios más beneficiados por el
neoliberalismo chileno, como lo hicieron por ejemplo los argentinos hace 20
años con la consigna ‘Que se vayan todos’? Los chilenos dejaron que Piñera
completara su mandato con toda tranquilidad” (pág. 200). Para Cabezas, como dijimos, la causa de esto
radica en la pandemia, a pesar de toda la evidencia que indica que a partir del
acuerdo del 15 de noviembre las protestas disminuyeron notoria y gradualmente
su fuerza. A su juicio, similar en esto a la de la mayoría de los demócratas e
izquierdistas, la revuelta tenía por objetivo “cambiar la Constitución de 1980”,
y por eso se depositaron grandes ilusiones en un proceso que desde el inicio
estaba destinado a neutralizarla.
Lo cierto es que como aún resulta posible recordar, en los
primeros días la revuelta era destituyente y an-árquica, violencia pura
o divina (en términos benjaminianos), y recién para la concentración masiva del
25 de octubre fue que la pequeña burguesía progresista levantó con fuerza la
consigna de Nueva Constitución, que fue el canal por el cual el deseo
revolucionario y destituyente fue transformado en una mera relegitimación
institucional del Estado. Por lo demás, la Constitución vigente no es pura y simplemente
“la de 1980”, como gustan de creer muchos, sino que el producto de las reformas
acordadas con la Concertación de partidos de la democracia, plebiscitadas en
1989, y de la gran cantidad de reformas posteriores que llevaron a que desde
2005 ostente la firma no de Pinochet sino que de Ricardo Lagos. Lo dramático es que ese discurso, que
invisibiliza el hecho de que la Constitución actual es híbrida (1/3
Pinochet/Guzmán, 1/3 reformas de 1989, 1/3 reformas posteriores), ha
pavimentado el camino a una extrema derecha que se atribuye el 62% del
plebiscito de salida como un triunfo propio que expresa un apoyo a Pinochet,
lectura en que varios críticos de izquierda también han caído.
Más que lucha de clases y revolución social, ciudadanía y
desobediencia civil son los conceptos clave en la mirada de Cabezas, que por lo
mismo se permite criticar la “poca riqueza” del análisis de Héctor Llaitul en
los motivos que dio la CAM para no participar del proceso constituyente,
destacando por contraste la figura de Elisa Loncón, presidenta de la Convención
Constitucional, e incluso elogiando a Jorge Arrate (interlocutor de Llaitul en
un famoso libro que contiene una entrevista entre ambos) como un “político
allendista” y “ciudadano a emular, no sólo para la izquierda, cuya
reconstrucción es urgente, sino para cualquier ciudadnx digno de la condición
pensante de la política entendida como el arte de la lucha por la conquista de
la dignidad” (pág. 142).
¿En serio? A mi no se
me olvida el nefasto rol que Arrate junto a otros miembros del Partido
Socialista cumplieron en los ochenta, siendo protagonistas de la “renovación”
que reconstituyó su viejo partido como un pilar fundamental del orden
neoliberal, y que incluso luego de su viraje a la izquierda donde se acercó al
viejo aparato estalinista del PC de Chile -hoy un mero partido socialdemócrata
a pesar de su nunca desmontado autoritarismo- se definía a sí mismo como
“socialdemócrata” y “eurocomunista” (ver su aporte en el dossier “40 años, 40
historias”, en el sitio de la Biblioteca Nacional). El mismo Félix Guattari,
ultracitado a lo largo del libro de Cabezas, en una conversación sostenida 1977
con los italianos Paolo Bertetto y Bifo donde refieren al eurocomunismo como “un
nuevo tipo de proyecto político fundado sobre el nexo
socialdemocracia-stalinismo que implica la represión de las luchas proletarias”,
diagnostica que “ya no tiene nada que ver con la historia y las
perspectivas del movimiento comunista: incluso está más bien en regresión
respecto a la Internacional Socialista de la preguerra” (Félix Guattari, Deseo
y revolución, Tinta Limón, 2021). Así que no, gracias: no hay nada que emular
en el ciudadano Arrate, si uno aún desea una revolución social anticapitalista
y antiautoritaria. Muy por el contrario.
Con esto llegamos a los puntos que me parecen más débiles del
libro de Cabezas, cuya sofisticación discursiva no oculta lapsus relevantes
como la parte en que refiriéndose a la tendencia natural de la policía hacia el
fascismo en Estados Unidos, señala que “también es una de las más intensas
pulsiones de Carabineros de Chile desde el golpe militar de 1973” (pág. 163).
