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lunes, febrero 13, 2023

El capitalismo hoy (y antes también), según Nancy Fraser 

 


La siguiente «reseña»/resumen del libro de Nancy Fraser Cannibal Capitalism. How Our System Is Devouring Democracy, Care, the Planet –and What We Can Do about It (Verso, Londres y Nueva York, 2022, 190 págs.) hecha por Fernando Lizárraga fue publicada por lxs compañerxs de Kalewche y me pareció lo suficientemente interesante para reproducirla íntegramente acá. Sólo los destacados en negrita han sido agregados para reforzar ciertos puntos que nos parecen clave. La lectura atenta toma un cierto lapso de tiempo, que se acompaña bien escuchando “Unit Structures” de la Cecil Taylor Unit (1966).

El capitalismo es un sistema social caníbal. Devora ritualmente sus propias fuentes de sustento, se alimenta de seres y recursos que están en su periferia (como un agujero negro canibaliza a otros cuerpos celestes) y se come a sí mismo como el Uróboro. Con estas imágenes, Nancy Fraser inicia su nuevo libro: Capitalismo caníbal. Cómo nuestro sistema está devorando la democracia, el cuidado y el planeta –y qué podemos hacer al respecto. A lo largo de seis capítulos, Fraser ofrece una renovada visión panorámica del capitalismo, sobre coordenadas estructurales e históricas. Se trata de una mirada muy amplia y general –pero no caprichosa–, la cual es, vale decirlo, muy bienvenida. Sucede que el culto a lo micro (síntoma y peste de la posmodernidad) hace que se mire con sospecha cualquier intento de gran relato. Y Fraser se atreve a brindar precisamente eso: un gran relato con una nueva gran concepción, tanto del capitalismo (capítulos 2-5) como de un nuevo socialismo (capítulo 6). Suficiente entonces para quienes protesten que Fraser no repara en tal o cual detalle, en tal o cual dato, en tal o cual sutileza, en tal o cual frase tachada en una carta perdida que Marx le envió a su yerno. Y basta ya, también, de cosas como: “Representaciones de la lucha de clases en contexto de pandemia en el barrio que está al otro lado de la vía en la localidad de Sauce Quemado, entre el 1 y el 5 de diciembre de 2020. Una aproximación exploratoria, tentativa y preliminar”. Lo que sigue es, más bien, un apretado resumen del libro y no una reseña crítica en sentido estricto (quiero evitarme, también, la insufrible crítica de la crítica crítica).

Al concebir al capitalismo como un sistema omnívoro (capítulo 1), Fraser afirma que hace falta ampliar la concepción tradicional, predominantemente marxista, del capitalismo. Dirigiéndose a los “ancianos” (elders) del marxismo, les reprocha no haber incorporado suficientemente los reclamos raciales, ecológicos, feministas, poscoloniales, etcétera, por lo cual no pudieron captar la dimensión cabal de la crisis de nuestra época. Es la conocida acusación al economicismo que se concentra demasiado en el punto de la producción. Al mirar aquello que está detrás de Marx, Fraser observa que el capitalismo no es un sistema económico sino mucho más: un “orden social institucionalizado”. En la teoría marxista ortodoxa, dice Fraser, el capitalismo se define por la propiedad privada de los medios de producción, la existencia de un mercado laboral “libre” en un doble sentido (no esclavizado y sin medios de producción propios), la auto-expansión del valor y el predominio del mecanismo de mercado. Todo esto es lo que Marx se jactaba de haber revelado tras penetrar en la “oculta sede de la producción, en cuyo dintel se lee: ‘Prohibida la entrada salvo por negocios’”. Fraser quiere ir más allá de esa sede oculta, curiosear en lo que hay detrás y revelar que allí están las “condiciones de trasfondo” sobre las que se erigen los elementos centrales del capitalismo.

Para empezar, hay que determinar de dónde viene el capital; y aquí, siguiendo a David Harvey, Fraser afirma que la acumulación primitiva es un proceso que aún continúa. Así, marca un contraste clave entre la explotación y la expropiación; la primera es el relato visible, la segunda es la historia invisible. Hay aquí un primer cambio epistémico. El secreto dentro del secreto es que “detrás de la coerción sublimada del trabajo asalariado, reside la violencia del robo directo” (p. 8). Marx describió el proceso de expropiación, pero no lo teorizó suficientemente como condición permanente de la explotación. Para Fraser, este es el punto nodal: oculto tras lo oculto está la continua expropiación, como precondición de la explotación. La explotación, que se hace bajo la apariencia del contrato, es posible gracias a la confiscación que opera sobre otros. Escribe Fraser: “[l]os trabajadores doblemente libres transforman las saqueadas ‘materias primas’ con máquinas que son impulsadas por fuentes de energía confiscadas. Sus salarios se mantienen bajos gracias a la disponibilidad de alimento producido por trabajadores rurales endeudados, en tierras que han sido robadas, y de bienes de consumo producidos en los sweatshops por ‘otros’ no-libres y dependientes, cuyos costos de reproducción no están totalmente recompensados. La expropiación, entonces, subyace a la explotación y la vuelve rentable. Lejos de estar confinada a los inicios del sistema, es un elemento intrínseco de la sociedad capitalista, tan constitutivo y estructuralmente afincado como la explotación” (p. 15).

Esta diferenciación entre las dos «equis» (explotación y expropiación), insiste Fraser, supone una diferenciación clave en la composición de la estructura y la dinámica de clases. Por un lado, están los trabajadores explotables y, por otro, los expropiables. Los primeros gozan de derechos ciudadanos, cierta protección estatal y disponen de su fuerza de trabajo; los “otros” expropiables, en cambio, no tienen defensa y pueden ser violentados sin miramientos. Aunque son todos integrantes de las clases productoras, existen “dos categorías de persona”: los que simplemente pueden ser explotados y otros que están destinados a la expropiación. Esta, dice Fraser, es otra línea de fractura institucionalizada en el capitalismo actual, “estructuralmente enclavada como aquellas [que existen] entre producción y reproducción, sociedad y naturaleza, y cuerpo político y economía” (p. 16). Más aún, para la autora, la dupla ex–ex corresponde casi exactamente a la “línea de color global”, en cuyo Sur conceptual están las poblaciones racializadas, quienes sufren las mayores opresiones, desposesiones, genocidios y otras injusticias estructurales del imperialismo (además de sobrellevar el peso mayor de la huella ecológica del sistema).

El segundo desplazamiento epistémico va desde la producción social a la reproducción social. Esta última es, nuevamente, condición de trasfondo de la primera: incluye esencialmente el trabajo reproductivo, la interacción que produce personas y lazos sociales, y las tareas de cuidado en general. Esta oculta sede detrás de la oculta sede es precondición del capitalismo; se despliega fuera del mercado laboral, pero es necesaria para su existencia. La reproducción social, en suma, es indispensable para la producción de mercancías. Esta división está profundamente engenerizada en perjuicio de las mujeres y no es una constante histórica, sino resultado de la propia dinámica del sistema. El capitalismo caníbal, alega Fraser, no hace otra cosa que devorar las propias fuentes de la reproducción social, sin reposición, cancelando así sus propias condiciones de reproducción.

La misma lógica se aplica, en tercer lugar, a la relación con la naturaleza, la cual es canibalizada como precondición para la dinámica de producción capitalista. La naturaleza –que Fraser define en tres acepciones en el capítulo 4– es concebida como una fuente inagotable de recursos “gratuitos”, capaz de renovarse permanentemente. Marx oportunamente habló de la fractura metabólica, recuerda Fraser –quien sigue la obra ecosocialista de John Bellamy Foster y Michael Löwy, entre otros– y denunció la ineficacia y la depredación en las prácticas agrícolas. Pero la ruptura se ha hecho más aguda y los cercamientos no cesaron, puesto que el capitalismo sigue adueñándose y transformando la naturaleza, ya no con muros sino con patentes de propiedad intelectual. La crisis ecológica que este derrotero ha generado es evidente y atraviesa los diversos regímenes de acumulación capitalista en el tiempo. Por último, en el ámbito político, el capitalismo caníbal también se engulle las normas e instituciones que ha creado para su propia reproducción. La división entre el poder económico y el poder político es cada vez mayor, no solo a nivel doméstico sino –y sobre todo– a nivel internacional, de modo que la gobernanza global en manos de las grandes corporaciones mina las propias condiciones de reproducción del capital. Y esto ilumina, enfatiza Fraser, el hecho de que el ámbito político también es una de las condiciones de trasfondo sobre las que se erige la posibilidad del capitalismo.

