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lunes, junio 25, 2018

La División del Trabajo, 3 discos nuevos/Italia 1977: Proletariado juvenil y rechazo del trabajo 

2 cosas en esta ocasión (no 3):


1.- El organismo musical itinerante autodenominado la División del Trabajo, que ya había debutado con un disco que me hacía pensar en un viajero de estos tiempos que llevaba a modo de equipaje una guitarra y unos cuantos libros, además de mucho John Fahey/Derek Bailey en la imaginación, acaba de dar a conocer desde el Campo de Bandas 3 trabajos nuevos (sí: 3!!!), que vieron la madurez en el mes de mayo de este año tras un proceso de algunos meses entre diseñar y ejecutar las sesiones, y luego trabajarlas para cortar de ahí los temas que ordenan estas 3 obras.

Los dejo con Homo sapiens como corpus delicti, consistente en 5 tracks cargados al drone rock fushitsushizado y con eventuales injertos de free chant, o dicho de otro modo, una especie de combo free rock a lo Blue Humans pero en que en vez de haber reclutado a viejas glorias de la Fire Music afroamericana se hubieran conformado con reclutar a una tropa de viejos y no tan viejos punk/postpunk city rockers (incluyendo a un infante).

Como dijera Víctor Jara alguna vez: "My chant is a free chant".

2.- A propósito del trabajo y el rechazo del trabajo, extracté esta parte del capítulo sobre Automomía Obrera y Lucha Armada en el libro La Horda de Oro (1968/1977), compilado por Ballestrini/Moroni, y lo acompaño con fotos del período 1976/77 y la escena de los Círculos del Proletariado Juvenil. Entre otras cosas, además de servir para ilustrar bien lo que parece haber sido la última gran ofensiva del Segundo Asalto, sirve también para entender las algo complejas nociones "operaístas" de composición/recomposición de clase.




El rechazo al trabajo

En la propia fórmula del «rechazo al trabajo» es necesario subrayar dos significados distintos y dos perspectivas diferentes de funcionamiento teórico-práctico.

Rechazo al trabajo significa: a) un esquema interpretativo de todo el proceso en el cual se entrecruzan las luchas obreras y el desarrollo capitalista, la insubordinación y la reestructuración tecnológica; b) una conciencia generalizada, un comportamiento social anti-productivo, una defensa de la propia libertad y de la propia salud: una conciencia que se ha vuelto muy fuerte y que prácticamente constituye la base inatacable de la resistencia obrera contra los intentos de reestructuración capitalista hasta mediados de la década de los setenta.

Veamos más analíticamente el sentido de estas dos diferentes perspectivas en las que se puede comprender la fórmula del rechazo al trabajo. Antes que nada el rechazo al trabajo es una forma de comportamiento inmediato de los proletarios que, insertos en el circuito de la producción industrial avanzada, sin haber sufrido la larga y deformante reducción perceptiva, existencial y psicológica que constituye la historia de la modernización industrial, se rebelan casi instintivamente.

El piamontés educado en considerar el trabajo en la Fiat como un destino familiar, criado en el culto de los valores del industrialismo, podía soportar quizás el constante aumento de la explotación que se demostraba en aquellos años del boom de la producción automotriz. Pero para un calabrés criado al borde del mar y a la luz del sol aquella vida de mierda le parecía enseguida insoportable. La percepción del calabrés era naturalmente la justa, recogía la posibilidad de emancipación de aquel embrutecimiento. Desde esta perspectiva, el rechazo al trabajo era una reacción inmediata, pero también la conciencia refinada y previsora de quien decía: no sólo esta esclavitud es inhumana para los obreros, también es inútil para la sociedad.


Y aquí pasamos a la otra perspectiva del rechazo al trabajo, es decir, al horizonte del rechazo al trabajo como modelo de interpretación de las dinámicas sociales y de la transformación histórica. Toda la historia del devenir científico, tecnológico, productivo, puede ser leída como la historia del rechazo de los hombres a prestar su atención, su esfuerzo, su habilidad y su creatividad en la reproducción material. Este rechazo ha producido la división de clases (algunos rechazan el trabajo y hacen trabajar a otros en su lugar, esclavizándolos). Pero el principio del rechazo al trabajo, controlado y dirigido por la inteligencia social colectiva podría realizar en cambio un uso de la técnica y de la maquinaria capaz de liberar a los hombres de la esclavitud del trabajo asalariado.

