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miércoles, marzo 09, 2022

El Rasputín de Putin, o ¿Quién cresta es Dugin? Parte 1: La ultraderecha como política de Estado 

 


Tomado de: Francisco Veiga y otros, “Patriotas indignados. Sobre la nueva ultraderecha en la Posguerra Fría. Neofascismo, postfascismo y nazbols”, Alianza, 2019. Foto: Dugin en Argentina. 

Queda ahora por abordar otro aspecto fundamental sobre la figura y significado de Aleksandr Dugin en la Rusia postsoviética: su ascenso a los círculos del poder hasta convertirse en una de las personalidades de mayor influencia en el Kremlin como inspirador de la nueva política exterior rusa.

A menudo, los medios de comunicación occidentales han sugerido paralelismos caricaturescos entre Rasputín y Dugin, basándose más en lejanos parecidos entre barbas y melenas o en supuestas oscuras influencias que en comparaciones documentadas. Rasputín nunca fue un asesor del zar Nicolás II en política exterior, comenzando porque su influencia en la corte la ejercía a partir de la zarina y sus tendencias pacifistas no tuvieron la suficiente influencia, de lo cual es buena prueba la participación rusa en la Primera Guerra Mundial.

Por contraste, Dugin no era el casi analfabeto monje siberiano con estrafalarias ideas místicas sobre el poder, sino un documentado influencer, versado en ciencia política y relaciones internacionales, capaz de expresarse con notable fluidez en varias lenguas extranjeras. La razón básica que explica la influencia de Dugin sobre Putin es bien lógica: su éxito en homegeneizar y modernizar las ideas de la ultraderecha rusa hasta darle cierto aspecto de doctrina nacional «dura». Por otra parte, presentadas como genuinamente rusas (o más bien «eurasiáticas») sus ideas no estaban en contradicción con las de la nueva ultraderecha europea de la cual, como se ha visto, bebían generosamente.

Pero todo ello tenía unas claras limitaciones. El programa de Dugin en su conjunto resultaba demasiado radical y esotérico para un estadista como Putin cuyo mandato se movía entre el nacionalismo y el pragmatismo. Cierto era que al presidente le venían bien las propuestas de Dugin como solucionador de cuadraturas del círculo y sugeridor de ideas y bazas políticas que podían dar juego en las nuevas estrategias o para justificar algunas ocasionales acciones políticas internacionales más ambiciosas o belicosas con Occidente.

Pero en 2014, la gestualización extremista de Dugin durante la crisis del Donbass —quizá intentando desempeñar el papel de un Ilya Ehrenburg durante la Segunda Guerra Mundial— incitando a los rusos a matar ucranianos e incluso ir a la guerra contra Estados Unidos, le costó su preciado puesto en el Departamento de Sociología de la Universidad Estatal de Moscú. Fue un golpe duro, tras años de labrarse una respetable imagen como académico de prestigio. Pero fue también una palpable demostración de que el Kremlin era muy capaz de determinar qué era y qué no era aceptable en términos de narrativa nacionalista

Previamente a todo ello, cabe recordar que Dugin se reveló como hombre influyente durante la etapa final del presidente Yeltsin, ya desde antes de la llegada de Putin al poder. Ocurrió en 1997, con la publicación de su obra Fundamentos de geopolítica: el futuro geopolítico de Rusia, que se convirtió en un gran éxito con cuatro ediciones agotadas en poco tiempo. Pero sobre todo, fue uno de los caballos de batalla políticos de la generación de halcones militares que intentaban reconstruir la capacidad estratégica rusa tras los desastres de la era Yeltsin.

Ello explica correctamente el ascenso político de Dugin en los círculos de poder de la nueva Rusia postsoviética y nacionalista: no como un oscuro monje místico al estilo de Rasputín y en el entorno de Putin. La carrera del ideólogo de la nueva ultraderecha rusa se sitúa en el impulso de los sectores militaristas y ultranacionalistas que se organizaban por su cuenta ya en época de Yeltsin y como reacción a sus fracasos políticos. Y que, por supuesto, terminaron llevando a Putin al poder, pero también a Dugin.

Eran personajes como, por ejemplo, Igor Rodionov, ministro de Defensa en 1996 y 1997, que previamente había sido director de la Academia de Estado Mayor (1989- 1996); situado al frente de algunas de las unidades militares soviéticas más duras y elitistas, así como en las regiones más comprometidas. Todo ello para concluir como diputado en la Duma Estatal entre 2000 y 2007 en el bloque electoral Patria, reconvertido en el partido Rusia Justa que en su momento apoyó el ascenso de Vladímir Putin a la presidencia. En la redacción del texto había colaborado el coronel-general Leonid Ivashov, jefe del Departamento de Asuntos Internacionales del Ministerio de Defensa y uno de los cerebros más activos de la doctrina geoestratégica rusa. Además de ser también un halcón en tiempos de Yeltsin: fue él quien diseñó y organizó la marcha de los paracaidistas rusos sobre el aeropuerto de Pristina, en junio 1999, que puso en un brete a las victoriosas fuerzas de la OTAN que entraban por entonces en Kosovo tras haber puesto de rodillas a Serbia con una campaña de bombardeo de setenta y ocho días.

Y Dugin conectaba y se movía por ese mundo con total naturalidad a partir del hecho de que, como ya se ha mencionado, su padre, Geliy Alexandrovich Dugin, era coronel-general en el GRU, el servicio de inteligencia militar; y no fue el único miembro de su familia en pertenecer a esos círculos.