Para Fraser, todas estas condiciones de trasfondo son “no-económicas” y es preciso situarlas en el centro de una concepción socialista, a la par de la explotación; en otras palabras, hay que resituar la narrativa marxiana sobre la explotación junto a estas cuatro narrativas de trasfondo (expropiación, reproducción social, ecología y poder político), con lo cual también pueden articularse de un modo más claro las teorías (y luchas) emancipatorias feministas, ecológicas, antiimperialistas y antirracistas. El punto, dice Fraser, consiste en comprender que el capitalismo no es simplemente un sistema económicosino un tipo de sociedad; en rigor, la dimensión económica y mercantilizada es sólo una parte, ya que la sociedad como totalidad “depende para su existencia de zonas de no-mercantilización, que el capital canibaliza sistemáticamente” (p. 18). En suma, el capitalismo es un “orden social institucionalizado” definido por un conjunto de separaciones interrelacionadas (explotación-expropiación; producción-reproducción; economía-política; mundo humano-naturaleza).

En función de estos dominios, cada cual con su propia normatividad, también cambian la dinámica y la forma de la conflictividad. A través de su historia, en el capitalismo se han librado siempre “luchas de frontera” (boundary struggles), es decir, en torno a las delimitaciones de los dominios mencionados. Pero estas zonas no-económicas, afirma Fraser, no tienen un mero rol funcionalista, en el sentido de posibilitar la expansión constante del dominio económico y su forma específica de lucha de clases entre el capital y el trabajo; son dominios interrelacionados y que a la vez tienen sus propias ontologías de práctica social e ideas normativas. Y estas normatividades complejas, que son propias del capitalismo, constituyen zonas de disputa y no siempre con ideas anticapitalistas, advierte Fraser, ya que no son exteriores al sistema (22-23). El capitalismo como sociedad tiene una tendencia constitutiva a la propia desestabilización, esto es, a la crisis permanente y a comerse la cola, como el Uróboro.

Tenemos entonces, según Fraser, cuatro contradicciones en el capitalismo: la ecológica, la social, la política y la racial/imperial, cada una como origen de algún tipo especial de crisis, cada una vinculada inextricablemente una contradicción estructural entre la economía y las condiciones de posibilidad del sistema. Nuevamente, recalca Fraser, el sitio del conflicto es la frontera entre los distintos dominios, esto es, entre producción y reproducción, economía y política, humanidad y naturaleza, explotación y expropiación. Las luchas de frontera se dan, a diferencia de la clásica lucha de clases, sobre el punto de separación de las zonas no-económicas respecto de la economía. La lucha anticapitalista, enfatiza Fraser, “es mucho más amplia de lo que los marxistas han supuesto habitualmente” (p. 25).

Tras esta presentación general, Fraser analiza con mayor detalle cada una de las formas de canibalización, desde un eje estructural y un eje histórico, y a partir de una periodización del capitalismo que distingue cuatro etapas, a saber: capitalismo mercantil, capitalismo liberal-colonial, capitalismo administrado por el Estado, y capitalismo neoliberal globalizado o financiero. Como veremos, cada una de las contradicciones de trasfondo adquiere una forma específica en cada fase del capitalismo.

En el capítulo 2, Fraser define al capitalismo como un glotón que se regodea en el castigo sobre los pueblos racializados y, por ello, afirma que es un sistema estructuralmente racista. Fraser no ignora la gran tradición de marxismo negro, desde W. E. B. Du Bois hasta Angela Davis o Cornel West, pero el terreno parece dominado por la ya prolongada moda postestructuralista. Frente a la pregunta de si el capitalismo es necesariamente racista, la repuesta de Fraser es que existen bases estructurales para que así sea y que esto también ha variado a lo largo de la historia. La base estructural es la combinación de explotación y expropiación. El marxismo clásico vio con claridad el mecanismo estructural de la explotación y de la dominación, pero no hizo lo mismo con la opresión racial y su combinación con los anteriores, alega Fraser. Para la autora, Marx no le dio suficiente importancia al rol del trabajo no asalariado, no-libre, y dependiente, como tampoco a las configuraciones políticas que concedían ciudadanía y derechos a los asalariados, pero no hacía lo propio con otros agentes a los que les asignaba menor jerarquía. El trabajo dependiente y la sujeción política, entonces, definen la situación de expropiación. Y esta última está inextricablemente unida al racismo.

La expropiación, como confiscación de capacidades y recursos –especialmente en la periferia, pero también en las periferias internas de los núcleos capitalistas–, puede abarcar muchos activos: trabajo, tierra, energía, seres humanos con sus órganos y capacidades reproductivas, etcétera. La lógica de la expropiación es que baja los costos y aumenta las ganancias de la explotación, al obtener recursos baratos y brindar medios de subsistencia a bajo costo. Al confiscar a los sujetos dependientes puede explotar mejor a los trabajadores doblemente libres. “Detrás de Mánchester está Mississippi”, sentencia Fraser. En este punto, la política y la economía se entrecruzan para delimitar la línea de color, ya que son los estados mismos los que confieren ciertos derechos a los trabajadores libres y los niegan a los sujetos dependientes de las periferias. El sistema internacional de estados, obviamente, hace su trabajo. Y así, el núcleo en la geografía imperialista está ocupado por los trabajadores mayoritariamente blancos mientras que la periferia es el mundo racializado de no-ciudadanos, de sujetos dependientes. Fraser señala que esta situación también refleja dinámicas de lucha diferentes, ya que en el núcleo los antiguos campesinos y artesanos “se convirtieron en ciudadanos-trabajadores explotables a través de procesos históricos de compromiso de clase, que canalizaron sus luchas por la emancipación hacia sendas convergentes con los intereses del capital” (pp. 38-39). Los expropiados, en cambio, no llegaron a tal compromiso y fueron aplastados sin compasión. Esta separación contribuyó a que “la marca de la ‘raza’ [se convirtiera en un] signo de violabilidad” (p. 40).

En este tramo del capítulo 2, Fraser comienza a situar las contradicciones de trasfondo (explotación-expropiación, en este caso) dentro de los cuatro regímenes históricos de acumulación. En tiempos del capitalismo mercantil –entre los siglos XVI y XVIII–, explica la autora, se produce la expropiación que corresponde a lo que Marx llamó acumulación primitiva, esto es, la expropiación violenta de “cuerpos, trabajo, tierra y riqueza mineral” tanto en Europa como en América y África. En esta etapa, casi todos los trabajadores son dependientes; aún no ha surgido masivamente el trabajador doblemente libre. En la era de capitalismo liberal-colonial, las dos «equis» (expropiación y explotación) se vuelven más distinguibles, con la gran industria, la consolidación del proletariado industrial en el núcleo y la profundización de la opresión, expropiación y racialización de la periferia. El mundo queda claramente dividido entre los sujetos dependientes racializados de la periferia y el trabajador “blanco” explotable del núcleo. En la era del capitalismo administrado por el Estado, la combinación de las dos «equis» se torna más profunda, especialmente con el sistema de pago diferencial a favor de los blancos, es decir, con una escala salarial dual. En el núcleo, emerge el grupo que es simplemente explotado, ya que no es expropiado (excepto quizá en parte de las tareas de cuidado), mientras que la población racializada sigue siendo expropiada y explotada. En la periferia, los estados poscoloniales mantienen –con algunas excepciones– los procesos de expropiación pura. Lo novedoso, dice Fraser, es el surgimiento de casos híbridos de explotación y expropiación, que preanuncian lo que vendrá en la siguiente etapa del capitalismo.

En efecto, en el actual régimen de capitalismo financiero (o financierizado, para ser literales), se expande el híbrido expropiación/explotación y hay un cambio geográfico y demográfico de estos fenómenos. La herramienta predilecta del nuevo sistema es la deuda o el endeudamiento, de estados, comunidades y personas. En la periferia, las poblaciones son expropiadas por nuevas deudas y apropiaciones forzosas; en el centro, por la precarización del empleo que desprotege nuevamente las tareas de cuidado, volcándolas otra vez sobre las familias, las comunidades y, especialmente, las mujeres. Hay, dice Fraser, un “nueva lógica de subjetivación política” y, en consecuencia, emerge “una nueva figura, formalmente libre, pero agudamente vulnerable: el trabajador-ciudadano-expropiado-y-explotado” (p. 49), que ya no está relegado a la periferia, sino que es norma (racializada) en el régimen de acumulación financiera. Y si bien el borramiento de la distinción expropiación-explotación pareciera brindar las condiciones para poner fin al racismo, la concomitante inseguridad existencial masiva es pasto para la ansiedad y la paranoia que –alentadas de diversas maneras– exacerban el racismo. Frente a esto, cobra mayor relieve la disociación en las luchas sociales. Para Fraser, “aquello que se entendía como lucha de clases era demasiado fácilmente desconectado de las luchas contra el esclavismo, el imperialismo y el racismo, cuando no dirigido directamente contra ellas” (pp. 49-50); y lo mismo ocurría con las luchas antirracistas, que a menudo despreciaban las alianzas con las luchas laborales. La propuesta de Fraser, va de suyo, es unificar las luchas de frontera en su totalidad, de manera que haya alianzas que se opongan frontalmente al capitalismo en todos sus planos.