Cuesta creer que el autor pase por alto el largo historial de masacres y
terrorismo de Estado en que ha incurrido Carabineros desde su fundación en 1927
por el dictador Ibañez, conocido en su tiempo como “el Mussolini del nuevo
mundo”. Pero es cierto que en el imaginario de muchos izquierdistas chilenos,
que más que anticapitalistas son sólo antineoliberales, todo iba muy bien hasta
el 11 de septiembre de 1973, y sólo a partir de ese momento la barbarie
capitalista se ensañó con esta larga y angosta faja de tierra situada entre la
cordillera y el océano Pacífico.
Más llamativo aún resulta cuando califica la fuerza bruta de
la policía chilena como “descerebrada y anárquica”, siendo que toda la
evidencia indica que se trata de una violencia jerárquica altamente organizada,
centralizada y entrenada, que hace tres años acudió sistemáticamente, y no de
manera “espontánea” mediante “excesos individuales”, a la mutilación ocular
como estrategia política represiva, que hasta ahora ha quedado en la más
absoluta impunidad, con una cacareada reforma policial que finalmente quedó en
nada desde que al asumir su mandato el presidente Boric ratificara en su cargo
de General Director a Ricardo Yañez, que para la revuelta ejercía como Director
Nacional de Orden y Seguridad.
Cabezas insiste a lo largo del texto que las revueltas ya no
son modernas y que no expresan ningún “principio de anarquía”, y por el
contrario las entiende como un freno de mano para evitar la captura de las
instituciones democráticas por la capitalocracia. Así, a pesar de su
contundente crítica de la izquierda realmente existente, de las similitudes
discursivas entre Piñera y Boric, y del espectáculo electoral en que se
enfrasca esa izquierda, al final pone sus esperanzas en los “nuevos bárbaros”
hasta que la dignidad “se haga cuerpo en los afectos de una verdadera Asamblea
Constituyente”.
En la conversación con Jun Fujita Hirose aparece una pista
importante para entender las pasiones políticas de Cabezas cuando se lamenta de
que en Chile no exista algo parecido al peronismo, “una máquina
teológica-política que sigue orienta(n)do las luchas en Argentina” (pág. 201).
Muy por el contrario, podríamos decir que el peronismo ha constituido desde sus
inicios hasta ahora un aparato de encuadramiento de los proletarios argentinos
en el Estado, con claros orígenes semifascistas (la admiración de Perón por
Mussolini y Hilter es un dato de la causa, así como su inmediato reconocimiento
a la Junta Militar chilena en 1973, y las visitas oficiales y giras de Evita
Perón con Francisco Franco, para ayudarle a blanquear ante el mundo la versión
española y “nacional-católica” del fascismo clásico). De hecho, el populismo
peronista con sus tentáculos hacia la derecha y la izquierda son un ejemplo
para neofascistas como el ruso Aleksandr Dugin, uno de los gurús de la nueva
extrema derecha actual, y constituye un enorme obstáculo para la autonomía
política y actuación revolucionaria del proletariado argentino. En síntesis,
tal como con Jorge Arrate, no me parece que haya nada que emular ahí.
Por último, no dejan de llamar la atención algunas
imprecisiones relevantes en que incurre el autor. Así, en dos ocasiones señala
que el plebiscito donde se definió la continuidad de Pinochet como presidente
de Chile fue en 1989, siendo que ese evento ocurrió el 5 de octubre de 1988. Lo
que sí ocurrió en 1989 fue el plebiscito donde más del 90% de los votantes
aprobaron la reforma constitucional pactada entre el régimen militar y la
Concertación de Partidos por la Democracia: momento fundacional de los “30
años” contra los que nos rebelamos el 2019, a partir del cual es bastante engañoso
hablar de “la Constitución de los milicos”, que fue el gran argumento de la
izquierda apruebista para aceptar el itinerario electoral definido por la
“clase política” el 15 de noviembre de 1989 y sumarse con entusiasmo a esa
verdadera contrarrevolución democrática-institucional.
También se equivoca al referir que en el 2006 se produjo el
“mochilazo” de los estudiantes secundarios, que según dice continuó “en 2011,
como la revolución pingüina” (pág. 53), y también al recordar la acción de la “dirigente
secundaria” María Música Sepúlveda al arrojar el contenido de un jarro de agua
a la Ministra Mónica Jiménez, a quien identifica como “mujer socialista y de
izquierda (pág. 54)”.