Al margen de su encaje social e institucional, resulta evidente que el ensayo de Dugin fue providencial para su tiempo. Gustó en las Fuerzas Armadas hasta el punto de que se convirtió en libro de texto en la Academia de Estado Mayor. Y realmente marcó un momento estelar en la recuperación de las ambiciones rusas de volver a desempeñarse como gran potencia, tendiendo un puente entre la nostalgia de la era soviética y las ilusiones de la nueva Rusia nacionalista y eurasiática. Pero sobre todo, él mismo devino una figura intelectual única, al margen de las ideas que defendía. Lleva razón Vadim Rossman al escribir que «comparado con los mediocres antiguos ideólogos soviéticos, Dugin parece un gigante intelectual. Su capacidad para cruzar los límites interdisciplinarios, para acuñar e introducir términos y nuevas categorías, y para presentar sus posiciones ideológicas como descubrimientos y conclusiones a partir de conceptos avanzados de ciencias sociales, resulta especialmente alarmante e inquietante en la atmósfera actual de una caza de brujas antiliberal».

Por el camino, su libro Fundamentos de geopolítica se convirtió en la respuesta a la por entonces celebrada obra del geoestratega estadounidense Zbigniew Brzezinski: El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperios geoestratégicos, que había sido publicada precisamente en 1997.

Por entonces, Estados Unidos era la única superpotencia con una capacidad militar y económica a escala global, y en su libro, el antiguo Consejero de Seguridad del expresidente Jimmy Carter explicaba cuál debería ser la estrategia global que permitiera mantener su predominancia planetaria. Y, precisamente, el gran tablero de ajedrez en el cual se debería jugar la gran partida era el continente eurasiático a caballo de Asia, Europa y Oriente Próximo, donde Washington debería evitar a toda costa el resurgimiento de una gran superpotencia rival, fuera esta Rusia o China. Paradójicamente, un año antes de fallecer, Brzezinski hacía un llamamiento a revisar la estrategia que él mismo había propuesto veinte años antes. Estados Unidos seguía siendo la mayor potencia global, pero a causa de los cambios geopolíticos complejos en los equilibrios regionales, ya no era el poder imperial mundial que buscaba ser en 1997. Influían en ello el surgimiento de Rusia y China como grandes potencias y la debilidad de Europa. El mundo musulmán, por su parte, también experimentaba un despertar violento, pero en términos de un proceso poscolonial y de agravios históricos.

Por lo tanto, en cierto modo, el ruso Dugin le había ganado la partida al polaco Brzezinski. Sus Fundamentos de geopolítica fue un libro mucho menos conocido y distribuido que El gran tablero de ajedrez mundial, pero, a la larga, una parte de sus recomendaciones se fueron imponiendo.

A toda la insistencia que ponía Brzezinski en anular el poder de Rusia, le oponía Dugin la crítica al triunfante liberalismo americano. El enemigo común de Rusia y sus aliados debería ser el atlantismo, los valores liberales y el control estratégico de Estados Unidos. Para ello, Rusia debería tender dos ejes: el de Moscú-Berlín, incluyendo también París; y el de Moscú-Teherán, siendo Irán definido como un aliado clave. El Cáucaso sería reorganizado en sus fronteras y reintegrado a control ruso, así como Ucrania. El eje con Berlín y París se justificaría por el hecho de que ambos países eran de «firme tradición antiatlántica». El Reino Unido debería mantenerse al margen de Europa continental, y la estabilidad sociopolítica interna de Estados Unidos habría de ser minada fomentando el separatismo, los conflictos étnicos, sociales y raciales.

Es interesante considerar que para Dugin no debería recurrirse a la fuerza militar a menudo, sino a la presión a partir de los suministros rusos de gas y petróleo —u otros recursos naturales— a terceros países, así como a la acción conspirativa y hasta subversiva a partir de los servicios especiales. Explicado así, puede dar la impresión de que Dugin fue el diseñador en exclusiva de la nueva estrategia rusa hegemonista de la era Putin, hasta extremos que dejan al presidente poco menos que en el papel de una mera marioneta, muy en la imagen —tan querida por periodistas y detractores de Putin en general— de Rasputín manipulando a Nicolás II.

En realidad, Dugin no era el único personaje de ideas ultranacionalistas que durante el periodo Yeltsin pululaba en torno a la oposición de línea dura que terminaría llevándolo al retiro. Sergey Kurginyan, Sergey Naryshkin, Gennadiy Seleznyov —siendo el mismo Dugin asesor de estos últimos— formaban parte de un extenso panteón de ideológicos y estrategas que irían a integrarse en Rusia Unida u orbitarían en torno a la ultraderecha y que de una forma u otra aconsejaban y trazaban planes buscando una salida —«su» salida— a la deriva del experimento neoliberal de Yelstin. Sin embargo, en 1997 ni siquiera había acontecido el desastre: la victoria de la OTAN en la guerra de Kosovo —con la consiguiente humillación de la diplomacia rusa— y el colapso del rublo en la crisis de 1998. En esos años Rusia todavía no había tocado fondo y las elucubraciones y propuestas de Dugin y otros como él no eran sino brindis al sol.

Especular con un solo inspirador de la nueva política ultra rusa resulta bastante insuficiente, y cuando algún autor insiste en ello suele ser para resaltar la imagen de fanatismo oscurantista de Putin. Timothy Snyder, por ejemplo, escoge al aristócrata emigrado blanco Ivan Ilyin, filósofo y teórico de la Unión Militar Rusa (ROVS, por sus siglas en ruso) como inspirador del nuevo fascismo ruso en el entorno de Putin. Aunque, en efecto, Ilyin fue uno de los teóricos de los rusos blancos en el exilio, ello no es decir mucho para la época, dado que fue un movimiento crónicamente débil y disperso. Por lo demás, continuó militando como monárquico convencido —opción que tras la abdicación de Nicolás II nunca volvió a tener apoyo entre la gran mayoría de los rusos— y si bien son innegables sus simpatías hacia el fascismo italiano, no está claro que las tuviera hacia el nazismo alemán, demasiado biologista y plebeyo para un filósofo y teólogo aristócrata.