El capítulo 3 se centra en el capitalismo como “tragador del cuidado” e inspecciona “por qué la reproducción social es un enclave principal de la crisis capitalista”. El punto central aquí es que el capitalismo se devora las actividades de cuidado –que mantienen familias, comunidades, sostienen amistades, generan solidaridades, etc.– cuyo fin último es reponer individuos de la especie, ahora y en las futuras generaciones. El sistema capitalista se come las energías destinadas precisamente a reemplazar los individuos que el mismo sistema consume. Y este es un tema relativamente nuevo, eclipsado por el interés predominante en aspectos económicos y ecológicos, dice Fraser. Hay un colapso del cuidado (care crunch) debido a otra contradicción fundamental del capitalismo: la reproducción social es una condición de trasfondo necesaria para la acumulación, pero el sistema sólo se ocupa de consumirla y generar repetidas crisis de cuidado. Aquí se expresa, una vez más, la tendencia inherente del capitalismo a canibalizar las zonas más allá de lo económico, las zonas no-económicas o no monetizadas que son condiciones de trasfondo para su existencia. El capitalismo saca ventaja indebida de esas zonas, generando crisis tras crisis. Como las tareas de cuidado han recaído históricamente sobre las mujeres, Fraser advierte sobre la “nube de sentimientos” con que se ha revestido esta tarea y las diversas invenciones de la femineidad que la acompañaron. En general, se trata de un problema alojado en la frontera entre la lógica de la producción y la reproducción.

Al historizar esta contradicción, Fraser encuentra que, en el capitalismo mercantil, la reproducción social en la zona núcleo estaba en manos de los mismos agentes que en la sociedad feudal: las aldeas, los hogares y las redes familiares extensas, pero la conquista en la periferia efectivamente destrozó estos lazos reproductivos (con sus correspondientes y tempanas resistencias). Durante el capitalismo liberal-colonial, mujeres y niños fueron arrastrados al trabajo industrial, con la consecuente crisis de reposición de mano de obra y el escándalo moral de las clases medias en torno a la disolución de las familias obreras y la desexualización de las mujeres proletarias. Fraser subraya que Marx y Engels se equivocaron al pensar que era el final de la familia trabajadora y el comienzo de la libertad de las mujeres: en rigor, fue al revés, ya que el sistema encontró formas de reconfigurar la familia y la dominación masculina. En el núcleo europeo surgieron, entonces, mecanismos de protección de mujeres y niños, que sirvieron para estabilizar el proceso reproductivo y “defender la sociedad frente a la economía”, según la expresión de Karl Polanyi. Así, la “amadecasificación” (housewifization) y la concepción de la mujer como “ángel del hogar” vino a brindar cierta estabilidad que, por supuesto, no alcanzaba a las mujeres pobres y racializadas que no tenían cómo cubrir las exigencias de la familia victoriana. En la periferia, como siempre, no hubo contemplaciones y continuó la depredación sin freno. El feminismo naciente se encontró tironeado entre una protección social insuficiente y una tendencia a la mercantilización del cuidado. La corriente emancipatoria que buscó superar esta dicotomía no prosperó en ese momento.

Con la llegada del fordismo y el capitalismo administrado por el Estado, en la segunda posguerra, las políticas de bienestar social contribuyeron a proteger al capitalismo contra su propia tendencia autodestructiva en términos de reproducción social y, a la vez, a ahuyentar el fantasma de la revolución socialista. En muchos países, el Estado se hizo cargo de proteger la reproducción y convertir a los hogares en sitios de alto consumo de productos, con lo cual se dio una combinación de protección y mercantilización. Si a esto se añade la ampliación de ciudadanía, se tiene un compromiso de la clase trabajadora con el capital, un avance democrático, una suerte de “edad dorada” que, lógicamente, funcionaba también sobre exclusiones. Es que nunca se detuvo la expropiación en la periferia: el Norte Global se benefició en términos de reproducción social a expensas del Sur Global, que siguió proveyendo recursos y mano de obra expropiables. Pero las propias limitaciones del Estado de Bienestar y el surgimiento de la Nueva Izquierda, con su agenda emancipatoria en diversos ámbitos, pusieron en crisis el régimen de posguerra y se dio paso al momento del capitalismo financiero. Entonces, se retrajo la inversión pública en las tareas de cuidado, que volvieron a estar en manos de familias y comunidades, y las familias se transformaron en espacios de doble-ingreso (con suerte), que requerían trabajo precario para sostener la reproducción social. Y en términos de luchas sociales, en este nuevo escenario, se produce la “fatídica intersección de dos conjuntos de luchas” (p. 69): por un lado, el partido pro-mercado que buscaba la liberalización y globalización económica; por otro, los nuevos movimientos sociales progresistas con agendas contrarias a las jerarquías sexuales, raciales, religiosas, étnicas, etcétera. De esta combinación surgió, alega Fraser, el “neoliberalismo progresista, el cual celebra ‘la diversidad’, ‘la mertitocracia’ y ‘la emancipación’ mientras desmantela las protecciones sociales y re-externaliza la reproducción social. El efecto no sólo es el de abandonar a las poblaciones indefensas frente las depredaciones del capital sino también el de redefinir la emancipación en términos de mercado” (p. 69). Los movimientos emancipatorios, desde los LGBTQ, ambientalistas, antifascistas y multiculturalistas, no fueron siempre consecuentes y muchas veces prohijaron versiones afines al neoliberalismo.

En el capítulo 4, Fraser se concentra en explicar cómo la naturaleza está en las “fauces” del capitalismo y cómo una ecopolítica necesita ser trans-ambientalista y anticapitalista. El inicio de este tramo del libro es alentador: muchos movimientos sociales, feministas, antirracistas, entre otros, están incorporando la cuestión ambiental en sus reclamos. Hasta la socialdemocracia y sectores del populismo (incluido el de derecha) se suman a la tendencia. La justicia ambiental está en la cresta de la ola discursiva. En su análisis de la crisis ambiental, Fraser apela a un argumento estructural, uno histórico y, finalmente, uno político. El argumento estructural –sin negar que otros regímenes antiguos y contemporáneos han sido poco amigables con la naturaleza– afirma que el capitalismo tiene una tendencia inherente a generar crisis ambientales, ya que, como orden social institucionalizado, parasita necesariamente los dominios no-económicos –la infausta relación entre la economía y sus otros– y, entre ellos, la naturaleza misma. Dice Fraser: “[m]ás que una relación con el trabajo, entonces, el capital es también una relación con la naturaleza –una relación caníbal y extractiva, la cual consume cada vez más valor biofísico para apilar cada vez más ‘valor’, mientras descarta las ‘externalidades’ ecológicas” (p. 83). De este modo, como la naturaleza no puede renovarse ilimitadamente, el capitalismo siempre está al borde de destruir sus propias condiciones ecológicas de posibilidad.

En una formulación clave del capítulo 4, Fraser afirma: “la sociedad capitalista hace que la ‘economía’ dependa de la ‘naturaleza’, mientras las divide ontológicamente. Al exigir la máxima acumulación del valor, mientras define a la naturaleza como algo que no forma parte de éste, tal arreglo programa a la economía para desconocer los costos de reproducción ecológica que genera. Mientras esos costos aumentan exponencialmente, el efecto es el de desestabilizar los ecosistemas –y periódicamente alterar por completo el improvisado edificio de la sociedad capitalista” (p. 84). Son las cuatro “D”: el capitalismo depende, divide, desconoce y desestabiliza; es el Uróboro que se come su propia cola. Por supuesto que Fraser no desconoce la existencia de agentes responsables de todo esto, y por eso mismo enfatiza que las contradicciones reproductivas, de cuidado, políticas y económicas están interrelacionadas y reclama una ecopolítica anticapitalista. Asimismo, como en los capítulos previos, realiza un sistemático trabajo conceptual –define a la naturaleza de tres maneras, las cuales siempre están presentes– y ofrece una historización de regímenes de acumulación socioecológica, en base a tres factores: método de extracción de energía, de recursos y de disposición de residuos. El capitalismo mercantil corresponde al momento del músculo animal; el capitalismo liberal-colonial al domino del “rey carbón”; el capitalismo administrado por el Estado a la era del automóvil; y el capitalismo financiero actual a los nuevos cercamientos (derechos de propiedad y renovados extractivismos) sobre una naturaleza financierizada.

