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jueves, diciembre 30, 2010

Marx sobre España (x M. Sacristán) 



Creo que sigue siendo verdad, como escribí en la década de los sesenta, que si la lectura de los artículos de Marx sobre España puede ser interesante para gentes de hoy es porque esos artículos ilustran bien su método, su estilo intelectual.


Análisis y pandereta

Creo que sigue siendo verdad, como escribí en la década de los sesenta [*], que si la lectura de los artículos de Marx sobre España puede ser interesante para gentes de hoy es porque esos artículos ilustran bien su método, su estilo intelectual [1] Pero también puede apetecer leerlos con menos voluntad de aprendizaje y más de entretenimiento, porque esos textos periodísticos (corresponsalías y artículos de fondo para la New York Daily Tribune escritos en 1854 y 1856) permiten ver un trasfondo de vivencia o experiencia de lo español hecho de tópicos comunes y agudas observaciones propias, de familiaridad con los motivos éticos y poéticos del Sturm und Drang schilleriano, del Goethe joven y del Goethe viejo, de la sensibilidad de la Joven Alemania para con la asonancia del romance castellano y de la del romanticismo alemán para con nuestro teatro barroco; todo lo cual añade su interés, entre la estética y la sabiduría de la vida, al valor de ejemplo metodológico que es, sin duda, lo principal de los escritos de Marx sobre España.

La sensibilidad despertada en Marx por las lecturas y experiencias dichas, no siempre muy elaboradas, revela una cierta afinidad con lo español, a menudo en contraste con un menosprecio, no menos tópicamente germánico-romántico, por gran parte de la literatura francesa, como en este pasaje de una carta a Engels (3-5-1854), muestra del gusto (buen gusto, todo hay que decirlo) del romanticismo alemán:

En mis ratos perdidos estoy estudiando español. He empezando por Calderón; de su Mágico prodigioso -el Fausto católico- Goethe ha aprovechado para su Faust no sólo ciertos trozos, sino incluso la disposición de escenas enteras. Luego -horribile dictu- he leído Attala y René de Chateaubriand y algunos trozos de Bernardin de Saint-Pierre; pero en español, porque en francés no lo habría aguantado.

La afinidad en cuestión tiene momentos curiosos, como cuando, refiriéndose a la guerra de las Comunidades de Castilla, Marx habla de Carlos I y aclara a su público norteamericano: “o Carlos V, como lo llaman los alemanes” (New York Daily Tribune [NYDT], 9-9-1854). Cuando se mete en la piel hispánica, Marx puede ponerse tan patético como un orador de 12 de octubre; así comenta, por ejemplo, la derrota de los comuneros:

Si, tras el reinado de Carlos I, la decadencia de España en los terrenos político y social exhibe todos los síntomas de larga y nada gloriosa putrefacción que caracterizan los peores tiempos del imperio turco, bajo el emperador mismo las viejas libertades fueron en fin de cuentas enterradas en un sepulcro magnífico. Ésta es la época en que Vasco Núñez de Balboa planta el pendón de Castilla en las costas de Darién, mientras Cortés lo hace en México y Pizarro en el Perú; la época en que la influencia española gobernó Europa y la meridional imaginación de los iberos se conturbó con visiones de Eldorados, caballerescas aventuras y sueños de monarquía universal (NYDT, 9-9-1854).

Y el atractivo de lo español no se limita a ese período brillante en el que “murió la libertad española”; también “la comprensión de todo lo que España ha hecho y sufrido desde la usurpación napoleónica [...] es uno de los capítulos más emocionantes e instructivos de toda la historia moderna”. Precisamente cuando habla de la guerra de la Independencia española se expresa Marx del modo más emocional, con acentos que recuerdan bastante los versos de Heine sobre Riego y Quiroga. La guerra de la Independencia es un “gran movimiento nacional” con “heroicos episodios”, una “memorable exhibición de vitalidad de un pueblo al que se suponía moribundo”. Y es muy notable que la acción de los ejércitos napoleónicos no sea fundamentalmente para Marx un modo de consumarse el ascenso de la burguesía, sino “el asalto napoleónico a la nación” (NDYT, 25-9-1854). “De un lado -escribe Marx con una convicción más bien sorprendente- estaban los afrancesados, y del otro la nación”.

Desde luego que no faltan entre los tópicos españoles de Marx los que reflejan la extrañeza del centroeuropeo frente a lo que él entiende como exuberancia meridional un tanto ridícula: “¿Dónde es más poderosa la imaginación que en el sur de Europa?”, se pregunta Marx (NYDT, 19-8-1854), y explica con ella desde el prestigio de los caudillos guerrilleros hasta la hinchazón de las proclamas militares (NYDT, 4-8-1854). Pero en su propia fantasía predominan imágenes proyectadas por una nostalgia de ese sur, no tanto la nostalgia goethiana de las tierras “en que florece el limonero” cuanto otra política y moral, la sentida por el labrador hidalgo que -“peculiaridad española”-, “pese a ser miserable y explotado, no tuvo el sentimiento de humillación oprobiosa que le amargaba en el resto de la Europa feudal” (artículo del 21-II-1854, no publicado por el NYDT).