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lunes, marzo 07, 2022

Insurrecciones del siglo XXI 


Soundtrack:

-Insurrection, Bourbonese Qualk.

-Insurrection, Hiatus feat. Linton Kwesi Johnson.

INSURRECCIONES DEL SIGLO XXI 

Prólogo al libro Ciudades en insurrección, de Katerina Nasioka, publicado en Chile por Ediciones Pensamiento y Batalla, 2022.

“Hay rebelión en imaginar que uno podría rebelarse”

Corría el año 2009 cuando durante una actividad en el Taller Sol, ubicado entonces en plena Plaza Brasil, me topé con una edición artesanal y por partes del libro “La insurrección que viene”. 

Hasta ese momento no sabía casi nada acerca de sus autores (el Comité Invisible, que publicó el libro en francés en el 2007), pero el título me impactó fuertemente porque con otrxs compañerxs habíamos estado especulando con que, tal como había señalado cierto politólogo democristiano cuyo nombre he olvidado, si es verdad que en Chile las insurrecciones y revueltas -respondidas a veces con golpes de Estado  o “rupturas institucionales”- ocurrían cada cuarenta años, estaríamos en ese momento bastante cerca de presenciar otra. La idea nos obsesionaba no poco, y tratábamos de imaginar cómo podría llegar a desencadenarse algo así, de qué forma se expresaría el movimiento y qué límites objetivos y subjetivos encontraría.  

El terremoto de febrero de 2010 y los efectos que generó en Concepción (con saqueos masivos, militares y declaración estado de excepción constitucional) nos hizo vislumbrar y ponderar algunos de esos factores. Además sumamos a esas conversaciones el estudio de la insurrección más poderosa y espontánea de que tuviéramos noticia en esta región: la del 2 de abril de 1957, comenzada unos días antes en Valparaíso, y extendida como reguero de pólvora negra primero a Concepción y luego a Santiago, donde la policía fue derrotada en los combates callejeros y Carlos Ibañez del Campo -dictador filofascista entre 1927-1932 y luego Presidente de la República entre 1952-1958, gracias al voto socialista- decidió sacar a los militares a la calle para aplastar definitivamente el movimiento, asesinando a cerca de cuarenta rebeldes.

Las insurrecciones, “finalmente vinieron”, como constató el Comité ya referido siete años después; tanto en Chile como en varias partes del mundo, inaugurando una larga fase de conflictividad permanente que está muy lejos de haberse acabado.

De paso, estas insurrecciones del siglo XXI cambiaron radicalmente nuestra forma de ver el mundo y las posibilidades de su transformación efectiva mediante una revolución social.

Esa novedad no es una cuestión menor para quienes habíamos vivido el gran pantano de la contra-revolución impuesta en los sucesivos avances que tuvo de 1973 a 1977, 1984 a 1989, y luego de eso el dominio absoluto del Capital en todos los planos, promocionado en los 90 como “el fin de la historia”, mientras la ideología hacía un exitoso trabajo de naturalización de ese estado de cosas empantanando la teoría crítica en el mercado de las identidades posmodernas.  

El 2011 el movimiento estudiantil tomó las calles de Chile, generando una gran revuelta en agosto, y una agitación que no se calmó del todo en los años posteriores. Después de eso hubo levantamientos locales en Aysén, Freirina, Magallanes y Chiloé. La “explosión feminista” tomó calles y campus universitarios durante el 2018, y desde octubre del 2019 vivimos una de las insurrecciones más potentes de que se tenga recuerdo, iniciada por estudiantes de liceos que saltaron los torniquetes del metro y encendieron una chispa que en pocos días se extendió a todo Chile, partiendo el calendario y la historia en dos.

En otras partes del planeta también estallaron y nunca se acabaron las revueltas y protestas masivas: desde la Primavera árabe del 2010 al 2012, el movimiento de los indignados en España a Ocuppy Wall Street el 2011, y de ahí a las protestas más recientes de los “chalecos amarillos” en Francia y las revueltas callejeras en Hong Kong, Ecuador y Colombia. Son los nombres que me vienen a la mente ahora, y estamos seguros de que en el mapa de la contestación hay cientos y miles de luchas que nos recuerdan que la humanidad no se resigna nunca del todo al programa de aniquilación que el Capital viene implementando desde hace siglos, sin parar.

El libro que tienes en las manos se ocupa de dos grandes insurrecciones ocurridas a fines de la primera década de este siglo. Tanto en Oaxaca (México) desde diciembre del 2006, como en Atenas (Grecia) durante todo el año 2008, se vivieron momentos claves de la lucha de clases del siglo XXI.

Pese a las grandes diferencias entre ambos acontecimientos, situados en una urbe del “Viejo” continente europeo y el otro en el corazón de Mesoamérica, el “Nuevo” continente, la significación y profundidad de cada una de estas rupturas revolucionarias se explicaba dentro de unas mismas condiciones globales, impuestas desde hace siglos por las necesidades de la acumulación capitalista, y anticiparon un conjunto de cuestiones prácticas y problemas teóricos que han sido parte de nuestra actividad antagonista desde entonces.