Cómo el capitalismo hace una carnicería con la democracia es el tema del capítulo 5. Tras denunciar el politicismo de ciertas corrientes postestructuralistas y de la teoría democrática, Fraser asevera que el capitalismo en todas sus formas siempre contiene contradicciones que generan crisis políticas. Precisamente, el campo de lo político, el de los poderes públicos, ha sido una de las condiciones de posibilidad no-económicas que el propio capitalismo se ha ocupado y se ocupa de desestabilizar, tanto a nivel de los estados nacionales como en el espacio geopolítico global. Para Fraser, los poderes políticos son exteriores a la economía capitalista, y la sociedad capitalista se esfuerza por profundizar esta separación, haciendo que “lo económico sea no-político y lo político sea no económico” (p. 121). Al repasar la historia de las crisis capitalistas en función de los regímenes de acumulación, la autora encuentra una constante: la puja por el trazado de límites entre los diversos dominios no económicos y la economía, esto es, las denominadas “luchas de frontera”. En la etapa mercantil, dice la autora, la separación entre economía y política era sólo parcial debido a la injerencia del absolutismo sobre los procesos económicos; en la etapa de liberal-colonial se entronizó el contrato y se clarificó la separación entre dominios. La lucha de clases en el centro significó logros políticos para los trabajadores, bajo la condición de que la democracia no se extendiera al lugar de trabajo. Nada parecido ocurrió en la periferia, donde se mantuvo la expoliación de las poblaciones subyugadas por el colonialismo. La conocida crisis de este régimen, que dio paso al capitalismo administrado por el Estado, implicó un poder público más activo para sostener las condiciones de trasfondo de reproducción del capital, bajo la creciente hegemonía de Estados Unidos. La “ciudadanía social” de esta etapa significó la domesticación de las tendencias más disruptivas, ya que se tomaron medidas para incorporar “estratos potencialmente revolucionarios, aumentando el valor de su ciudadanía y dándoles participación [stake] en el sistema” (p. 127). Lo que no cambió, una vez más, fue la expoliación de la periferia. Y en la etapa final, el capitalismo financiero reformula la relación economía-política, asestando un doble golpe: hace que las instituciones políticas sean incapaces de resolver los problemas de los ciudadanos e independiza a las instituciones globales respecto de los poderes públicos, en un proceso de des-democratización (que incluyó previamente grandes derrotas de sindicatos y también de muchos estados que se vieron compelidos a abandonar, por ejemplo, el control sobres sus monedas). Se llega, in extremis, a una situación de “gobernanza sin gobierno, lo cual significa dominación sin la hoja de higuera del consentimiento” (p. 130). En la fase más reciente del régimen financiero, dice Fraser, se está observando una crisis de la hegemonía neoliberal. La pérdida de capacidades políticas es cuestionada por los populismos y las socialdemocracias, en un intento, aunque con objetivos distintos, de recuperar algo del poder público. En este marco, no puede dejar de señalarse que el populismo de derecha es una reacción frente a la “impía alianza” de movimientos sociales ganados por el neoliberalismo para formar el ya mencionado neoliberalismo progresista.

Por fin, en el capítulo 6, Fraser afirma que, así como el capitalismo ha retornado al discurso político, lo mismo ocurre con el socialismo, en el marco de la fractura hegemónica neoliberal. Por eso mismo, así como aboga por una concepción ampliada del capitalismo, propone también una concepción ampliada del socialismo, que integre la dimensión económica con las dimensiones no-económicas, como la reproducción, el cuidado, la ecología y los poderes públicos. El capitalismo es injusto, irracional y antidemocrático: el socialismo debe superarlo, siendo justo, racional y democrático en todas las dimensiones relevantes. Debe ser “un nuevo orden social que supere no ‘sólo’ la dominación de clase sino también las asimetrías de género y sexo, la opresión racial/étnica/imperial, y la dominación política en todos los ámbitos” (p. 151), asumiendo tres tareas fundamentales: redefinir los límites de los diversos dominios sociales (fijando nuevas prioridades y creando nuevos diseños institucionales); determinar qué hacer con el excedente (si es que ha de haber alguno y, si lo hay, cuán grande ha de ser), sabiendo que a futuro habrá que pagar las cuentas que deja impagas el capitalismo; y acordar qué espacio darle al mercado (su respuesta es: sin mercado en la cima, sin mercado en la base, pero quizá algo en el medio; esto es, el mercado se permite sólo luego de que se determina la asignación macro del excedente y se asegura la provisión para las necesidades básicas). En suma, el socialismo “debe convertirse en el nombre de una alternativa genuina al sistema que está destruyendo el planeta y frustrando nuestras posibilidades de vivir bien, en libertad y democracia” (p. 157). Más aún, arenga Fraser, “ya es hora de resolver cómo matar de hambre a la bestia y poner fin de una vez por todas al capitalismo caníbal” (p. 165).

Fernando Lizárraga

 

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lunes, febrero 06, 2023

Guattari vs. Bifo (parte 2): LUCHA DE CLASES, SUJETOS INDIVIDUADOS Y AGENCIAMIENTOS COLECTIVOS 

 


Bifo: Yo considero que esta distinción es importante.Trabajo y producción de plusvalor, por un lado, y actividad, por el otro: es decir, cagar, mirar televisión, hacer el amor, hablar. Es verdad lo que decís: que la determinación fundamental, la relación de producción capitalista, la producción de plusvalor, en fin, el trabajo, han determinado la forma misma de la actividad. Toda actividad, incluso el trabajo de limpiar papas, está orientada a la reproducción de la fuerza de trabajo. Entonces, es verdad aquello que dijiste de que el trabajo del ama de casa es productivo porque reproduce fuerza de trabajo, es verdad que el trabajo de aprendizaje del lenguaje del niño es productivo porque es indispensable en la introducción al código de la comunicación que es código productivo, porque sin simbolización no pueden ser utilizados en la producción. En este punto es donde en verdad se plantea el problema.

Hablaste de la clase obrera de modo unilateral, molar, indistinto: es equivocado decir que un obrero que vota por el Partido comunista es reformista; el mismo obrero que vota al PC y que rechaza el volante revolucionario quizá sea homosexual, y tal vez pueda resultar hospitalizado por no hablar el lenguaje normal. Esto es verdad, lo he aprendido de El Anti-Edipo más que de Tronti. Es preciso fragmentar la figura humana, porque no existe una “figura humana”, el obrero no es un hombre, no es posible hablar ni de los obreros ni de las otras figuras sociales como hombres. En este tipo de contradicción no se puede hablar de la política como nivel de conjunto, porque la política es un nivel entre varios otros, igualmente determinados, por ejemplo, la sexualidad.

¿Por qué la sexualidad debe ser considerada superestructural cuando, evidentemente, es más estructural que ir a votar?

En todos los niveles fragmentados de la existencia cotidiana hay un nivel determinante que es el nivel de la prestación de la vida al trabajo productivo, de la cristalización, de la capitalización de la vida, de la transformación de todos los niveles fragmentados de la vida, de su posible reducción a fuerza de trabajo: o sea, de convertirse en medio de producción, en fin, en capital. Y es aquí que se plantea el problema: reconstruir un modo de ver conjuntamente los problemas y definir todo en relación a esta funcionalización de toda la vida a la muerte, de toda la existencia al capitalismo y al socialismo que hipostasía todo esto…

Guattari: …el socialismo como fuerza suprema del capitalismo…

Bifo: Por esto digo que el rechazo del trabajo es la forma de conjunto de la subjetividad, para reutilizar esta palabra…

Guattari: …subjetividad de la clase obrera. Si partís de la subjetividad revolucionaria, se puede entender, pero si partís de la subjetividad de la clase obrera, como nosotros la conocemos desde hace cien años a esta parte, no…

Bifo: …desde el momento en que la glosolalia artaudiana se plantea como deseo de hacer hablar al cuerpo en el lenguaje, entonces es una tensión real, es un proceso de transformación real que Artaud inició, pero en el momento en que no logra realizar esto –quizá soy un poco esquemático, pero quiero decir estas cosas a grandes líneas–, el problema es que en la experiencia de las vanguardias artísticas (de las cuales Artaud es el nivel más desesperado) no fue capaz de plantear la complejidad del problema del rechazo al trabajo: es la razón por la cual Maiakovski se mató y por la cual Artaud murió de un cáncer en el ano…

Guattari: …no estoy de acuerdo contigo, sigo sin entender esta negatividad que le atribuís a la clase obrera. Si me decís que hablás de una clase obrera diferente a la que vemos desde hace cien años, entonces estoy de acuerdo contigo, pero no respondés a esta pregunta…

Bifo: …sos vos el que acepta la definición tradicional de la clase obrera, como dato económico y sociológico…

Guattari: La subjetividad de la clase obrera son las personas que dicen la palabra “clase obrera” atribuyéndosela a sí mismas (sea que se la atribuyan injustamente, porque son burócratas, sea que se la atribuyan con razón). Es el conjunto de los atributos del término “clase obrera”. No es para nada algo más misterioso que esto. La clase obrera es el conjunto de la gente que se refiere a la clase obrera y que tiene cierta sintaxis, cierta semántica, cierta estrategia, cierta concepción de cómo se articula esta expresión “clase obrera”…

Bifo: Se puede ir más allá de la palabra para plantear la cuestión efectiva –no creo subjetiva– que es la del sujeto que transversaliza el nivel de la transformación.