Cervantes entre Homero y Shakespeare

Los gustos literarios de Marx eran, como es sabido, sólidos hasta rozar lo convencional. “Igual que a mis hermanas -recordaba su hija Eleanor-, me leyó todo Homero, los Nibelungos, Gudrun, Don Quijote y Las mil y una noches. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa”. Y Lafargue cuenta en sus Recuerdos personales sobre Marx que los novelistas preferidos de éste eran Cervantes y Balzac. El principal crítico literario de la primera generación marxista, Franz Mehring, ha dejado una observación que permite ver en esos gustos literarios tan canónicos una motivación profunda y muy concorde con la personalidad intelectual de Marx. Mehring, en efecto, observó que todos los autores de cabecera de Marx -Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes y Balzac- han sido “espíritus que han registrado de manera tan objetiva la imagen de una época entera que todo residuo subjetivo se disuelve más o menos, y a veces tan totalmente, que los autores desaparecen detrás de sus creaciones, en una oscuridad mítica”. Todos ellos, además, documentan prolija y profundamente estadios y procesos sociales. Don Quijote, en particular, es para Marx, como recuerda su yerno Lafargue, “la epopeya de la caballería moribunda, cuyas virtudes se convertirían en el naciente mundo burgués en objeto de burla y de ridículo”, pero que el Manifiesto comunista evocaba como “patriarcales e idílicas”.

Don Quijote es un personaje que se presta obviamente a la comprensión de Marx. Éste alude frecuentemente al hidalgo, y en varios registros, recogiendo su excentricidad anacrónica, recordando accidentes de su carácter y de su vida, y también aplicándole la clave completa de la concepción marxiana de la historia de Europa: como se desprende de su crítica del Franz von Sickingen de Lassalle, Marx entiende que la excentricidad patética de Don Quijote se debe a que para que una lucha como la suya, dirigida contra los poderes injustos de su época, tuviera alguna buena perspectiva, necesitaba “apelar [...] a las ciudades y a los campesinos, es decir, precisamente a las clases cuyo desarrollo significa la negación de la caballería” (Carta a Lasalle del 19-4-1859).

Mas la relación de Marx con Don Quijote -y con Cervantes- se establece también en algún plano menos teórico y más inmediato, imaginativo y propio de la simple sabiduría de la vida. Marx cita frecuentemente al Quijote y a Don Quijote en contextos así, nada teóricos, por ejemplo, comparando la guerrilla antinapoleónica con el caballero (NDYT, 30-10-1854), o contando (de memoria, para comentar la relación de la reina Cristina con Muñoz) la historia de la rica viuda que se volvió a casar con un simple mozo (NYDT, 30-9-1854). La última alusión de Marx a Don Quijote tiene otro tono: Marx se encuentra en Argel, ya enfermo de muerte, y escribe a Engels, el 1 de marzo de 1882, que vive “insomne, inapetente, con mucha tos, algo perplejo, no sin sufrir de vez en cuando accesos de una profunda melancolía, como el gran Don Quijote”. La alusión lo es sin duda al caballero cuerdo y moribundo para el que ya en los nidos de antaño no había pájaros hogaño; y se puede añadir a los varios indicios de la final frustración de Marx.

Historia y Sistema

Como otros estudios particulares de Marx -el de las guerras civiles en Francia, por ejemplo, o el de la comuna aldeana rusa-, los artículos sobre España muestran a un autor que maneja muy libremente su propio sistema teórico, y practica una ancha flexibilidad metodológica. Antes lo he observado a propósito de su descripción de la invasión napoleónica, completamente al margen de su modelo teórico, como “asalto a la nación” española. Marx se enfrenta con sus datos españoles en una actitud muy empírica, por un lado, y muy atenta, por otro, a las “circunstancias peculiares” del país, mientras que los esquemas interpretativos derivados de sus sistema son sólo un trasfondo de presencia nada imperiosa. A veces maneja vaguedades tópicas, más o menos pueriles, acerca de la peculiaridad española -como cuando afirma que el guerrillero español ha tenido siempre algo de bandido “desde los tiempos de Viriato” (NYDT, 9-9-1854). En los artículos de Marx sobre España es frecuente la afirmación de nexos explicativos que no son parte esencial de su modelo teórico, lo cual tiene su importancia para determinar cómo entendía Marx la función explicativa de su teoría, así como el alcance de ésta. Como en el caso aludido de la importancia que atribuye a la acción de validos y camarillas en la provocación involuntaria de insurrecciones, Marx se acerca siempre a los problemas que se propone desde planos que, con el léxico marxiano más consagrado, habría que llamar “sobreestructurales”: el político, el militar, el de la psicología nacional; de modo que las consideraciones de orden “básico” -sobre relaciones de producción, fuerzas productivas, clases sociales- aparecen (cuando lo hacen) sólo en última instancia, como marco general que contiene las condiciones de posibilidad de lo ya explicado “sobreestructuralmente”.