La autora, Katerina Nasioka, recorre estos acontecimientos históricos tratando de desentrañar cómo el “espacio-tiempo de la revuelta” rompe el “contrato espacial” impuesto a las ciudades, generando su propio contra-espacio destotalizante, una verdadera topología de la negación.

Estamos convencidos  junto a ella de que debemos pensar “desde el acontecimiento”, pero sin aislarlo, sin convertirlo en fetiche.

De ahí la importancia fundamental que tiene estudiar y señalar la conexión o confluencia de las distintas luchas en el tiempo y el espacio, pues si por una parte cada una se sitúa en su propio contexto histórico, es la experiencia y la síntesis de todas ellas juntas lo que permite apreciar en concreto la “cambiabilidad” de este mundo, para que la revolución al fin se plantee y se abra como posibilidad. 

Una interrogante que recorre todo el libro es la de cómo se plantea la noción del sujeto y de la clase (proletariado) a partir de la práctica que se despliega en estos “estallidos sociales” actuales, cuya “ira social” se descarga de formas muy deferentes a las imaginadas y propugnadas por la izquierda obrerista del siglo XX. 

También se refiere a una sensación que en Chile acabamos de conocer muy bien: el momento en que nos alejamos del espacio-tiempo de la revuelta y la realidad se vuelve a normalizar, “el horizonte se cierra poco a poco” y “el presente se vuelve, de nuevo, totalizante”. Sabíamos que las insurrecciones nacen y mueren, y ahora nos estamos enfrentando a lo que queda después del estallido, y las dudas y temas que nos deja instalados tanto en los momentos reflexivos como en las instancias organizativas.

Furio Jesi en “Spartakus” decía que sólo en el instante de la revuelta sentimos verdaderamente a la ciudad como propia: “propia, por ser del yo y al mismo tiempo de lxs “otrxs”; propia, por ser el campo de una batalla elegida y que la comunidad ha elegido; propia, por ser el espacio circunscripto en el cual el tiempo histórico está suspendido y en el cual cada acto vale por sí solo, en sus consecuencias absolutamente inmediatas”.

Por eso, aprender colectivamente sobre las distintas revueltas y revoluciones de la historia nos enseña acerca de la manera en que en otros lugares y tiempos, otrxs humanxs como nosotrxs pudieron romper con la pesadilla de la realidad impuesta, apropiándose de sus vidas, suspendiendo el tiempo lineal, homogéneo y vacío, e interrumpiendo en las calles los flujos de circulación de mercancías y el continuo eterno de la dominación, buscando en definitiva “otras ciudades para otras vidas”.

 


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sábado, marzo 05, 2022

"La síntesis nazbol" (fragmento del libro Patriotas indignados) 

Para entender mejor la confrontación inter-fascista entre Rusia y la OTAN en Ucrania, va este fragmento sobre los "nazbols" (nacional-bolcheviques) rusos de los 90: unión de estalinismo y nacionalismo que es la base de apoyo del régimen de Putin. Tomado del libro "Patriotas Indignados. Sobre la nueva ultraderecha en la Posguerra Fría. Neofascismo, posfascismo y nazbols". Francisco Veiga et al, Madrid, Alianza, 2019).



En conjunto, la Rusia postsoviética fue una avanzada en el discurso político calculadamente indefinido, de la gestualidad populista y la anulación del contenido doctrinal; y más específicamente, de la disolución de los perfiles de izquierda y derecha en la política en el caldero del omnipresente discurso nacionalista. El objetivo final de esta tendencia no era otro que el de superar el hundimiento y desintegración de la Unión Soviética reunificando los restos de una sociedad rota y frustrada bajo el manto de una política cada vez más centralizada en el poder y que no era sino una especie de remake falseado del marxismo-sovietista, utilizando el nacionalismo como placebo y edulcorado con notas de socialismo.

Precisamente, esta maniobra se intentó llevar a cabo ya desde el comienzo de la transición, en 1993, con la fundación del Partido Nacional-Bolchevique. 

En su momento pareció una iniciativa modernizadora, tanto por la presencia de numerosos jóvenes en sus filas como por la ausencia de antisemitismo —tan habitual en los partidos de la derecha nacionalista rusa— y el perfil transgresor de su líder carismático: Eduard Limonov. Aparte de su borrascoso pasado como poeta y novelista, que había vivido en parte en el extranjero, entre Nueva York y París, Limonov tenía en 1993 un claro perfil de nacionalista que había reencontrado su destino tras regresar a Rusia en 1992. Pero sus pinitos en el mundo político los hizo junto a Zhirinovski, como consejero. 

Bajo la tormenta que significó el golpe de Yeltsin en octubre de 1993, la contracultura rusa de derecha e izquierda salió a las calles y se organizó conjuntamente para la resistencia activa. En medio de esa corriente estaban los nazbol, esto es, los nacionalbolcheviques, con su característico estilo de protesta violenta y cultura de la agresividad gestual. Su líder era un personaje iconoclasta y narcisista cuyo alias aludía a la granada de mano de fragmentación —la limonka, de ahí «Limonov»149 —, que tenía un pasado escabroso como poeta y novelista, y que con cincuenta años —cuando creó la alternativa nacional-bolchevique en 1993— seguía teniendo un innegable tirón entre la juventud con sus cambios de look y un gran talento para la provocación. Además, se alinearon con su partido el rockero psicodélico y post-punk Yegor Letov (fallecido en 2008) y grupos como Grazhdanskaia Oborona (Defensa Cívica), Korroziia Metalla (Corrosión Metálica), Nikolaus Kopernik, y el compositor Serguéi Kuriojin (fallecido en 1996). Por si fuera poco, los nacional-bolcheviques financiaban revistas musicales como Ruskii rok (Rock ruso) y Zheleznyi marsh (Marcha de Hierro), la mayor parte de ello en la línea del heavy metal, muy popular e en Rusia y otros países del Este por entonces. También contribuyó mucho a la fama de los nacionalbolcheviques su periódico, Limonka, que tiraba entre 12.000 y 15.000 ejemplares.