Tomemos el discurso sobre las máquinas deseantes y sobre el cuerpo sin órganos. Bien, este discurso que plantea todas las cuestiones, de la existencia de múltiples niveles, del rechazo al concepto de hombre, de humanidad, este cuadro general de todos los niveles, debe ser transversalizado por una subjetividad que no es una subjetividad humana…

Guattari: Pero no es una subjetividad obrera, es una subjetividad maquínica, que hace estallar simultáneamente los conceptos de clase obrera, de burguesía, de hombre, de mujer, de homosexual, de niño.

Es una subjetividad transversal que descubre en verdad a los hombres, a las mujeres, las redundancias significativas, la lucha de clase, pero las agencia de un modo diferente. Ciertamente, no las re-agencia diciendo que el sujeto de la historia es, de cualquier forma, la clase obrera.

Bifo: Digamos entonces que el problema es la posibilidad de liberar todas las formas de actividad que enumeraste, liberar la actividad de la prestación.

¿Quién es el sujeto que tiene la capacidad de transversalizar esta…

Guattari: … si decís que es el sujeto, ya no te respondo más... No sé si existe alguno. Yo digo: no es un sujeto, es un agente, y más precisamente es un agenciamiento colectivo de enunciación. Yo opongo agenciamiento a sujeto y colectivo a sujeto individuado.

Ahí donde existían colecciones de sujetos individuados que eran los portavoces delegados representativos de la producción, hay un agenciamiento a-subjetivo y a-significante, que es al mismo tiempo productivo, representativo, útil, deseante, mercantil, sin que pueda hacerse en algún momento una separación, introducir una fractura entre una persona, un objetivo, una finalidad, un sistema de intercambio y algo más. Podrá, quizá, parecer una cuestión de palabras, pero cuando hablás de un sujeto de la historia, debo decir que no pienso que esta idea pueda mantenerse sin terminar de alguna manera con un programa, con un partido, con un líder, con un centralismo decisional, con algo que, a partir de determinada semiótica, decida otra vez de modo centralizado. Esto me parece inevitable.

Entonces es preciso desubjetivar la historia, admitir que la historia no está centrada sobre los hombres, que existen agenciamientos maquínicos de hombres, de órganos, de funciones, y que además existe un policentrismo decisional. En este caso, se tiene una concepción completamente distinta de la subjetividad y ya no se atribuye la subjetividad a la burguesía, al proletariado o al partido de la clase obrera.

Bifo: Pero ¿por qué entregar el concepto de sujeto al idealismo?

Guattari: ¡Porque la idea de sujeto está orgánicamente ligada a la filosofía idealista! La idea del sujeto como dueño de sí y del universo –es decir, de una pequeña máquina semiótica que controla las percepciones, la voluntad, las relaciones, la palabra– es algo que representa una visión idealista de la decisionalidad y de la libertad, porque implica un ruptura, un corte entre el ámbito en el que se semiotiza y se tiene consciencia de sí y el ámbito de la práctica, de la sociedad, de la comunicación.

Yo, en cambio, digo que es verdad que existe la consciencia y que existe el sujeto, pero no es la consciencia, no es el sujeto quien domina los procesos, no existen paralelismos ni pequeñas cuerdas entre un organismo-sujeto y una práctica. Esto es un efecto: existen efectos epifenoménicos, efectos de poder, de redundancia significativa que tienen una gran importancia en la historia, una importancia de reterritorialización, pero que no son los motores de la historia. Así como la ideología no es el motor de la historia, no lo son nunca las redundancias significativas. El motor de la historia es, más bien, un funcionamiento que asocia la enunciación semiótica, la producción de un campo material, la producción de un campo maquínico que agrega e integra elementos que primero eran puestos en el registro del sujeto y elementos que primero eran puestos en el registro del objeto.

Aquello que defino por agenciamiento es algo que no es ni “sujeto” ni “objeto”, pero que es simultáneamente –se precisaría un término para “pasar por en medio”– máquina en el orden semiótico y en el orden de las enunciaciones semióticas, pero que lo es, incluso, en el orden del montaje de los flujos materiales, de los flujos sociales, de los económicos, etc. En los agenciamientos hay palabra, hay ojos, boca, dinero, electricidad, cuerpos, un automóvil y otras cosas. Se trata de esto.




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viernes, febrero 03, 2023

¿HASTA CUANDO? Algunas anotaciones sobre un libro de Oscar Ariel Cabezas 

Redacté estas notas apenas terminé de leer el libro de Cabezas. Cierto sitio se interesó en publicarlas pero a condición de eliminar las referencias al peronismo. No acepté, así que finalmente lo publicó El Porteño. Lo dejo también acá para efectos de archivo más que otra cosa.


Dos personas distintas me recomendaron con entusiasmo conseguir el nuevo libro de Oscar Ariel Cabezas “¡Quousque Tandem! La indignación que viene”, publicado por Ediciones Qual Quelle, Santiago, 2022.

Por eso, tras una visita a la librería Alma Negra en Nueva de Lyon 63 me conseguí un ejemplar y abandoné otras lecturas en curso para leerlo entero más o menos rápidamente. En estos tiempos los lectores debemos aprovechar todos los intersticios en que nuestros ojos se pueden posar sobre las líneas impresas o electrónicas, combatiendo el tiempo muerto de los desplazamientos en micro y metro, las esperas para almorzar en las pausas del trabajo asalariado, y aprovechando los momentos de regreso al hogar que siempre se hacen cortos en medio de las tareas más básicas que hay que cumplir antes de irse a acostar para reiniciar todo el ciclo al otro día.

El título alude a Cicerón y su famosa diatriba en contra de Catilina y su conjura del año 63 Antes de Cristo, ¿Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?, o sea: “¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?”. Cabezas escoge esa frase como representativa de las revueltas globales que están ocurriendo desde algún tiempo y que, según indica, llegaron para quedarse.

El vaso medio lleno

El libro parte muy bien y es fácil dejarse llevar por su línea argumentativa. Lo más valioso que en él encontré viene planteado de entrada: vivimos en un oasis neofascista en que los fascismos ya no son molares (macropolíticos/estatales) sino que moleculares (Guattari), y los encontramos difuminados por todas partes, desde el comportamiento agresivo de los pasajeros del metro y consumidores ávidos de llenar el vacío existencial una y otra vez, hasta en la invasión de publicidades mientras navegamos por Youtube o hacemos filas para ser atendidos en un centro de salud. Así, Cabezas se inscribe en la tradición que a partir de los años setenta diagnostica una mutación del viejo fascismo, que a pesar de haber sido derrotado en 1945 en su forma clásica, sobrevive hasta nuestros días como el necesario complemento o aspecto oculto del capitalismo neoliberal. Esta comprensión del nuevo fascismo fue formulada claramente por Pasolini, Deleuze/Guattari y Foucault, y ha sido consistentemente abordada hace poco por Maurizio Lazzarato en uno de los mejores textos que leí el 2022, “El capital odia a todo el mundo. Fascismo o revolución” (Eterna Cadencia, 2020), y entre nosotros por Sergio Villalobos-Ruminott en su libro “Asedios al fascismo. Del gobierno neoliberal a la revuelta popular” (DobleAeditores, 2021). Cabezas profundiza en el diagnóstico del “modo de vida neofascista” en que todos estamos insertos, y lo hace teniendo a la vista la derrota de la Nueva Constitución en el plebiscito del 4 de septiembre del 2022.