La reflexión sobre la técnica, sobre su uso determinado para el beneficio, sobre su finalidad como control político o agresión militar — sobre la estructura del saber científico— deviene central en el debate político y filosófico de los primeros años setenta. Esta reflexión se liga a la problemática del salto tecnológico y de la composición de clase, dos expresiones sustancialmente nuevas en el pensamiento revolucionario y en el ámbito del marxismo.

La noción de composición de clase expresaba las formas sociales, políticas, organizativas a través de las cuales el proletariado construye su propia identidad subjetiva y su propia conciencia en función de la estructura determinada del sistema productivo, en función de la relación entre trabajo vivo y trabajo muerto, en función de las condiciones tecnológicas y organizativas del proceso de trabajo. En definitiva, con la expresión composición de clase se hacía referencia a la elaboración subjetiva y consciente de las condiciones objetivas de la relación productiva.

En cierta medida, la noción de composición de clase encuentra su raíz filosófica en el pensamiento de la izquierda marxista de los años veinte y en particular en la noción de Luckács de «ontogénesis de la conciencia social». ¿Cómo se forma la conciencia social? ¿Cuáles son los procedimientos a través de los cuales una masa de personas individualizadas, separadas, fragmentadas en el proceso productivo y en su condición económica y social logra transformarse en un movimiento activo, que produce un punto de vista político común, que elabora estilos de comportamiento y horizontes de conciencia que son sustancialmente comunes, aunque respetuosos con las diferencias de sensibilidad y de formación?
¿Cómo se produce este milagro por el cual la fuerza-trabajo se transforma en clase obrera, la disciplina de fábrica se transforma en rebelión organizada, y la separación de los ámbitos sociales se transforma en movimiento revolucionario, una onda incontenible que sumerge y arrastra el estado de cosas presentes?

Se buscaba una respuesta a estas preguntas con la formulación del proceso de «recomposición de clase» a partir de determinadas condiciones tecnológicas del proceso de trabajo. De ahí entonces que la noción de composición de clase, como subjetividad consciente y organizada de los comportamientos colectivos de una comunidad implicada en el proceso laboral masificado, conlleva una consideración profunda del sistema tecnológico, de la relación entre tecnologías y actividad social productiva, actividad consciente, atención, percepción, memoria, imaginación.

Por ejemplo, ¿cómo se da que ciertas condiciones tecnológicas y organizativas del proceso productivo correspondan con una cierta conciencia, una cierta organización política, una cierta ideología y una cierta imaginación social? ¿Por qué la estructura tecno-productiva de las primeras décadas del siglo daba forma a modelos de tipo consejista? Es necesario comprender el proceso de recomposición de clase dentro de las condiciones de la fábrica mecánica pre-taylorista, es necesario comprender las características del trabajo individualizado y cualificado del obrero profesional. Es necesario comprender las condiciones de socialidad posibles en la fábrica de 1920, una fábrica en la que los obreros tenían una esfera de socialidad y de autonomía productiva, en la que la relación hombre máquina estaba individualizada y relativamente personalizada, en la cual la habilidad estaba diferenciada.



Y entonces comprenderemos también porque los obreros de aquel período reivindicaban con orgullo su función productiva, reivindicaban el derecho a gestionar, controlar y organizar el trabajo, su destino social, su utilidad. Pero en los años sesenta nada de esto existía ya en las grandes fábricas. El taylorismo y la introducción de las técnicas automatizadas, la cadena de montaje, la estandarización de los ritmos y de las cadencias de trabajo, todo esto, había convertido la fábrica en un lugar absolutamente asocial, en el que las comunicaciones entre un trabajador y otro eran casi imposibles debido a la distancia, al rumor, a la separación física. Y el lugar de trabajo era despersonalizado y estructurado de manera despótica, repetitiva, concebido para imponer tiempos, movimientos, gestos, reacciones a un operador cada vez menos humano, cada vez más mecánico.

La recomposición de clase de los obreros de las líneas de montaje parte justamente de esta deshumanización. La revuelta del obrero masa es la revuelta del hombre mecanizado que toma al pie de la letra su mecanización y dice: si debo ser completamente inhumano, si no debo tener alma, pensamiento, una individualidad, lo seré hasta el fondo, decididamente, ilimitadamente, impúdicamente. Ya no participaré con la mente al proceso de trabajo. Seré extraño, frío, distante. Seré brutal, violento, inhumano como el patrón ha querido que lo sea. Pero lo seré hasta el punto de ya no conceder siquiera un miligramo de mi inteligencia, de mi disponibilidad, de mi intuición al trabajo, a la producción.