Pero sobre todo, el éxito del Partido NacionalBolchevique, y no sólo en Rusia, radicó en su calculada capacidad de provocación. Reivindicaba a Lenin, Stalin, Beria, la Revolución rusa y la cultura soviética, a los grupos terroristas de ultraderecha e izquierda radical de los años setenta del siglo XX, al anarquismo e incluso a Charles Manson. Exaltaba la violencia como algo necesario y positivo, la culminación de la existencia humana, mientras saludaban como fascistas o comunistas, y su enseña incluía la hoz y el martillo sobre el fondo de la bandera nazi. En 1995, en Limonka se podían leer las siguientes definiciones de fascismo:

Fascismo es pesimismo activo; fascismo es nacionalismo de izquierdas; fascismo es romanticismo social (…) es impulso futurista (…) es deseo de morir (…) la celebración del estilo heroico (…) es anarquismo más totalitarismo (…) lealtad a las raíces y aspiración de futuro.

La alternativa nazbol era el colmo de la indefinición, incluso para el camaleónico Dugin. Él había asesorado a Limonov para que dejara el partido de Zhirinovski y fundara el Partido Nacional-Bolchevique. Sin embargo, no tardó en desilusionarse ante la tendencia provocadora de los nazbols, que incurrían en problemas con las autoridades cada dos por tres y por ello tenían problemas para legalizar su partido. Porque la exaltación romántica de la acción, el culto a la violencia y a la insurrección —no sólo en Rusia, hubo tentativas en Letonia, Ucrania y Kazajistán— hacían que apareciera en ocasiones como anarquista. Pero los nazbols abogaban por la dictadura, eran irredentistas y protagonizaron ataques contra extranjeros y feministas. Se decían anti-Putin pero enviaron voluntarios a varias de las nuevas guerras en las que Moscú aparecía comprometido: Bosnia, Chechenia, Ucrania e incluso muchos años más tarde, no faltaron algunos limonovtsy en Siria, aunque el partido había sido disuelto ya en 2005 y prohibido por extremista y violento.

El éxito de los nazbols fue siempre muy superior al de su representatividad real, porque esta era difícil de medir. Se basaba en la transgresión a todos los niveles, incluyendo el estético, algo que obtenía réditos dentro y fuera de Rusia, como había sucedido con el grupo esloveno Laibach, etiquetado como de «música industrial» y que había nacido como una asociación cultural en 1980 en Trbovije, un pueblo minero que durante décadas se había considerado bastión de la vanguardia obrera a escala de todo el Estado yugoslavo. Y por supuesto que declararse seguidor de Laibach o de Yegor Letov no implicaba, a priori, casarse con ninguna tendencia política.

Pero en los años noventa y más tarde, el Partido Nacional-Bolchevique tuvo un impacto simbólico-político superior al que podían rentarle sus 5.000 militantes. Desde luego, el resultado final de toda la receta era un partido claramente neofascista —y no neonazi, por cuanto el antisemitismo no estaba entre su arsenal—. Más allá del postureo y la exhibición de hoces y martillos como efecto escenográfico, o los pósteres de Stalin con la kolovrat — rueda mitológica de los eslavos y símbolo del neopaganismo ultranacionalista—, el bolchevismo brillaba por su ausencia. En esencia, los nazbols erigían su partido sobre la burla al sovietismo. En realidad era un experimento nacional-antisistema, un producto político que no tardaría en extenderse por Europa aunque con más pretensiones de seriedad.

Por supuesto que se manejaron supuestos orígenes históricos en la «tercera vía», como el profesor Nikolay Vasilyevich Ustryalov y sus seguidores, los Smenovejovtsy. El nombre les venía de la revista Smena Veh (Cambio de hitos) que se había comenzado a publicar en Praga en 1921. Denominación que, a su vez, enlazaba con el de la colección de ensayos que ostentaban el título común de Veji (o Vehi), esto es, «Hitos», y que se habían publicado en 1909, editados por el filósofo, politólogo e historiador Mijaíl Gershenzon y por Pyotr Struve, economista y filósofo marxista (luego liberal). Del análisis de diversas problemáticas relacionadas con el desarrollo e inquietudes de la intelligentsia se desprendía que Rusia había alcanzado determinados hitos y estaba preparada para pasar a una nueva fase de cambios en su historia.

Pero nada de eso estaba realmente presente en el universo de Limonov casi un siglo más tarde. El nacionalbolchevismo era, simplemente, la manifestación más ruidosa y atrevida —casi a escala de caricatura— del rumbo que estaba tomando la ultraderecha rusa en general como alternativa al enorme legado del marxismo-leninismo de la era soviética. Al final, en la fórmula nazbol había vencido la mitad ultranacionalista, pero no sin incorporar una simbología, una gestualidad populista que confundía y ayudaba a atraer apoyos variados, de la izquierda, de la derecha, de los jóvenes rebeldes, y que todo aquel que mirara con nostalgia al pasado soviético pero sintiéndolo irrecuperable optara por una opción más «moderna». Porque, al fin y al cabo, el componente de modernidad unido a la raíz nacionalista es una combinación consustancial del fascismo histórico151. De ahí que en 2018, con 75 años de edad, Limonov ya no pudiera representar esa opción en Rusia.