Otro aspecto muy valioso del análisis de Cabezas sobre la realidad chilena es la cuestión de la producción de una subjetividad de clase media, que no sería solo un estrato social sino una disposición, “el lugar en que las aspiraciones se realizan en el pequeño sueño del bienestar económico”, o la “creencia en el orden, la democracia y los valores del mercado”, el “devenir subjetivo de los que sostienen el orden desde la negación de los antagonismos sociales”.  Visto así, agregaría que no es nada casual que una vez que con la complicidad de la academia neoliberal/posmodernista el viejo marxismo ha sido arrojado al basurero de la historia, ya nadie hable de las clases sociales propias del capitalismo (burguesía y proletariado) pues las únicas clases existentes en el discurso actual son la “clase media” de la que casi todos consideran formar parte, y la “clase política”, odiada por casi todos, desde extrema derecha a extrema izquierda.

A diferencia de muchos izquierdistas que se quejan de la inexistencia de una “verdadera izquierda” e incluso hablan de que en Chile únicamente existen “dos derechas” (la tradicional y la neo-concertacionista), Cabezas señala la profunda complicidad entre la izquierda adaptada al neoliberalismo, desde los tiempos de Aylwin hasta el gobierno de Boric, y esta producción de subjetividad clasemediera, que produce un tipo de izquierdismo inmanente y no trascendente al sistema neoliberal, que en otras partes del mundo ha sido llamado “izquierda woke”.

Se trata a mi juicio de uno de los aportes más fuertes del libro, pues permite identificar a la izquierda realmente existente como parte fundamental del orden que Cabezas denomina “capitalocrático”, sin cuyo aporte la obra de la dictadura iniciada en 1973 no se hubiera desplegado plenamente a partir de 1989 (los “30 años” contra los que nos levantamos en octubre del 2019), y posteriormente en el actual “retorno a la normalidad” que hemos vivido desde la pandemia y la neutralización de la revuelta mediante el acuerdo por la paz, la elección de Boric,  y la derrota electoral de la opción por una Nueva Constitución.



El vaso medio vacío

En este punto es que me veo motivado a señalar algunas diferencias con Cabezas. A mi juicio, y tal como lo formula el japonés Jun Fujita Hirose en la conversación con el autor que cierra este libro, existió una contradicción en la revuelta chilena que por una parte quería destituir a Piñera y por otra “apechugó con la ‘salida institucional’ propuesta por la ‘democracia’ a la que se oponía con toda fuerza”. La finalidad del acuerdo del 15 de noviembre, propuesto por Piñera y acogido por el grueso de la “clase política” -con Boric firmando primero a título individual y un PC de Chile que se negó a firmar pero luego se sumó con entusiasmo al proceso- siempre fue evidente: desviar y neutralizar la revuelta, salvando el orden del Estado/Capital de la amenaza más grande que había enfrentado en el último medio siglo. Si en Cabezas y muchos otros teóricos radicales esa finalidad pasó a segundo plano cuando se posibilitó mediante el trabajo de la Convención Constitucional la “superación de la Constitución de Pinochet” y la aprobación de una plurinacional y verdaderamente democrática, entendida como condición necesaria aunque no suficiente para una transformación profunda, creo que existe una gran ambigüedad en la comprensión de la verdadera ligazón entre capitalismo y democracia, que va mucho más allá del vínculo más notorio entre democracia representativa y neoliberalismo.

En cuanto a esto, a pesar de la radicalidad de su crítica, Cabezas se revela como un demócrata allendista que gasta bastante tiempo en señalar que la revuelta no era “anárquica”, y que de hecho no tiene problemas en vincular la violencia de octubre con meros montajes policiales e intervención del lumpenproletariado en incendios y saqueos. Por eso no resulta extraño que le diga a su interlocutor japonés que fue la pandemia el “verdadero milagro” que salvó a Piñera de caer e incluso de terminar en la cárcel por las violaciones de derechos humanos cometidas durante su mandato. No señor: Piñera se salvó el 15 de noviembre de 2019, y quien lo salvó directamente fue el presidente actual, Gabriel Boric, en cuyo gobierno es un pilar fundamental el PS: el partido del presidente mártir, Salvador Allende, cuyos correligionarios en vísperas del cambio de siglo salvaron a su vez a Pinochet de quedarse preso en Europa. 

Ante esta evidencia es que cobra mucho sentido leer al referido teórico japonés preguntándole a Cabezas “¿por qué los chilenos no continuaron sus luchas callejeras hasta la caída del gobierno del presidente Piñera, quien además es uno de los empresarios más beneficiados por el neoliberalismo chileno, como lo hicieron por ejemplo los argentinos hace 20 años con la consigna ‘Que se vayan todos’? Los chilenos dejaron que Piñera completara su mandato con toda tranquilidad” (pág. 200).  Para Cabezas, como dijimos, la causa de esto radica en la pandemia, a pesar de toda la evidencia que indica que a partir del acuerdo del 15 de noviembre las protestas disminuyeron notoria y gradualmente su fuerza. A su juicio, similar en esto a la de la mayoría de los demócratas e izquierdistas, la revuelta tenía por objetivo “cambiar la Constitución de 1980”, y por eso se depositaron grandes ilusiones en un proceso que desde el inicio estaba destinado a neutralizarla.

Lo cierto es que como aún resulta posible recordar, en los primeros días la revuelta era destituyente y an-árquica, violencia pura o divina (en términos benjaminianos), y recién para la concentración masiva del 25 de octubre fue que la pequeña burguesía progresista levantó con fuerza la consigna de Nueva Constitución, que fue el canal por el cual el deseo revolucionario y destituyente fue transformado en una mera relegitimación institucional del Estado. Por lo demás, la Constitución vigente no es pura y simplemente “la de 1980”, como gustan de creer muchos, sino que el producto de las reformas acordadas con la Concertación de partidos de la democracia, plebiscitadas en 1989, y de la gran cantidad de reformas posteriores que llevaron a que desde 2005 ostente la firma no de Pinochet sino que de Ricardo Lagos.  Lo dramático es que ese discurso, que invisibiliza el hecho de que la Constitución actual es híbrida (1/3 Pinochet/Guzmán, 1/3 reformas de 1989, 1/3 reformas posteriores), ha pavimentado el camino a una extrema derecha que se atribuye el 62% del plebiscito de salida como un triunfo propio que expresa un apoyo a Pinochet, lectura en que varios críticos de izquierda también han caído.

Más que lucha de clases y revolución social, ciudadanía y desobediencia civil son los conceptos clave en la mirada de Cabezas, que por lo mismo se permite criticar la “poca riqueza” del análisis de Héctor Llaitul en los motivos que dio la CAM para no participar del proceso constituyente, destacando por contraste la figura de Elisa Loncón, presidenta de la Convención Constitucional, e incluso elogiando a Jorge Arrate (interlocutor de Llaitul en un famoso libro que contiene una entrevista entre ambos) como un “político allendista” y “ciudadano a emular, no sólo para la izquierda, cuya reconstrucción es urgente, sino para cualquier ciudadnx digno de la condición pensante de la política entendida como el arte de la lucha por la conquista de la dignidad” (pág. 142).

¿En serio?  A mi no se me olvida el nefasto rol que Arrate junto a otros miembros del Partido Socialista cumplieron en los ochenta, siendo protagonistas de la “renovación” que reconstituyó su viejo partido como un pilar fundamental del orden neoliberal, y que incluso luego de su viraje a la izquierda donde se acercó al viejo aparato estalinista del PC de Chile -hoy un mero partido socialdemócrata a pesar de su nunca desmontado autoritarismo- se definía a sí mismo como “socialdemócrata” y “eurocomunista” (ver su aporte en el dossier “40 años, 40 historias”, en el sitio de la Biblioteca Nacional). El mismo Félix Guattari, ultracitado a lo largo del libro de Cabezas, en una conversación sostenida 1977 con los italianos Paolo Bertetto y Bifo donde refieren al eurocomunismo como “un nuevo tipo de proyecto político fundado sobre el nexo socialdemocracia-stalinismo que implica la represión de las luchas proletarias”, diagnostica que “ya no tiene nada que ver con la historia y las perspectivas del movimiento comunista: incluso está más bien en regresión respecto a la Internacional Socialista de la preguerra” (Félix Guattari, Deseo y revolución, Tinta Limón, 2021). Así que no, gracias: no hay nada que emular en el ciudadano Arrate, si uno aún desea una revolución social anticapitalista y antiautoritaria. Muy por el contrario.