Así ofrece Marx explicaciones por causas político-militares que seguramente dejarán escépticos a muchos marxistas; por ejemplo, la explicación de la peculiaridad de las Cortes españolas por ciertas consecuencias de la supuesta “Reconquista”:

Ni los Estados Generales franceses ni el Parlamento medieval británico pueden compararse con las Cortes españolas. En la formación del reino de España se dieron circunstancias especialmente favorables para la limitación del poder real. Por una parte, las tierras de la península fueron reconquistadas poco a poco durante largas luchas contra los árabes y estructuradas en reinos diversos y separados. En esas luchas nacieron leyes y costumbres populares. Realizadas principalmente por los nobles, las conquistas ulteriores otorgaron a éstos un poder grande, mientras disminuía el del rey. Por otro lado, las ciudades y villas del interior adquirieron gran robustez interna por la necesidad en que la población se encontraba de fundarlas para vivir en comunidades cerradas como plazas fuertes, única manera de conseguir cierta seguridad frente a las continuas incursiones de los moros (NDYT, 9-9-1854).

Esa explicación concibe la Reconquista como la entendían los historiadores españoles más tradicionalistas y conservadores, como “una obstinada lucha de casi ochocientos años”, según escribe Marx en el artículo recién citado; pero lo más interesante del uso por Marx de conceptos así es su implicación metodológica: una gran libertad de la explicación histórica respecto del modelo teórico, el principio metodológico de proceder en la investigación según un orden inverso del orden de fundamentación real afirmado por la teoría.

Orientalismo español

Marx se interesa mucho por registrar peculiaridades españolas; a menudo parece que se divierta al hacerlo: los contrabandistas, observa, son la única fuerza que nunca se ha desorganizado en España (NYDT, 1-9-1854); la cesantía de funcionarios colocados por el gobierno que deja el poder “es quizá la única cosa que se hace deprisa en España. Todos los partidos se muestran igualmente ágiles en esta cuestión” (NYDT, 4-9-1854). Pero también ha intentado, más seriamente, reunir cierto número de esos rasgos peculiares bajo una categoría que los situara en su sistema: la categoría de orientalismo. En el artículo del 9 de septiembre de 1854 del New York Daily Tribune, Marx afirma que la semejanza de la monarquía absoluta española con las monarquías absolutas del resto de Europa es sólo superficial, y que en realidad la monarquía es “una forma asiática de gobierno”: “Como Turquía, España sigue siendo un conglomerado de repúblicas mal regidas con un soberano nominal al frente”. Esa naturaleza de despotismo oriental de la monarquía española explica, según Marx, la persistencia de la diversidad española en “derechos y costumbres, monedas, estandartes o colores militares” e incluso en sistemas fiscales. Pues “el despotismo oriental no ataca al autogobierno municipal sino cuando éste se opone directamente a sus intereses, y permite muy gustosamente a estas instituciones continuar su vida mientras dispensen a sus delicados hombros de la fatiga de cualquier carga y le ahorren la molestia de la administración regular”.

De todos modos, la acentuación de lo que él entiende como peculiaridades españolas -incluido el orientalismo- no lleva a Marx a pensar en categorías metafísicas referentes al “espíritu nacional”, ni tampoco a separar completamente los procesos españoles de los europeos. Por el contrario, más de una vez Marx cree ver en los hechos de España realizaciones representativas de rasgos generales de la historia europea moderna. Así, por ejemplo, tras escribir que en el golpe de Estado de O´Donnell de 1856 Espartero abandonó las Cortes, las Cortes abandonaron a los dirigentes burgueses, los dirigentes a la clase media y ésta al pueblo, Marx generaliza de este modo:

Esto suministra una nueva ilustración del carácter de la mayoría de las luchas europeas de 1848-1849 y de las que tendrán lugar en adelante en la porción occidental del continente. Existen, por una parte, la industria moderna y el comercio, cuyas cabezas naturales, las clases medias, son contrarias al despotismo militar; por otra parte, cuando empiezan su batalla contra ese despotismo, arrastran consigo a los obreros, producto de la moderna organización del trabajo, los cuales reclaman la parte que les corresponde del resultado de la victoria. Aterradas por las consecuencias de una tal alianza involuntariamente puesta sobre sus hombros, las clases medias retroceden hasta ponerse bajo las protectoras baterías del odiado despotismo. Éste es el secreto de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensibles de otro modo para el futuro historiador (NYDT, 8-8-1856).

También la guerra española por la Independencia da pie a Marx para una de esas generalizaciones que sitúan la historia de España como historia de Europa. Marx expone que el movimiento independentista iniciado en 1808 parece “a grandes rasgos” dirigido contra la revolución, y no a favor de ella, pero que los principios que expresó e intentó imponer eran revolucionarios, y comenta:

Todas las guerras por la independencia dirigidas contra Francia llevan simultáneamente en sí la impronta de la regeneración mezclada con la de la reacción; pero en ninguna parte se presenta el fenómeno con la intensidad con que lo hace en España (NYDT, 25-9-1854).