A la vez, la fórmula nazbol no era tan densa y teórica como las formulaciones de Putin, los eurasianistas e ideólogos de la nueva ultraderecha rusa en general. Ni tampoco era tan rusa. La música rock, las actitudes punk o hípsters, el histrionismo de Limonov y sus escandalosos textos lo hacían menos ruso —e incomprensible— que el resto de los mamuts eslavistas de la ultraderecha de consumo local. Dugin había tenido que incorporar muchas ideas occidentales a sus formulaciones políticas y aun así resultaba difícil de leer o asimilar en el resto de Europa. No digamos las extravagancias argumentales y seudocientíficas de un Gumilev. En cambio, se notaba que Limonov había vivido diecisiete años en el corazón de Occidente, entre Nueva York y París, y su fórmula nacionalbolchevique no podía ser más sencilla de digerir. 

¿Era posible juntar los extremos y generar lo que en apariencia era un nuevo producto político basado en la fusión de radicalismos, pero que apenas tenía cáscara? ¿Y sobre todo, era posible hacerlo, impunemente, sobre los restos de la enorme civilización soviética? Limonov demostró que sí, y al hacerlo se convirtió en lo que pronto se denominaría un trending topic viral.

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jueves, marzo 03, 2022

UCRANIA Y RUSIA: NAZIS CONTRA EL FASCISMO 


 "Qué harías tú, en un ataque preventivo de la URSS?" (Polansky y el ardor).

"Fight War Not Wars" (Crass)

“Nazis contra el fascismo” fue el provocativo nombre de una banda punk inglesa de fines de los 70 que en su brevísima existencia hizo un solo disco (“Sid did it”, 1979). En su momento el absurdo nombre se explicaba como una broma en relación a los festivales de Rock contra el Racismo organizados por la Liga Antinazi, y replicados por la extrema derecha bajo la etiqueta de Rock contra el Comunismo.

¿Por qué será que en 2022 este nombre ya no me parece tan absurdo?  Tal vez porque en menos de un trimestre hemos vivido dos grandes explosiones de retórica “antifascista” que nos tiene viendo distintos tipos de nazis y fachos por todas partes.

Primero en Chile, cuando tras la primera vuelta de las elecciones presidenciales cuyos resultados fueron liderados por José Antonio Kast, el grueso de la izquierda (amarilla, roja, lila e incluso negra) llamó a “derrotar al fascismo” votando por el candidato Boric, a pesar de que hasta ese momento los “octubristas” no le podían perdonar su firma a título individual en el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019, mediante el cual la clase dominante retomó el control que habían perdido durante un mes entero de insurrección en todo Chile.

En uno de los pocos diagnósticos lúcidos de esos días se da en el clavo cuando se dice que “a contra corriente del pensamiento popular, no fue su ‘fascismo’ lo que le impidió captar más votos a Kast, sino todo lo contrario: la falta de él. En primer lugar, el discurso de Kast no contó para nada con elementos revolucionarios y populares propios del fascismo histórico que pudieran enganchar con algún sector indeciso del proletariado —al cual necesita ganarse para imponerse democráticamente—, y en segundo lugar, no logró trascender el esquema político tradicional aferrándose a su pinochetismo clásico con un carácter claramente burgués, lo que al igual que en las elecciones del Apruebo/Rechazo se reflejó bien, por ejemplo, en el mapa del voto en las comunas del gran Santiago” (1).

La gran paradoja es que, si bien sabemos racionalmente que Kast tenía tanto de fascista como Boric de comunista, las campañas y votantes de cada candidato se movilizaron afectivamente en base al miedo al fascismo, por un lado, y al comunismo por el otro.

En fin, el miedo al fascismo se pasó la misma noche del 19 de diciembre de 2021 en medio de masivas celebraciones, a pesar de que el bando derrotado obtuvo el 44% de los votos (porcentaje que nunca obtuvieron ni Mussolini ni Hitler, que en su mejor momento electoral bordeaban el 32% y el 38%), y del apoyo al mal menor se dio paso intempestivamente a una verdadera e insoportable “Boricmanía”, que aún está lejos de terminar y garantiza que ante la menor crítica al nuevo gobierno seremos sin duda alguna acusados de “hacerle el juego al fascismo”.

Chile ya no será la “tumba del neoliberalismo”, y ahora se enfatiza que más bien de lo que se trata es de defender lo alcanzado en los “30 años” de transición y avanzar muy gradualmente, en una nueva versión de la democracia de los grandes acuerdos.  Pero nada de esto importa mucho ahora, pues vivimos “la dicha de vencer juntxs al fascismo”, como decía un afiche masivamente pegado en las paredes del centro de Santiago por la juventud de un partido de izquierda.  Este fascismo era tan sui generis que pudo ser derrotado a costa de memes y lápices bic, sin derramamiento de sangre, partisanos ni lucha armada, y sin siquiera ponernos a discutir en serio que es la reacción en general y en especial el fascismo y si acaso es posible oponerse a ambos contundentemente sin oponerse al capitalismo en su totalidad. 

Así, de manera bastante sorprendente, la campaña electoral “antifascista” logró lo que no lograron ni la represión policial y militar, ni el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, ni la pandemia: apagar las barricadas de la rebelión social y renovar la confianza en el sistema político.

Y así llegamos a la segunda gran campaña antifa en febrero de este año, con una guerra entre Rusia y Ucrania, lideradas respectivamente por el ex agente de la KGB Vladimir Putin y el comediante de origen judío Zelensky. Lo llamativo en que en esta guerra cada bando acusa de “fascista” al otro.