La verdad es que gran parte del legado del movimiento
secundario que irrumpió el 2001 (el verdadero año del “mochilazo”, que se
produjo poco después de las importantes protestas contra una reunión del Banco
Interamericano de Desarrollo, con ocasión delas cuales se articularon una
multiplicidad de colectivos y movimientos anticapitalistas) fue la instalación
de asambleas y vocerías, que rompieron con el modelo burocratizado y jerárquico
de los “dirigentes estudiantiles”, que tanto en la revolución pingüina del 2006
como en el estallido secundario y universitario del 2011 los partidos se
esforzaron en reponer, al punto de que la renovación
izquierdista/concertacionista que hoy nos gobierna llegó de la mano de los
nuevos dirigentes estudiantiles del 2011: Boric, Vallejo y Jackson. Por el
contrario, María Música era parte de la expresión más “anárquica” del
movimiento, cuyos herederos saltaron los torniquetes el 2019, aunque Cabezas lo
niegue explícitamente (“No había nada de anarquismo en el acto de María
Música”, sentencia en esa misma página). Por cierto, la Ministra Jiménez nunca
fue socialista ni de izquierda, sino que demócrata cristiana y parte del
Directorio fundacional de Paz Ciudadana.
Conclusión
Finalmente, considerando sus virtudes y defectos, este libro
es sin duda un aporte importante a la hora de evaluar desde el General Intellect el lugar al que hemos
llegado tres años después de la insurrección de octubre, y los caminos que
siguen abiertos para las revueltas del siglo XXI, que coincidiendo con el autor
estimamos que han llegado para quedarse pero, como ha dicho Lazzarato, nos
plantean la difícil tarea de crear máquinas de guerra revolucionaria y retomar una
“teoría de la revolución” adecuada para el siglo XXI.
Etiquetas: carácter cíclico del capitalismo, comunidades de lucha, democracia/dictadura, lucha de clases, nada mas práctico que una buena teoría, reflexión, tercer asalto proletario contra la sociedad de clases
jueves, febrero 02, 2023
Guattari vs. Bifo: Trabajo, clase obrera y negación del trabajo
(fragmento de Félix Guattari, Deseo y Revolución. Diálogo con Paolo Bertetto y Franco Bifo Berardi – 1977, Tinta Limón,
2021).
Guattari: Tengo la impresión de que la discusión no avanza y de que no estás
teniendo en cuenta mis objeciones a tu razonamiento. Como sea, intentemos avanzar.
Creo que la subjetividad en la sociedad implicada en el proceso de producción
cambió de naturaleza: ya no es más un tipo de subjetividad humana que se añade
al nivel de la subjetividad de las clases sociales, sino también a nivel de los
procesos subjetivos ligados a la producción misma o a la ciencia o al arte. Hay
un desplazamiento de la subjetividad que es cada vez menos humana y cada vez
más maquínica; lo que no significa más alienante, sino al contrario más
liberadora.
Entonces, yo también estoy convencido de que una de las
determinaciones fundamentales de la situación actual, un motor –como dice Bifo–
es el rechazo del trabajo, solo que este elemento no me parece
caracterizar para nada a la clase obrera como clase social, sino que me parece
caracterizar la emergencia de un nuevo tipo de socialidad, un nuevo tipo de
organización que ya no pasa a través del viejo tipo de oposición de clase.
No acepto el discurso de Bifo cuando habla de trabajo porque
encuentro francamente absurdo que se determine una función social en relación
al trabajo como tal. Quisiera que Bifo repensara lo que dijo teniendo presente
esta pregunta: ¿de qué tipo de trabajo se trata? Yo distinguiría cuatro tipos
de trabajo, pero hay otros.
Existe, en primer lugar, el trabajo del deseo, el
trabajo del sueño, en el sentido en que Freud hablaba de trabajo del sueño: un
trabajo que no representa ninguna finalidad social evidente, inmediata. Es el trabajo,
por ejemplo, de un niño que se hace caca encima. Se trata, sin embargo, de algo
que tiene un valor, de algo que es un trabajo, porque de algún modo el hecho de
que el niño acepte o no acepte seguir las reglas maternas y las reglas de
educación esfintérica es un trabajo como otro.
En segundo lugar, hay otro tipo de trabajo, es el que produce
valores de uso, alguien que hace de comer, pela las papas, etc.; es algo
que presenta una finalidad social evidente. No se trata, ciertamente, de un
juego: trabaja para comer él y sus amigos. He aquí otro tipo de actividad que
es un trabajo. No hay ningún motivo para creer que este tipo de trabajo no deba
participar en una definición general de trabajo, en una definición, diría, física.