Independencia y revolución españolas

Poca duda puede caber de que lo que ha motivado a Marx a estudiar y escribir sobre España es la agitación de la Vicalvarada: la participación popular en el pronunciamiento es la primera señal del despertar de los pueblos europeos desde la conmoción de 1848, que para Marx, naturalmente, fue más la derrota del pueblo trabajador que la consolidación de los estados nacionales burgueses. Los artículos escritos para la New York Daily Tribune, aunque todos fruto, al mismo tiempo, de la necesidad de ganar algo de dinero en circunstancias de mucha miseria y del interés por las perspectivas revolucionarias de España, se pueden dividir en dos grupos: meras crónicas de los acontecimientos a medida que se van produciendo (la Vicalvarada en 1854, al alzamiento de O´Donnell en 1856) y pequeños ensayos históricos y analíticos. Éstos son claramente el resultado de los estudios y las reflexiones de Marx con la intención de comprender los destinos de la “España revolucionaria”.

Sus estudios le convencen pronto de que España es un país mal conocido, acaso el peor conocido y juzgado de Europa, “salvo Turquía” (NYDT, 21-7-1854). “Los numerosos pronunciamientos locales y rebeliones militares han acostumbrado a Europa a considerar a España como un país colocado en la situación de la Roma imperial de la época de los pretorianos”. Pero ese juicio es un error superficial por el cual, observa Marx, Napoleón se llevó una amarga sorpresa. “La explicación de esta falacia reside en la sencilla razón de que los historiadores, en vez de descubrir los recursos y las fuerzas de esos países en su organización provincial y local, se han limitado a tomar sus materiales de los almanaques de la corte”. Si los historiadores hubieran atendido a las entrañas de la historia, y no sólo a las efemérides cortesanas, habrían podido identificar el verdadero enigma de la historia de España, “el singular fenómeno consistente en que tras casi tres siglos de una dinastía habsburguesa seguida de otra borbónica -cada una de las cuales se basta y se sobra para aplastar a un pueblo-, sobrevivan más o menos las libertades municipales de España, y que precisamente en el país en que, de entre todos los estados feudales, surgió la monarquía absoluta en su forma menos mitigada, no haya conseguido, sin embargo, echar raíces la centralización” (NYDT, 9-9-1854).

La explicación que Marx apunta del “singular fenómeno” español consiste esencialmente en aducir una serie de “circunstancias políticas o económicas” que arruinaron el comercio, la industria, la navegación y la agricultura en España, impidiendo que la monarquía absoluta española realizara la función estructuradora cumplida en Europa, la de terminar, sí, con los privilegios de la nobleza y el poder de las ciudades, pero a cambio de imponer “la ley general de las clases medias y el común dominio de la sociedad civil”. Pero, como queda dicho, precisamente ese fracaso de la monarquía española, o, propiamente, una de sus consecuencias, el mantenimiento de la descentralización y la dispersión medieval del poder, es la mejor explicación de la sorprendente eficacia de la resistencia española a los ejércitos napoleónicos. Y como la historia de la revolución española arranca, según Marx, de la guerra de la Independencia, la explicación de ésta es para él un primer paso en la comprensión de aquélla.

La España revolucionaria

La primera y grande ocasión de la revolución moderna en España estuvo, según Marx, al alcance de la Junta Suprema Central Gobernadora del Reino: “Sólo bajo el gobierno de la Junta Central fue posible fundir con las necesidades y exigencias de la defensa nacional la transformación de la sociedad española y la emancipación del espíritu nacional” (NYDT, 27-10-1854). La inoperancia revolucionaria de la Junta Central, paralizada, según Marx, por su formalismo y por la imposibilidad de dirimir la pugna entre sus dos alas (que Marx identifica con los idearios de Floridablanca y Jovellanos, respectivamente) selló al mismo tiempo su fracaso militar: “La Junta Central fracasó en la defensa de su país porque fracasó en su misión revolucionaria” (NYDT, 30-10-1854). (Dicho sea de paso, una tesis análoga fue la de la extrema izquierda marxista y libertaria durante la guerra civil española de 1936-1939, frente a la concepción predominantemente militar del gobierno republicano). En cambio, las Cortes de Cádiz no dispusieron ya de posibilidades revolucionarias; encerradas en un último rincón del territorio, las Cortes eran sólo “la España ideal”, mientras “la España real” se encontraba en las convulsiones de la guerra o estaba ya sometida por el invasor. “En el momento de las Cortes, España estaba dividida en dos partes. En la Isla del León, ideas sin acción; en el resto de España, acción sin ideas”. En conclusión, “las Cortes [...] fracasaron no por ser revolucionarias, como dicen autores franceses e ingleses, sino porque sus predecesores [o sea, la Junta Central] fueron reaccionarios y perdieron la verdadera oportunidad para la acción revolucionaria” (NYDT, 27-10-1854).

Marx simpatiza con los legisladores de Cádiz, sobre los cuales escribe con una epicidad no precisamente refinada desde el punto de vista literario, pero también con muy buena comprensión de la síntesis de tradición y revolución que intentaron aquellas Cortes. Marx percibe la raíz castiza de los de Cádiz: “Desde el remoto rincón de la Isla Gaditana, [las Cortes] se lanzaron a la empresa de fundar una España nueva, tal como hicieron sus padres en las montañas de Covadonga y Sobrarbe” (NYDT, 24-11-1854).