Lo que los filósofos habían descrito como la alienación sufrida por el obrero se transforma, aquí entonces, en una extrañamiento deseado, organizado, intencional, creativo. Extrañamiento quiere decir: ni siquiera un gramo de humanidad hacia la producción. Toda la humanidad hacia la lucha. Ninguna comunicación y socialidad para la producción. Toda la comunicación y la socialidad para el movimiento. Ninguna disponibilidad para la disciplina. Toda la disponibilidad para la liberación colectiva. Recomposición de clase, por lo tanto, quería decir, simple y consecuentemente: sabotaje, bloqueo, destrucción de las mercancías y de las instalaciones, violencia contra los controladores de las cadencias esclavistas

La inteligencia obrera rechazó ser inteligencia productiva y se expresó completamente en el sabotaje, en la construcción de ámbitos de libertad anti-productiva. La vida comenzó a florecer precisamente allí donde más había sido radicalmente cancelada y extinguida, entre las líneas, en las secciones, en los baños, donde los jóvenes proletarios comienzan a liarse porros, a hacer el amor, a esperar a los carroñeros, a los jefes de sección con el fin de tirarles a la cabeza algunas tuercas. La fábrica estaba concebida como un lugar inhumano y comenzó a convertirse en un lugar de estudio, de discusión, de libertad y de amor. Éste era el rechazo al trabajo. Ésta era la recomposición de clase.

Pero al lado de la cuestión de la recomposición y del rechazo al trabajo se plantea, ya lo hemos dicho, la problemática de la re-estructuración productiva y del salto tecnológico. ¿Qué significa reestructuración? Significa reorganización de un sistema, readquisición de la funcionalidad y de la performatividad final de un sistema, en respuesta a algunos factores distorsionadores (internos o externos al sistema mismo) que perturbaron, trastocaron o convulsionaron completamente el funcionamiento y la estructura.


A finales de los años sesenta la lucha obrera había trastocado completamente el sistema disciplinario de la fábrica social y el sistema económico de beneficio; dentro de este terremoto, precisamente en aquellos años, la gran patronal, los economistas, el cerebro organizativo del capital buscaba reactivar algunas funciones fundamentales de la reproducción capitalista. Sobre todo se debía reactivar la productividad —puesta en crisis drásticamente por la insubordinación, el absentismo— y la disciplina, a su vez puesta drásticamente en crisis por el igualitarismo y el clima anti-autoritario. Pero para hacer esto, el cerebro capitalista sabía bien que no podía contar con la fuerza bruta. Si se recurría a la fuerza bruta, en aquellos años, se obtenía una respuesta terriblemente dura y adaptada. Lo había demostrado Corso Traiano, lo había demostrado vía Larga, lo demostraban centenares de piquetes y fuertes manifestaciones en todas las ciudades italianas.

Era necesario, por lo tanto, dar vida a una reestructuración de amplias proporciones, capaz de reducir sustancialmente el peso cualitativo de la fuerza de trabajo en la producción (es decir modificar la composición orgánica del capital, aumentando el peso de la maquinaria, de las tecnologías labor-saving) y por consiguiente capaz de reducir el peso cualitativo de la clase obrera consciente. La inteligencia planificadora del capitalismo internacional (y particularmente la italiana) se aplicó seriamente a este proyecto durante toda la primera parte de la década —y a mediados de los años setenta, en efecto, los primeros resultados de esta ofensiva y de esta reestructuración comienzan a hacerse ver, para manifestarse posteriormente de manera rupturista en la segunda mitad de los años setenta y a lo largo de todos los años ochenta, pero este es otro capítulo.

Mientras tanto, en 1969, se empezaba a percibir la perspectiva desde la que el proceso debía desarrollarse, se comenzaba a hablar de salto tecnológico, se comenzaba a delinear la posibilidad de una transformación postindustrial de la sociedad entera, de la producción. El capital debía aprovechar el rechazo al trabajo, debía transformar el rechazo obrero en ahorro organizado mediante la automatización. El pensamiento revolucionario comenzó a reflejar estas cuestiones y formuló la categoría de salto tecnológico, preparando las modalidades culturales necesarias para hacerle frente.

El salto tecnológico constituye una de las fecundas obsesiones que perseguía la corriente «obrerista» revolucionaria en el bienio 1968-69. «El propio capital es quien nos ofrece los plazos. En la medida en que la preparación del salto tecnológico reproduce en su totalidad la realidad de la clase, no puede dejar de representar para nosotros las condiciones de un enfrentamiento general. El progreso tecnológico, como violencia de los patrones y de su Estado, no es y no puede ser un elemento negociable. Sobre esta base queremos una ruptura anticipada, con el fin de batir al patrón y construir la unidad que consolide y relance nuestra organización política».39 Organización política contra salto tecnológico. ¿Pero qué significaba salto tecnológico, en la imaginación y en la previsión de los revolucionarios y en las vanguardias obreras? ¿Y por qué era necesario oponerse al mismo como el peor enemigo?