Con esto llegamos a los puntos que me parecen más débiles del libro de Cabezas, cuya sofisticación discursiva no oculta lapsus relevantes como la parte en que refiriéndose a la tendencia natural de la policía hacia el fascismo en Estados Unidos, señala que “también es una de las más intensas pulsiones de Carabineros de Chile desde el golpe militar de 1973” (pág. 163). Cuesta creer que el autor pase por alto el largo historial de masacres y terrorismo de Estado en que ha incurrido Carabineros desde su fundación en 1927 por el dictador Ibañez, conocido en su tiempo como “el Mussolini del nuevo mundo”. Pero es cierto que en el imaginario de muchos izquierdistas chilenos, que más que anticapitalistas son sólo antineoliberales, todo iba muy bien hasta el 11 de septiembre de 1973, y sólo a partir de ese momento la barbarie capitalista se ensañó con esta larga y angosta faja de tierra situada entre la cordillera y el océano Pacífico.      

Más llamativo aún resulta cuando califica la fuerza bruta de la policía chilena como “descerebrada y anárquica”, siendo que toda la evidencia indica que se trata de una violencia jerárquica altamente organizada, centralizada y entrenada, que hace tres años acudió sistemáticamente, y no de manera “espontánea” mediante “excesos individuales”, a la mutilación ocular como estrategia política represiva, que hasta ahora ha quedado en la más absoluta impunidad, con una cacareada reforma policial que finalmente quedó en nada desde que al asumir su mandato el presidente Boric ratificara en su cargo de General Director a Ricardo Yañez, que para la revuelta ejercía como Director Nacional de Orden y Seguridad.    

Cabezas insiste a lo largo del texto que las revueltas ya no son modernas y que no expresan ningún “principio de anarquía”, y por el contrario las entiende como un freno de mano para evitar la captura de las instituciones democráticas por la capitalocracia. Así, a pesar de su contundente crítica de la izquierda realmente existente, de las similitudes discursivas entre Piñera y Boric, y del espectáculo electoral en que se enfrasca esa izquierda, al final pone sus esperanzas en los “nuevos bárbaros” hasta que la dignidad “se haga cuerpo en los afectos de una verdadera Asamblea Constituyente”.

En la conversación con Jun Fujita Hirose aparece una pista importante para entender las pasiones políticas de Cabezas cuando se lamenta de que en Chile no exista algo parecido al peronismo, “una máquina teológica-política que sigue orienta(n)do las luchas en Argentina” (pág. 201). Muy por el contrario, podríamos decir que el peronismo ha constituido desde sus inicios hasta ahora un aparato de encuadramiento de los proletarios argentinos en el Estado, con claros orígenes semifascistas (la admiración de Perón por Mussolini y Hilter es un dato de la causa, así como su inmediato reconocimiento a la Junta Militar chilena en 1973, y las visitas oficiales y giras de Evita Perón con Francisco Franco, para ayudarle a blanquear ante el mundo la versión española y “nacional-católica” del fascismo clásico). De hecho, el populismo peronista con sus tentáculos hacia la derecha y la izquierda son un ejemplo para neofascistas como el ruso Aleksandr Dugin, uno de los gurús de la nueva extrema derecha actual, y constituye un enorme obstáculo para la autonomía política y actuación revolucionaria del proletariado argentino. En síntesis, tal como con Jorge Arrate, no me parece que haya nada que emular ahí. 

Por último, no dejan de llamar la atención algunas imprecisiones relevantes en que incurre el autor. Así, en dos ocasiones señala que el plebiscito donde se definió la continuidad de Pinochet como presidente de Chile fue en 1989, siendo que ese evento ocurrió el 5 de octubre de 1988. Lo que sí ocurrió en 1989 fue el plebiscito donde más del 90% de los votantes aprobaron la reforma constitucional pactada entre el régimen militar y la Concertación de Partidos por la Democracia: momento fundacional de los “30 años” contra los que nos rebelamos el 2019, a partir del cual es bastante engañoso hablar de “la Constitución de los milicos”, que fue el gran argumento de la izquierda apruebista para aceptar el itinerario electoral definido por la “clase política” el 15 de noviembre de 1989 y sumarse con entusiasmo a esa verdadera contrarrevolución democrática-institucional.

También se equivoca al referir que en el 2006 se produjo el “mochilazo” de los estudiantes secundarios, que según dice continuó “en 2011, como la revolución pingüina” (pág. 53), y también  al recordar la acción de la “dirigente secundaria” María Música Sepúlveda al arrojar el contenido de un jarro de agua a la Ministra Mónica Jiménez, a quien identifica como “mujer socialista y de izquierda (pág. 54)”.

La verdad es que gran parte del legado del movimiento secundario que irrumpió el 2001 (el verdadero año del “mochilazo”, que se produjo poco después de las importantes protestas contra una reunión del Banco Interamericano de Desarrollo, con ocasión delas cuales se articularon una multiplicidad de colectivos y movimientos anticapitalistas) fue la instalación de asambleas y vocerías, que rompieron con el modelo burocratizado y jerárquico de los “dirigentes estudiantiles”, que tanto en la revolución pingüina del 2006 como en el estallido secundario y universitario del 2011 los partidos se esforzaron en reponer, al punto de que la renovación izquierdista/concertacionista que hoy nos gobierna llegó de la mano de los nuevos dirigentes estudiantiles del 2011: Boric, Vallejo y Jackson. Por el contrario, María Música era parte de la expresión más “anárquica” del movimiento, cuyos herederos saltaron los torniquetes el 2019, aunque Cabezas lo niegue explícitamente (“No había nada de anarquismo en el acto de María Música”, sentencia en esa misma página). Por cierto, la Ministra Jiménez nunca fue socialista ni de izquierda, sino que demócrata cristiana y parte del Directorio fundacional de Paz Ciudadana.

Conclusión

Finalmente, considerando sus virtudes y defectos, este libro es sin duda un aporte importante a la hora de evaluar desde el General Intellect el lugar al que hemos llegado tres años después de la insurrección de octubre, y los caminos que siguen abiertos para las revueltas del siglo XXI, que coincidiendo con el autor estimamos que han llegado para quedarse pero, como ha dicho Lazzarato, nos plantean la difícil tarea de crear máquinas de guerra revolucionaria y retomar una “teoría de la revolución” adecuada para el siglo XXI. 


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jueves, febrero 02, 2023

Guattari vs. Bifo: Trabajo, clase obrera y negación del trabajo  

 


(fragmento de Félix Guattari, Deseo y Revolución. Diálogo con Paolo Bertetto y Franco Bifo Berardi – 1977, Tinta Limón, 2021).  

Guattari: Tengo la impresión de que la discusión no avanza y de que no estás teniendo en cuenta mis objeciones a tu razonamiento. Como sea, intentemos avanzar. Creo que la subjetividad en la sociedad implicada en el proceso de producción cambió de naturaleza: ya no es más un tipo de subjetividad humana que se añade al nivel de la subjetividad de las clases sociales, sino también a nivel de los procesos subjetivos ligados a la producción misma o a la ciencia o al arte. Hay un desplazamiento de la subjetividad que es cada vez menos humana y cada vez más maquínica; lo que no significa más alienante, sino al contrario más liberadora.

Entonces, yo también estoy convencido de que una de las determinaciones fundamentales de la situación actual, un motor –como dice Bifo– es el rechazo del trabajo, solo que este elemento no me parece caracterizar para nada a la clase obrera como clase social, sino que me parece caracterizar la emergencia de un nuevo tipo de socialidad, un nuevo tipo de organización que ya no pasa a través del viejo tipo de oposición de clase.

No acepto el discurso de Bifo cuando habla de trabajo porque encuentro francamente absurdo que se determine una función social en relación al trabajo como tal. Quisiera que Bifo repensara lo que dijo teniendo presente esta pregunta: ¿de qué tipo de trabajo se trata? Yo distinguiría cuatro tipos de trabajo, pero hay otros.

Existe, en primer lugar, el trabajo del deseo, el trabajo del sueño, en el sentido en que Freud hablaba de trabajo del sueño: un trabajo que no representa ninguna finalidad social evidente, inmediata. Es el trabajo, por ejemplo, de un niño que se hace caca encima. Se trata, sin embargo, de algo que tiene un valor, de algo que es un trabajo, porque de algún modo el hecho de que el niño acepte o no acepte seguir las reglas maternas y las reglas de educación esfintérica es un trabajo como otro.

En segundo lugar, hay otro tipo de trabajo, es el que produce valores de uso, alguien que hace de comer, pela las papas, etc.; es algo que presenta una finalidad social evidente. No se trata, ciertamente, de un juego: trabaja para comer él y sus amigos. He aquí otro tipo de actividad que es un trabajo. No hay ningún motivo para creer que este tipo de trabajo no deba participar en una definición general de trabajo, en una definición, diría, física.