La Constitución de 1812 “surgió del cerebro de la vieja España monacal y absolutista, y precisamente en la época en que parecía totalmente absorta en su “guerra santa” contra la Revolución”, pero esa constitución precisamente será “estigmatizada por las testas coronadas reunidas en Verona como la invención más incendiaria del espíritu jacobino” (NYDT, 24-11-1854): así plantea Marx lo que llama “el curioso fenómeno de la Constitución de 1812”. (Como se ve, España es para Marx el país de los curiosos fenómenos).

El modo como Marx aclara este último curioso fenómeno es muy notable en un autor de los años cincuenta del siglo pasado: “La verdad es -escribe- que la Constitución de 1812 es una reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades de la sociedad moderna”. Al final de su análisis de la Constitución, escribe un juicio elogioso y competente:

Lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, [la Constitución de 1812] fue un producto genuino y original, surgido de la vida intelectual, regenerador de las antiguas tradiciones populares, introductor de las medidas reformistas enérgicamente pedidas por los más célebres autores y estadistas del siglo XVIII y cargado de inevitables concesiones a los prejuicios populares (NYDT, 24-II-1854).

Lo de las concesiones a los prejuicios populares se refiere principal y explícitamente al artículo 12 de la Constitución (“La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra”). El tenor de ese artículo chocaba con la antirreligiosidad del ultrafeuerbachiano Marx y, sobre todo, resultaba incoherente con su idea de la política religiosa propia de un estado genuinamente burgués, tal como él la concebía desde sus ensayos sobre la cuestión judía.

Marx reconstruye una tradición revolucionaria española continua desde la guerra de la Independencia, contrapuesta a la imagen de una España pretoriana, desconcertante escenario de insurrecciones inconexas e imprevisibles. Comienza esa historia con la intentona de Mina, la compone con Porlier, Richard, Lacy, Vidal, Solá, hasta llegar a Riego: “La conspiración de la Isla del León fue, pues, el último eslabón de la cadena formada por las ensangrentadas cabezas de tantos valientes desde 1808 hasta 1814” (NDYT, 2-12-1854). La revolución de 1820, que tanta importancia tuvo en la recomposición moral de la izquierda europea anterior a 1848, anima todavía un lenguaje conmovido en el Marx de 1854; pero, de todos modos, predomina en los escritos de éste sobre ella la voluntad de explicar su derrota. Y esa explicación le parece fácil: los liberales españoles de 1820 intentan una revolución burguesa, “más exactamente urbana”, en la que el campesinado es espectador pasivo de una lucha de partidos que apenas se le hace comprensible. Por eso, en las pocas provincias en que intervienen, los labradores lo hacen a favor de la contrarrevolución: “El partido revolucionario no supo cómo se tenían que articular los intereses de los campesinos con los del movimiento urbano” (artículo del 21-II-1854, no publicado por la NYDT).

En el pronunciamiento que ocasiona las primeras crónicas de Marx sobre España -el de O’Donnell y Dulce de 1854- es muy visible una característica importante de la historia revolucionaria española, a saber, la decisiva presencia del ejército en la política. Marx considera que esa peculiaridad española se explica por dos causas: en primer lugar, el Estado, en el sentido moderno de la palabra, es casi inexistente en la vida civil del pueblo español, esencialmente local y provinciana, y sólo está presente en el ejército; en segundo lugar, la guerra de la Independencia ha creado condiciones en las cuales el ejército resultó el lugar natural en el que se concentró la vitalidad de la nación. “Así pudo ocurrir -escribe Marx- que las únicas manifestaciones nacionales (las de 1812 y 1822) procedan del ejército; con ello, los sectores movilizables de la nación se han acostumbrado a ver en el ejército el instrumento natural de todo movimiento nacional” (NYDT, 4-8-1854).

Marx conoce también otras causas de la importancia política del ejército español. Cuenta entre ellas la institución de las capitanías generales, a cuyos titulares compara con los pachás turcos, el origen militar de todas las conspiraciones liberales de 1815-1818, y, sobre todo y más profundamente, la escasa fuerza civil de clases y grupos sociales sumidos en luchas decisivas:

El aislamiento de la burguesía liberal, que le obligó a emplear las bayonetas del ejército contra el clero y la sociedad rural; la necesidad en que se encontraron Cristina y la camarilla de emplear esas mismas bayonetas contra los liberales, igual que los liberales las habían usado antes contra los terratenientes; la tradición que se nutre de tantos precedentes, todas ésas son las causas que dieron a la revolución en España un carácter militar, y un carácter pretoriano al ejército (NYDT, 18-8-1856).

Ya al principio de sus estudios sobre España había notado Marx la “superabundancia de plazas y honores militares”, por lo cual “apenas uno de cada tres generales puede ser empleado en el servicio activo” (NYDT, 30-9-1854). Pronto entiende que ésa es una consecuencia de la situación pretoriana del ejército español.

Otra consecuencia, mucho más importante, es el creciente predominio de la orientación contrarrevolucionaria, conservadora o reaccionaria, en los pronunciamientos del ejército, la separación entre éste y “la causa de la nación” (NYDT, 4-8-1854). Marx piensa que entre 1830 y 1854 (período de la vida española que considera particularmente difícil) el ejército, aunque cada vez más poderoso políticamente, aplica de un modo mezquino su poder en zanjar rivalidades dinásticas y tutelar militarmente a la corte. Por último, le parece a Marx que en la insurrección de O´Donnell de 1856 se consuma la separación completa entre pueblo y ejército:

Esta vez [...] el ejército ha estado completamente solo contra el pueblo, o, más exactamente, sólo ha luchado contra la Guardia Nacional. Con otras palabras: ha terminado la misión revolucionaria del ejército español (NYDT, 18-8-1856).