Otro tipo de trabajo es aquel que determina la producción de
mercancías, es decir de algo que entrará al interior de un sistema de
intercambio, intercambio con equivalentes de cualquier naturaleza, con una
prestación de servicios o con un salario correspondiente a la fuerza de
trabajo, y que implica la organización de sistemas que permitan la extracción de
plusvalor. Han sido propuestos criterios de análisis del valor ligados a una
tasa de explotación media o a una proporcionalidad en relación al tiempo de
trabajo social medio… En fin, existe toda una serie de criterios que se pueden
obviamente discutir. Se puede intentar formular un criterio de valoración de la
producción de los valores de uso en relación al dispendio de energía, y de este
modo se puede tener otra valoración del tiempo de trabajo en relación al
sistema de intercambio relativo a las otras mercancías.
Yo propondría luego un cuarto tipo de trabajo: es el trabajo
de normalización, el trabajo que con los amigos del Centre d’Etudes, de
Recherches et de Formation Institutionnelles habíamos llamado antiproducción.
Trabajo de la antiproducción, que no por esto deja de ser un trabajo: el
trabajo de los policías, el trabajo de los guardia cárceles, gran parte del
trabajo de los docentes. Es un trabajo que no tiene como finalidad la
producción de mercancías, sino la producción de un orden social, de una
redundancia social.
Va de suyo que cuando examino estos cuatro tipos de trabajo,
ciertamente, ninguno está completamente separado de los otros. Seguramente hay comunicación
entre los valores de deseo, los valores de uso, los valores de cambio y los
valores de normalización: es necesario que un policía obtenga placer con algo,
es preciso que este algo tenga un uso inmediato, que es un uso al interior de
la circulación, es decir un valor de cambio… y todo esto forma un rizoma muy
complicado.
Dicho esto, es fundamental hacer notar que la clase obrera se constituyó en su relación antagonista con la burguesía, esencialmente, sobre el valor de cambio y sobre la producción de valores de cambio. Entonces, todo un sector de otros trabajadores ha quedado fuera de esta definición de la clase obrera, más bien del movimiento obrero como clase trabajadora.Y esto sucede, esencialmente, bajo dos formas: por un lado, en lo concerniente a los valores de deseo –que en cambio son asumidos por los movimientos utópicos y por el movimiento anarquista– y, por otro, en lo concerniente a los valores de uso –que es la fractura entre la clase obrera y la gente que se ocupa de la vida cotidiana, del militantismo cotidiano.
La clase obrera, el motor de la historia, se define entonces
en su relación con la máquina de producción capitalista y también está separada
respecto al valor de normalización, está en relación con cierto tipo de
producción y no con otro: las personas que participan del valor de
normalización, de regulación, de planificación y de organización del trabajo, en
efecto, no forman parte de la clase obrera. Esta opción, entonces, esta
clasificación de una clase en base a cierto tipo de producción, a cierto tipo
de valor, no es solo una elección económica o tecnológica, sino también una
elección social: significa que se ha concebido enteramente la lucha en función
de cierto modelo de producción, de cierto crecimiento de esta producción y de
cierto tipo de sociedad.
Quiero destacar que yo creo que la clase obrera fue en los
últimos años el verdadero motor de la capacidad de la sociedad capitalista de
continuar su propio progreso. Gracias a que las burocracias obreras reemplazaron
los viejos sistemas de encuadramiento a nivel de la producción, de las
diferencias salariales, de la formación de la fuerza de trabajo y de la
seguridad social es que el capitalismo ha podido sobrevivir. En la medida en
que las burocracias obreras han entrado en unión con las burocracias de estado
es que se han podido realizar experiencias políticas como el new deal,
utilizando la capacidad del estado de intervenir para normalizar los procesos
económicos y superar la crisis.
Entonces, en estas condiciones, la oposición clase obrera/burguesía
es fundamental y continúa siéndolo en el cuadro de una sociedad determinada que
tiene su propia lógica, que desemboca en la regulación de sus procesos. Bifo
señala la pasividad obrera en la URSS. Es verdad, y esto no produjo un movimiento
revolucionario, sino una sociedad burocrática represiva y reaccionaria que se
comportó de una manera tal como para que no se haya producido un inmenso
levantamiento revolucionario contra la represión y el Gulag.