Muchos de los “antifascistas por Boric” deben haber quedado muy confundidos y amargados cuando el Presidente joven dio su apoyo inmediato al comediante Volodimir Zelensky, presidente de la “Ucrania nazi”, apoyada también por el “globalista” y también judío Georges Soros, que para el imaginario de los “patriotas” de la extrema derecha chilena es el financista de los “antifas” a nivel global.

Más confusión aún debe causar el hecho de que Donald Trump, calificado también como fascista por liberales e izquierdistas, apoye al nacionalista conservador de Putin, reinventado ahora por cierta izquierda como “antiimperialista” y por ciertos neofascistas como un campeón “antiglobalista”.

Por su parte, la extrema derecha parece estar dividida por sus apoyos y orientación geopolítica entre “atlantistas” y “eurasianistas”. Los primeros apoyan a Ucrania y los segundos a Rusia, lo cual es totalmente coherente si tenemos en cuenta que el fascista español Ramiro Ledesma, fundador del nacional-sindicalismo, señalaba en los años treinta que el carácter ultranacionalista de los fascismos hacía imposible una cooperación internacional duradera entre ellos.

Lo cierto es que, como ha destacado Hassan Akram, existen fascistas y ultraderechistas de diversas variedades a ambos lados de este conflicto: el Batallón Azov y los seguidores del histórico colaborador nazi y exterminador de judíos Stepan Bandera en el lado ucraniano, y  una serie de fascistas e incluso “nacional-bolcheviques” rusos que, con Dugin a la cabeza, defienden la necesidad de que en continuidad directa con el Imperio ruso y el período del estalinismo soviético se oponga desde Eurasia un contrapeso a la hegemonía unipolar de Estados Unidos, establecida tras la caída del bloque soviético en 1989/1991.

Como era de esperar, mientras los gobernantes ucranianos comparan a Putin con Hitler, el burócrata ruso proclama que va a “desnazificar” Ucrania y con eso se asegura el entusiasta e incondicional apoyo de antifascistas de izquierda que se excitan con una supuesta continuidad histórica entre Stalin y Putin, como “vencedores de los nazis”, sin tener las herramientas ni las ganas de comprender que de este modo la coartada antifascista los hace apoyar a uno de los bandos en una guerra imperialista, tan “fascista” como cualquier otro.

Esto último ha sido relatado por muy pocos analistas, entre los que cabe mencionar al italiano Franco “Bifo” Berardi, que nos recuerda que se sabe que Putin es nazi “desde que terminó la guerra en Chechenia con el exterminio”. Pero “fue un nazi muy bien recibido por el presidente estadounidense (Trump), quien, mirándolo a los ojos, dijo que entendía que era sincero”. También gozó de la simpatía de “los bancos británicos que están llenos de rublos robados por los amigos de Putin tras el desmantelamiento de las estructuras públicas heredadas de la Unión Soviética” (2).

El punto en común es que “el jerarca ruso y el angloamericano fueron amigos muy queridos cuando se trataba de destruir la civilización social, el legado del movimiento obrero y comunista”, aunque como es normal, “la amistad entre asesinos no dura mucho”, lo cual es algo que aprendimos en Chile cuando las dictaduras de Pinochet y Videla colaboraron reprimiendo juntas en la Operación Cóndor, para poco después estar a punto de declararse la guerra por las islas Picton, Lennox y Nueva.

En este contexto Berardi califica de irracional que la OTAN esté armando a “los nazis polacos, bálticos y ucranianos contra el nazismo ruso”. Si bien no soy dado a ver nazis o fascistas por todas partes, indudablemente hay neonazis fuertemente organizados y armados en Ucrania y una influyente amalgama rojiparda/imperial en Rusia, entiendo el punto de Bifo: apoyar a uno u otro bando este caso parece una versión pesadillesca de la táctica del “mal menor”.

Que la mayoría de los izquierdistas apoyen la acción rusa contra Ucrania, considerada como “nido de neonazis”, no es de extrañar. Que Putin sea a su vez un ultranacionalista autoritario y conservador, muy cercano al postfascismo eurasiático de los defensores actuales del Imperio ruso parece no importarles demasiado, pues más que anticapitalistas integrales estos izquierdistas son simplemente opositores al imperialismo gringo. Muchos de ellos nunca entendieron que el estalinismo era una contrarrevolución, y siguen creyendo que la Madre Rusia actual es la legítima heredera de la Unión Soviética de los años más heroicos.

Esa posición los acerca a ciertos sectores del nacionalismo, tal como quedó claro en Chile cuando grupos “nacional-revolucionarios” llamaron a apoyar a Eduardo Artés. Por supuesto que ambos tipos de patriotas chilenos apoyan decididamente la intervención militar de Rusia y las “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk: ¡un sueño hecho realidad para Dugin y todos los “nacional bolcheviques”! (Ver la “Declaración del Partido Comunista de Chile (Acción Proletaria) antes los últimos sucesos en Ucrania” y el Comunicado del Círculo Patriótico “En apoyo a la acción de Rusia y los pueblos de Donetsk y Lugansk”).

El llamado “rojipardismo” se produce a partir de los años 20 para designar a corrientes que se autodenominaron “nacional bolcheviques” y otras que podrían constituir distintas especies de “fascismo de izquierda”.