Algunas de las últimas reflexiones de Marx sobre el golpe de 1856 pueden sonar, para un lector español de cien años después, como un turbador llamamiento a recordar el lema polvoriento y pasado de moda “Historia magistra vitae”; sean ejemplo de ello estas líneas del 18 de agosto de 1854:

En uno de los bandos -el ejército- todo estaba preparado anticipadamente; en el otro, improvisado; la ofensiva no cambió de campo ni por un momento. En el primer bando, un ejército bien equipado, moviéndose fácilmente en manos de sus generales; en el otro, unos jefes que van a pesar suyo hacia adelante, empujados por el ímpetu de un pueblo imperfectamente armado.

Manuel Sacristán Luzón

Notas:

[*] Sacristán se refiere a su prólogo a K. Marx-F. Engels, Revolución en España (1959), editado por Ediciones Ariel, Barcelona. El escrito está ahora recogido en M. Sacristán, Sobre Marx y marxismo, Barcelona, Icaria, 1983, pp. 9-23 (nota editor).

[1] Los escritos de Marx sobre España son once corresponsalías relativamente breves sobre la sublevación de O´Donnell y Dulce de junio de 1854; nueve artículos de fondo o pequeños ensayos sobre historia española, de los que el periódico para el que los escribía (como las corresponsalías), la New York Daily Tribune, no publicó más que ocho; dos corresponsalías más con ocasión del golpe de Estado de O´Donnell de 1856; y el artículo “Bolívar” de la New American Cyclopaedia, que es de 1858. También Engels escribió para la New York Daily Tribune artículos de asunto español: tres artículos de 1860 sobre la toma de Tetuán por O´Donnell, titulados “The Moorrish War”. Además de eso escribió sobre el ejército español para el Putnam´s Magazine (1855) y los artículos “Badajoz” y “Bidasoa” para la New American Cyclopaedia (1858). Pero el texto más importante e influyente de Engels sobre España es el conjunto de cuatro artículos titulado “Los bakuninistas en acción (Die Bakuninisten an der Arbeit)”, que se publicó en 1873 en el órgano de la socialdemocracia alemana Der Volksstaat. En el presente artículo se atiende sólo a los escritos de Marx sobre España.

(nodo 50)

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El terrorismo. El Estado. (o, elementos para una historia del Terror en la era capitalista). Parte 1 





-primera parte de la segunda parte de un trabajo en elaboración-

A los 14 del 14

Según un conocido proverbio de Nietzsche, sólo lo que no tiene historia se deja definir. En el caso del “terrorismo”, para poder llegar a un concepto político y jurídico razonable del mismo es inevitable tener que sumergirse un poco en el conocimiento histórico.

La palabra “terrorismo” proviene de la palabra “terror”, pero no cualquier forma de terror sino que aquella con mayúscula, el Terror como forma de gobierno, como un comportamiento que sólo puede ser cometido desde que hay un Estado. El “ismo” reafirma tanto la calidad de método sistemático de aplicación del terror, como el hecho de que este terror tenga (o constituya) su propia ideología: los poderes dominantes han teorizado al menos desde los inicios de la Modernidad la posibilidad del uso eficiente de estos medios, y además, su uso genera efectos mucho más allá de lo meramente material, sobre la psiquis, representaciones ideológicas y la subjetividad de aquellos a quienes se domina.

Esta necesidad de utilización del terror para poder gobernar fue teorizada notoriamente por Maquiavelo, quien en El Príncipe, al dar consejos sobre cómo “no hay manera más segura de dominar una provincia que destruyéndola” y que “aquel que usurpa un Estado tendrá que cometer todas las crueldades de una vez para no tener que repetirlas” .Pero el concepto de Terror emana más directamente del período de la Revolución francesa en que, entre 1793 y 1794, el Comité de Salvación Pública ejerció desde el Estado una política terrorista que causó innumerables víctimas mediante ejecuciones públicas. Si bien este terror se trataba de justificar políticamente como medidas destinadas a frenar la contra-revolución, terminó volviéndose un terror ciego que inclusive se volvía contra sus propios instigadores. Un par de décadas después ya se hablaba también de un Terror Blanco.

Hacia fines del siglo XIX se produce una inversión curiosa: de designar una práctica propia del poder jerarquizado, del Estado (como monopolio de la violencia y también de la decisión política), el concepto de “terrorismo” empezó a ser usado para designar acciones violentas provenientes de grupos o individuos que atacaban dicho poder. La violencia anarquista de sectores tanto individualistas como comunistas, en la época de la llamada “propaganda por el hecho” pasó a ser el fenómeno por excelencia que quedó etiquetado bajo la etiqueta de “terrorista”, en una época en que el terrorismo de estado, lejos de haber disminuido, ejercía su poder de forma sostenida y se preparaba para mayores niveles de violencia en el siglo XX.