Otro tipo de trabajo es aquel que determina la producción de mercancías, es decir de algo que entrará al interior de un sistema de intercambio, intercambio con equivalentes de cualquier naturaleza, con una prestación de servicios o con un salario correspondiente a la fuerza de trabajo, y que implica la organización de sistemas que permitan la extracción de plusvalor. Han sido propuestos criterios de análisis del valor ligados a una tasa de explotación media o a una proporcionalidad en relación al tiempo de trabajo social medio… En fin, existe toda una serie de criterios que se pueden obviamente discutir. Se puede intentar formular un criterio de valoración de la producción de los valores de uso en relación al dispendio de energía, y de este modo se puede tener otra valoración del tiempo de trabajo en relación al sistema de intercambio relativo a las otras mercancías.

Yo propondría luego un cuarto tipo de trabajo: es el trabajo de normalización, el trabajo que con los amigos del Centre d’Etudes, de Recherches et de Formation Institutionnelles habíamos llamado antiproducción. Trabajo de la antiproducción, que no por esto deja de ser un trabajo: el trabajo de los policías, el trabajo de los guardia cárceles, gran parte del trabajo de los docentes. Es un trabajo que no tiene como finalidad la producción de mercancías, sino la producción de un orden social, de una redundancia social.

Va de suyo que cuando examino estos cuatro tipos de trabajo, ciertamente, ninguno está completamente separado de los otros. Seguramente hay comunicación entre los valores de deseo, los valores de uso, los valores de cambio y los valores de normalización: es necesario que un policía obtenga placer con algo, es preciso que este algo tenga un uso inmediato, que es un uso al interior de la circulación, es decir un valor de cambio… y todo esto forma un rizoma muy complicado.

Dicho esto, es fundamental hacer notar que la clase obrera se constituyó en su relación antagonista con la burguesía, esencialmente, sobre el valor de cambio y sobre la producción de valores de cambio. Entonces, todo un sector de otros trabajadores ha quedado fuera de esta definición de la clase obrera, más bien del movimiento obrero como clase trabajadora.Y esto sucede, esencialmente, bajo dos formas: por un lado, en lo concerniente a los valores de deseo –que en cambio son asumidos por los movimientos utópicos y por el movimiento anarquista– y, por otro, en lo concerniente a los valores de uso –que es la fractura entre la clase obrera y la gente que se ocupa de la vida cotidiana, del militantismo cotidiano.

La clase obrera, el motor de la historia, se define entonces en su relación con la máquina de producción capitalista y también está separada respecto al valor de normalización, está en relación con cierto tipo de producción y no con otro: las personas que participan del valor de normalización, de regulación, de planificación y de organización del trabajo, en efecto, no forman parte de la clase obrera. Esta opción, entonces, esta clasificación de una clase en base a cierto tipo de producción, a cierto tipo de valor, no es solo una elección económica o tecnológica, sino también una elección social: significa que se ha concebido enteramente la lucha en función de cierto modelo de producción, de cierto crecimiento de esta producción y de cierto tipo de sociedad.

Quiero destacar que yo creo que la clase obrera fue en los últimos años el verdadero motor de la capacidad de la sociedad capitalista de continuar su propio progreso. Gracias a que las burocracias obreras reemplazaron los viejos sistemas de encuadramiento a nivel de la producción, de las diferencias salariales, de la formación de la fuerza de trabajo y de la seguridad social es que el capitalismo ha podido sobrevivir. En la medida en que las burocracias obreras han entrado en unión con las burocracias de estado es que se han podido realizar experiencias políticas como el new deal, utilizando la capacidad del estado de intervenir para normalizar los procesos económicos y superar la crisis.

Entonces, en estas condiciones, la oposición clase obrera/burguesía es fundamental y continúa siéndolo en el cuadro de una sociedad determinada que tiene su propia lógica, que desemboca en la regulación de sus procesos. Bifo señala la pasividad obrera en la URSS. Es verdad, y esto no produjo un movimiento revolucionario, sino una sociedad burocrática represiva y reaccionaria que se comportó de una manera tal como para que no se haya producido un inmenso levantamiento revolucionario contra la represión y el Gulag.

Dicho esto, es justo subrayar que las luchas obreras en Inglaterra, en Francia, en Italia, en Alemania alcanzan un equilibrio, una regulación, pero no impiden en absoluto que estas sociedades sean reaccionarias; más bien todo lo contrario: hay un conformismo simétrico, idéntico –y quizá también más pronunciado– por parte de las aristocracias obreras respecto a la burguesía.

Por esto digo que hoy estamos frente a una sociedad de clases y a una oposición de clases que están enteramente focalizadas sobre cierto tipo de mercancías y de valores, y que forman un continuum con la burguesía capitalista comercial dominante y la burguesía de estado; un continuum en el cual todas las burocracias se encuentran montadas al movimiento obrero político sindical y a los trabajadores sociales de la misma clase obrera. En realidad, hay un continuo, ya no hay más un frente de clase, hay una polaridad, muy importante, que es fundamental para la evolución misma del capitalismo: se ve claramente que el retraso del capitalismo español depende en gran parte del hecho de que hay un retraso en la promoción de las vanguardias burocráticas del movimiento obrero.

Un país capitalista desarrollado tiene necesidad de una burocracia obrera desarrollada. En caso contrario, hay cierto retraso al nivel del encuadramiento, de la formación, pero también de la promoción del mercado interno. Es importante que exista una clase obrera reivindicativa, que participe en el ciclo de las jerarquías internas, que consuma más automóviles, más heladeras, y que tenga también mayor formación profesional, porque es un factor de aceleración de la circulación del capital al interior del país y, al mismo tiempo, de su competitividad a escala internacional. Es igualmente importante tener petróleo que tener un Partido Comunista y un sindicato comunista fuerte: todo esto es indispensable para una economía capitalista desarrollada.

Pienso que Bifo responderá: “de acuerdo, pero todo aquello de lo cual hablas no es la clase obrera.” Este es el problema principal. Si esta no es la clase obrera, entonces no sé qué sería la clase obrera.

Porque, y te propongo una distinción, yo hablo de la verdadera clase obrera, es decir de aquella que de un modo u otro se reconoce en el movimiento obrero, aquella que tiene su subjetividad en el Partido Comunista y en el sindicato comunista, en la seguridad social y en todos estos organismos; mientras que aquella de la que habla Bifo no es la clase obrera, sino una especie de conjunto de todos los conjuntos de personas que trabajan.

Quizá Bifo quiera decirme que en la clase obrera también hay niños y que su trabajo es explotado, porque es necesario darse cuenta de que los niños trabajan dado que participan de la formación colectiva de la fuerza de trabajo: los niños que juegan, a los cuales se le hacen test, que miran televisión, que van a la escuela son instrumentos fundamentales del proceso de producción, como las personas que transportan tierra y fabrican un edificio. No se puede concebir una clase obrera si no se pone a trabajar a los niños, a formarse dentro del proceso semiótico de la sociedad moderna.

Quizás, además de los niños, también incluís a las mujeres en la clase obrera. No se puede concebir, en efecto, una sociedad que no reproduzca los trabajadores al nivel de la sexualidad, de la formación y de la creación de un ambiente familiar. No existe sociedad que no reúna trabajadores, incluso, en células consumidoras, siendo siempre fundamental, como dice la economía política, la reproducción y la continuidad de cada célula consumidora y la unidad de las economías familiares. Podemos decir, entonces, que también la mujer trabaja. Si decís que la clase obrera son los niños, los adolescentes, las mujeres, pues entonces me parece bien que se defina así a la clase obrera, pero será preciso recordar que no estamos hablando de la clase obrera de la que habla el marxismo desde hace una centena de años.

Bifo: Marx en la primera parte de El Capital distingue entre work y labor, trabajo y actividad; creo que es una distinción importante. En el capítulo de El anti-Edipo dedicado a la antiproducción hay una ambigüedad, no tanto conceptual como lingüística: cuando se habla de trabajo y se plantea la cuestión de las máquinas deseantes en relación al problema del trabajo. Quizá en la lengua italiana, como en la francesa, no exista esta distinción entre actividad y trabajo, pero sí es posible distinguirlas en la lengua inglesa y quiero subrayarlo.

Guattari: No, porque el capitalismo no la hace, no existe actividad que hoy no esté sobrecodificada por el capitalismo: mirar televisión, mear, coger no son “actividades”: todo está completamente codificado en las grillas del capitalismo… ¡Todo es trabajo!

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