Este coqueteo nacionalista había sido advertido como un grave peligro, entre otros por Rosa Luxemburgo. En su “Crítica de la revolución rusa”  ella advertía que los bolcheviques con su llamado al derecho de autodeterminación de las naciones habían agravado las dificultades objetivas con que se enfrentaban tras tomar el poder, pues “bajo el dominio del capitalismo no hay lugar para ninguna autodeterminación nacional”, pues en una sociedad de clases cada clase social “desea ‘autodeterminarse’ de manera distinta y (…) entre las clases burguesas los puntos de vista de la libertad nacional ceden completamente el lugar a los del dominio de clase” (3).  Con su política y la “rimbombante fraseología nacionalista del ‘derecho a la autodeterminación hasta la separación estatal’” los bolcheviques “no hicieron otra cosa que prestar a la burguesía de todos los países limítrofes el mejor de los pretextos, y hasta la bandera para sus aspiraciones contrarrevolucionarias” (4) En este sentido, para Rosa Luxemburgo, tanto en la socialdemocracia alemana como con los bolcheviques es posible constatar que “en la presente guerra mundial es un sino fatal del socialismo estar predestinado a proveer de pretextos ideológicos para la política contrarrevolucionaria” (5).

Casi un siglo después de ese primer rojipardismo, se ha resucitado el concepto para referir expresiones mucho más difusas y confusas de posible convergencia entre extrema derecha y extrema izquierda.

Como explica Steven Forti, el final de la Guerra Fría y el desplome del “socialismo real” provocaron otro ejemplo visible de rojipardismo, “cuando se juntaron las nuevas formulaciones hijas de los años 70 –el grupo de la revista Orion de Claudio Mutti y Maurizio Murelli, Nouvelle Résistance de Christian Bouchet, el Movimiento Social Republicano de Juan Antonio Llopart, etc.– con el euriasianismo de Dugin”. El mundo postsoviético pasó a ser un “verdadero laboratorio que los nacionalistas revolucionarios occidentales miraban con interés: en 1993 se fundó en Rusia el Partido Nacional-Bolchevique, liderado por Eduard Limónov acompañado hasta 1998 por el mismo Dugin” (6).

Ni Limonov ni Dugin adherían al viejo ideal del comunismo, pero eran leales “hacia aquél gran Imperio que libró una Gran Guerra Patriótica, que venció al nazismo y situó a Rusia como primera potencia mundial. Un Imperio con el que la gente común se identificó hasta un extremo que occidente siempre prefirió no ver”, lo que de hecho se puede apreciar bastante bien en el filme “Funeral de Estado”.

Esta identificación ha vuelto a quedar en primer plano a fines de febrero de 2022 con las acciones militares de Rusia en Ucrania. Como destaca Zizek, “la política exterior de Putin es una clara continuación de esta línea zarista-estalinista”, no así de la política leninista aplicada antes de la estalinización, y que Putin denuncia precisamente como responsable de haber “inventado” a Ucrania.

Por eso para Zizek “no es de extrañar que podamos volver a ver los retratos de Stalin durante los desfiles militares y las celebraciones públicas en la Rusia de hoy, mientras que Lenin es borrado”, pues “Stalin no es celebrado como comunista, sino como el restaurador de la grandeza de Rusia después de la 'desviación' antipatriótica de Lenin” (7). Dicha constatación coincide con la lectura “nacional revolucionaria” de la geopolítica del actual conflicto de Rusia y Ucrania, que destaca el hecho de que ya en 1993 en la ex URSS se unieron contra Boris Yeltsin “comunistas, nacionalistas y partidarios de la monarquía zarista ortodoxa”, fuerzas que a pesar de todas sus diferencias “todas tienen algo en común: la defensa de la soberanía de Rusia y el Eurasianismo” (8).

El autor, el nacionalista hispano José Alsina Calvés, identifica a esa coalición de fuerzas como “la que dará apoyo a la emergencia de Vladimir Putin y al renacimiento de Rusia”. Por eso no es casualidad lo que él mismo señala: que mientras los neoliberales de derecha ven aún “comunismo” en Rusia, los neoliberales de izquierda la identifican con “una especie de reencarnación del ‘fascismo’” (9).

De este modo, estamos ante un complejo escenario en que se mezclan fenómenos y posiciones propias del siglo XX con una nueva época que recién se está empezando a conformar, y en la que de manera bastante posmoderna se producen mescolanzas de todo tipo que hacen posible el absurdo de tener que escoger entre dos males menores casi idénticos: “nazis contra el fascismo”.

La resaca de la guerra fría y la imposibilidad de avanzar hacia la superación del capitalismo ha llevado a una especie de callejón sin salida en que se nos obliga a apoyar a un tipo de postfascistas (los rusos) contra los “neonazis” ucranianos, como si el Batallón Azov representara a todo la población de esa zona, y no me cabe duda de que algunos nuevos rojipardos aplaudirían a rabiar incluso el uso de una bomba atómica “antifa” contra Ucrania.

Se vienen tiempos duros, en que los anticapitalistas y antiautoritarios no nos podemos confundir: no se combate al fascismo sin combatir al capitalismo en su conjunto, y apoyar bandos en una guerra imperialista nos deja en la misma posición que la socialdemocracia hace poco más de un siglo, es decir, traicionando la lucha por la emancipación humana en aras de consideraciones geopolíticas y de la colaboración de clases bajo la bandera de las distintas burguesías nacionales.   

 


NOTAS:

4.- Ibid., pág. 91.

5.- Ibid. 

8.- José Alsina Calvés, La geopolítica del angloimperio y la balcanización de Rusia”. Blog de editorial Ignacio Carrera Pinto, 27 de febrero de 2022. En:  Donde dice “comunistas” debemos entender que se refiere a las mutaciones del bolchevismo ruso posteriores a la muerte de Stalin.

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