A partir de ese momento es que se puede hablar de un terrorismo institucional y de otro no institucional. Un rasgo adicional que a la luz de esta experiencia histórica podría servir para delimitar el concepto de terrorismo (y servir como calificante del carácter “terrorista” de la violencia no institucional) es el carácter indiscriminado de los atentados y acciones que pueden ser calificados de terroristas. Si asumimos que en principio el terrorismo es siempre institucional, y que sólo en ciertos casos la violencia insurgente o subversiva pasa a constituir una forma de terrorismo, el criterio clave podría estar dado por la práctica de acciones que generan víctimas aleatorias, por ello es que tienen la capacidad de generar un Terror indiferenciado en toda en la población. De lo contrario, lo más probable es que se trate en rigor de violencia política o social, pero no de terrorismo en sentido estricto .

En todo caso, antes de concluir estas breves alusiones históricas, sería bueno tener en cuenta que la relación entre Derecho, Fuerza, Estado y Violencia es más compleja y profunda de lo que parece. Al parecer, desde la consolidación de lo que Baratta llamaba “ideología de la defensa social” en el sentido común y el pensamiento penal y criminológico oficiales , el principio denominado “del Bien y del Mal”, que nos dice que la desviación de la norma siempre es “mala” y el orden social, por el contrario, al que se concibe como armónico y estático, es un Bien que hay que proteger mediante el Derecho penal, y que en virtud del principio de Legitimidad la represión estatal de los comportamientos que no se ajustan a este orden sería siempre necesaria, se tiende a olvidar que en los hechos la violencia estatal y económica propia de este orden social no por estar “legalizada” es “legítima”, y de hecho mantiene con la Ley una relación más conflictiva de lo que de acuerdo a tales anteojeras ideológicas totalmente naturalizadas en el ciudadano promedio (y en gran parte de los juristas).

Lo cierto es que en el origen del Estado moderno, podemos detectar una inmensa acumulación de violencias que primero se verifican a nivel fáctico y por lo general sólo a posteriori operan procesos de racionalización y legitimación. En un país cuyo lema oficial es “Por la razón o la fuerza” esta afirmación no debería sorprender a nadie.

La definición tradicional del Estado es precisamente la que ve en él a un grupo de gente armada que constituye la así llamada “fuerza pública”. De acuerdo a Eduardo Novoa Monreal, “no es necesario que cada regla legal sea impuesta por la fuerza (muchas de ellas son cumplidas espontáneamente), pero el sistema legal íntegro está asentado en la posibilidad real de aplicar la fuerza física para obtener su cumplimiento, aun cuando esa aplicación de fuerza no necesite siempre traducirse en hechos concretos y permanezca muchas veces como una potencialidad virtual o latente”. Dicha fuerza, según Novoa Monreal, “no difiere de la violencia, en el sentido en que ella podría ser utilizada en actividades insurreccionales, desde el punto de vista de la forma como es aplicada, aun cuando sean diferentes según su origen y según las cubra o no la legalidad vigente” .

Por motivos que podemos atribuir a cierta psicología de masas, el Estado moderno no se siente cómodo recordando su origen violento, y dicho recuerdo es reprimido mediante teorías absolutamente idílicas sobre el contrato social. Resulta curioso pues, tal como señaló Bakunin, a poco que nos adentremos en el análisis histórico del surgimiento del Estado, no encontraremos ningún pacto social, sino que actos de pillaje y conquista. En ese sentido, su análisis no se aleja mucho del de Marx, quien en el famoso capítulo XXIV de El Capital relativo a “La llamada acumulación originaria”, donde en relación a la explicación idílica del origen del capitalismo contrapone la evidencia histórica: “Sabido es que en la historia real desempeñan un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato; la violencia, en una palabra”. En cambio, para “la dulce economía política, ha reinado siempre el idilio”, y “las únicas fuentes de la riqueza han sido desde el primer momento la ley y el “trabajo”…”. Así, llega a esta definición: “La llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción. Se la llama “originaria” porque forma la prehistoria del capital y del régimen capitalista de producción”.

A continuación, Marx se pone a describir estos “métodos” para nada idílicos de la acumulación originaria, mediante los cuales los medios de producción fueron convertidos en capital, tomando en cuenta que en rigor la “era capitalista” data del siglo XVI, y refiriéndose en concreto a Inglaterra como el modelo “clásico” de este proceso. Los dos métodos principales requirieron ciertamente del uso del aparato estatal y jurídico centralizado que se había venido formado desde fines de la Edad media, de manera que una suma de violencias privadas se fue convirtiendo en fuerza pública. El primer método consistió en la expropiación de la población rural de la tierra, mediante un largo proceso de disolución de los bienes comunales y expulsión violenta de la población rural hacia las ciudades. En este proceso, hay que decirlo, la legislación jugó un rol ambiguo, pues a veces lo fomentaba abiertamente y otras veces era usada para tratar de ponerle límites. Estos métodos abrieron paso a la agricultura capitalista: “se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que necesitaba la industria de las ciudades”. Marx no vacila en calificar esta metamorfosis como “llevada a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumanos”, con lo cual podemos identificar entonces otra fuente histórica del “terrorismo moderno”, que estaría en la misma base de nuestro modo de producción.