En realidad aquí encuentra su origen y su raíz una bifurcación que se definirá en la teoría y en la práctica de los movimientos obreros en el transcurso de los años ochenta, de una forma predominantemente inconsciente. Aquí toca fondo la ambivalencia irresuelta de los movimientos en relación con la innovación capitalista, la continua revolución tecnológica y simbólica que el capital introduce en la sociedad, manipulando continuamente los contornos y las identidades, descomponiendo las formas organizadas y trastocando las identidades sociales y políticas.

El rechazo al trabajo estaba concebido como un resorte fundamental del desarrollo capitalista. Sin luchas obreras, sin sustracción obrera a la explotación, sin sabotaje, sin absentismo, no habría ningún desarrollo. El desarrollo es esencialmente el hurto de la innovación obrera, hurto capitalista de la invención del obrero que por fumarse tranquilo un cigarrillo encuentra la manera de hacer su parte lo más rápido posible. La innovación tecnológica es esencialmente la forma necesaria de ahorrar trabajo, es la respuesta patronal al rechazo al trabajo. Pero entonces ¿debe ser considerada la reestructuración, la innovación, el salto tecnológico, como un enemigo? ¿No está quizás en la reestructuración la premisa de la libertad, la condición para reducir la dependencia de la vida al trabajo? La cuestión es vista en toda su complejidad. Efectivamente, la intención del patrón, cuando transforma un taller o automatiza un segmento de trabajo, es la de maximizar el beneficio en su totalidad, eliminar bolsas de insubordinación, realizar un control mecánico más estrecho sobre el trabajo humano. El uso capitalista de la tecnología se puede resumir así: plegar la estructura de la máquina, del instrumento de trabajo y también la estructura cognoscitiva, científica necesaria para producir la máquina; plegarla a una finalidad de control, de sumisión cada vez más perfecta, cada vez más total, cada vez más sofocante. El uso capitalista de la tecnología —y la reestructuración como revolución capitalista de la maquinaria, del sistema tecnológico— permea las propias estructuras, la forma y la función de los objetos, e indirectamente permea las mentes, las relaciones sociales, el mundo productivo.


El pensamiento y la práctica obrerista revolucionaria se encuentran rápidamente frente a una contradicción. Y en cierta medida permanecerán presa de la misma. La intensa revolución tecnológica que se despliega en el curso de los años setenta y que alcanza su madurez a finales de esta década manifestándose en auténticas oleadas de despidos en masa, es la causa de la crisis de la autonomía obrera; pero en realidad es también la causa de la tendencial disolución de la clase obrera de fábrica y de la industria como sistema de producción predominante. La reestructuración y la innovación tecnológica son la respuesta al rechazo al trabajo, pero son también su realización. Mediante la reestructuración, en efecto, se realiza el objetivo obrero de reducir el trabajo necesario, pero las condiciones sociales y políticas dentro las cuales se determina este desplazamiento están dominadas por el interés capitalista, destinadas al dominio y al beneficio, no a la utilidad social.

Y es aquí, entonces, donde el efecto de la reestructuración es una mayor explotación, una mayor dependencia, una división políticamente ruinosa entre ocupados y desocupados. Pero esto se comprueba en el curso de los años setenta, porque el movimiento revolucionario no logra llevar hasta el fondo su programa de dirección obrera sobre todo el proceso de transformación productiva, porque sobre este punto, la mediación sindical y el extremismo se enfrentan sin que se logre encontrar un punto de salida: la reducción generalizada del horario de trabajo, la redistribución social del tiempo de trabajo socialmente necesario. En definitiva, el poder obrero sobre las condiciones de transición postindustrial, sobre las condiciones de la reindustrialización y de la transformación del mundo de la producción en su conjunto.



Pero aquí no es el lugar para desarrollar este tipo de argumento. Aquí nos ocupamos de reconstruir las líneas generales de un proceso que se inicia con el estallido de las luchas espontáneas del ‘68, con la confluencia entre movimiento estudiantil y organismos obreros de base y que alcanza su generalización en el otoño de 1969. En este proceso se preparan los elementos que reencontraremos, con un grado bien distinto de densidad y de mezcla, durante el estallido de la autonomía obrera, en el transcurso de los años setenta.

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