Dicho esto, es justo subrayar que las luchas obreras en
Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania alcanzan un equilibrio, una
regulación, pero no impiden en absoluto que estas sociedades sean
reaccionarias; más bien todo lo contrario: hay un conformismo simétrico,
idéntico –y quizá también más pronunciado– por parte de las aristocracias
obreras respecto a la burguesía.
Por esto digo que hoy estamos frente a una sociedad de clases
y a una oposición de clases que están enteramente focalizadas sobre cierto tipo
de mercancías y de valores, y que forman un continuum con la burguesía
capitalista comercial dominante y la burguesía de estado; un continuum en
el cual todas las burocracias se encuentran montadas al movimiento obrero
político sindical y a los trabajadores sociales de la misma clase obrera. En
realidad, hay un continuo, ya no hay más un frente de clase, hay una polaridad,
muy importante, que es fundamental para la evolución misma del capitalismo: se
ve claramente que el retraso del capitalismo español depende en gran parte del
hecho de que hay un retraso en la promoción de las vanguardias burocráticas del
movimiento obrero.
Un país capitalista desarrollado tiene necesidad de una
burocracia obrera desarrollada. En caso contrario, hay cierto retraso al nivel
del encuadramiento, de la formación, pero también de la promoción del mercado
interno. Es importante que exista una clase obrera reivindicativa, que
participe en el ciclo de las jerarquías internas, que consuma más automóviles, más
heladeras, y que tenga también mayor formación profesional, porque es un factor
de aceleración de la circulación del capital al interior del país y, al mismo
tiempo, de su competitividad a escala internacional. Es igualmente importante
tener petróleo que tener un Partido Comunista y un sindicato comunista fuerte:
todo esto es indispensable para una economía capitalista desarrollada.
Pienso que Bifo responderá: “de acuerdo, pero todo aquello de
lo cual hablas no es la clase obrera.” Este es el problema principal. Si esta
no es la clase obrera, entonces no sé qué sería la clase obrera.
Porque, y te propongo una distinción, yo hablo de la
verdadera clase obrera, es decir de aquella que de un modo u otro se reconoce
en el movimiento obrero, aquella que tiene su subjetividad en el Partido Comunista
y en el sindicato comunista, en la seguridad social y en todos estos
organismos; mientras que aquella de la que habla Bifo no es la clase obrera, sino
una especie de conjunto de todos los conjuntos de personas que trabajan.
Quizá Bifo quiera decirme que en la clase obrera también hay
niños y que su trabajo es explotado, porque es necesario darse cuenta de que
los niños trabajan dado que participan de la formación colectiva de la fuerza
de trabajo: los niños que juegan, a los cuales se le hacen test, que miran
televisión, que van a la escuela son instrumentos fundamentales del proceso de
producción, como las personas que transportan tierra y fabrican un edificio. No
se puede concebir una clase obrera si no se pone a trabajar a los niños, a
formarse dentro del proceso semiótico de la sociedad moderna.
Quizás, además de los niños, también incluís a las mujeres en
la clase obrera. No se puede concebir, en efecto, una sociedad que no
reproduzca los trabajadores al nivel de la sexualidad, de la formación y de la
creación de un ambiente familiar. No existe sociedad que no reúna trabajadores,
incluso, en células consumidoras, siendo siempre fundamental, como dice la
economía política, la reproducción y la continuidad de cada célula consumidora
y la unidad de las economías familiares. Podemos decir, entonces, que también
la mujer trabaja. Si decís que la clase obrera son los niños, los adolescentes,
las mujeres, pues entonces me parece bien que se defina así a la clase obrera,
pero será preciso recordar que no estamos hablando de la clase obrera de la que
habla el marxismo desde hace una centena de años.
Bifo: Marx en la primera parte de El Capital distingue entre work y
labor, trabajo y actividad; creo que es una distinción importante. En el
capítulo de El anti-Edipo dedicado a la antiproducción hay una ambigüedad,
no tanto conceptual como lingüística: cuando se habla de trabajo y se plantea
la cuestión de las máquinas deseantes en relación al problema del trabajo.
Quizá en la lengua italiana, como en la francesa, no exista esta distinción
entre actividad y trabajo, pero sí es posible distinguirlas en la
lengua inglesa y quiero subrayarlo.
Guattari: No, porque el capitalismo no la hace, no existe actividad que hoy no
esté sobrecodificada por el capitalismo: mirar televisión, mear, coger no son “actividades”:
todo está completamente codificado en las grillas del capitalismo… ¡Todo es
trabajo!
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