Un segundo grupo de métodos es analizado por Marx bajo el título de “Leyes persiguiendo a sangre y fuego a los expropiados, a partir del siglo XV. Leyes reduciendo el salario”. En este punto podríamos decir que para el análisis marxiano lo que existe es una combinación de formas de violencia económica y extra-económica (penal).

La primera se expresa en el uso del poder del Estado para reducir y regular los salarios, alargar las jornadas de trabajo, y mantener al trabajador en un “grado normal de subordinación”.

La segunda, se expresó mediante la dura represión de aquella masa de gente expulsada del medio rural y que llegaba a vagar y mendigar a las ciudades, sin poder ser aún incorporados a la nueva fuerza de trabajo propia del sistema capitalista de producción: “La legislación los trataba como a delincuentes voluntarios, como si dependiese de su buena voluntad el continuar trabajando en las viejas condiciones, ya abolidas (…) después de ser violentamente expropiados y expulsados de sus tierras y convertidos en vagabundos, se encajaba a los antiguos campesinos, mediante leyes grotescamente terroristas, a fuerza de palos, de marcas de fuego y de tormentos, en la disciplina que exigía el sistema del trabajo asalariado”.




Una vez más Marx emplea directamente la expresión “terrorismo” para definir estos procesos, que constituyen también la pre-historia de nuestro sistema penal, y de hecho esa misma época es la que marca el surgimiento de la institución penitenciaria, que en primer lugar cumplió funciones disciplinarias y económicas en las llamadas casas de Trabajo”, y que después, hacia el siglo XVIII y XIX, terminaron siendo transformadas en cárceles, es decir, en instituciones propiamente penales.

Con posterioridad, a medida que el nuevo modo de producción se consolida, la violencia se hace más sutil o disimulada. La clase obrera, “a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales”. La organización de la producción bajo esta nueva forma “vence todas las resistencias”. “Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero sólo en casos excepcionales”, pero por lo general basta con “la presión sorda de las condiciones económicas” que “sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero” .

Desde un marco de análisis bastante diferente, también Foucault ha enfatizado este origen violento del Estado moderno. Así, en la tercera de las conferencias que dictó en Brasil en mayo de 1973, tras analizar las formas de litigio propias del Derecho germánico, al referirse al surgimiento del poder judicial estatal y centralizado, alude a dos procesos o tendencias características de la sociedad feudal: por una parte, la “concentración de las armas en manos de los más poderosos que tienden a impedir su utilización por los más débiles”, concentración de la fuerza armada que dio origen a los Estados más poderosos y al poder del monarca; por otra parte, “simultáneamente están las acciones y los litigios judiciales que eran una manera de hacer circular los bienes”.

Los poderosos, en base a su superioridad garantizada por las armas, procuraron de todas formas impedir la resolución espontánea de los conflictos entre individuos en el seno de las comunidades, para “apoderarse de la circulación judicial y litigiosa de los bienes, hecho que implicó la concentración de las armas y el poder judicial, que se formaba en esta época, en manos de los mismos individuos” .

El punto de contacto entre ambos análisis radica en que sin la previa concentración del poder armado y judicial en los grupos dominantes, descrito por Foucault, no hubieran sido posibles los usos económicos y extra-económicos del Estado y la legislación que describe Marx.



Posteriormente, el Estado capitalista ya consolidado se asegura mediante procesos de codificación el monopolio casi exclusivo de la producción de normas, modificando incluso el sentido del derecho hasta hacerlo propio. Así, según Alejandro Nieto, es en el siglo XIX cuando se habría consolidado el monopolio de la producción de normas jurídicas por parte del Estado, hasta llegar a una especie de “secuestro del derecho por el Estado” (Wieacker), que se grafica muy claramente en la primacía del llamado “Estado de Derecho”. Desde un escenario que estaba a disposición “de cuantos quisieran (y pudieran) actuar en él”, donde “convivían el pueblo con sus estatutos particulares, la Iglesia con sus cánones, los jueces con su jurisprudencia, los juristas con sus doctrinas y, por supuesto, el monarca con su Derecho regio” , y donde sólo este último agredía a los demás tratando de desplazarlos o subordinarlos a su primacía, se pasó gracias al constitucionalismo liberal a una situación donde el Estado tiene el monopolio de la creación, aplicación y ejecución del Derecho. Como consecuencia de esto, el Estado y el derecho se legitiman recíprocamente, pues “el Derecho, si quiere serlo, ha de ser estatal; y el Estado por su parte, ha de ser jurídico en el sentido de que ha de actuar siempre con arreglo a Derecho” .
Decíamos más arriba que tradicionalmente se ha definido al Estado por lo que tiene de más visible: básicamente como un aparato represivo, “destacamentos especiales de hombres armados” (Engels), además de un aparato gubernamental y burocrático. Dentro de la teoría marxista, sin embargo, ya durante la primera mitad del siglo XX se desarrollaron importantes aportaciones que tendían a complejizar y enriquecer dicha visión (entre ellos, los trabajos de Gramsci sobre la dialéctica entre violencia y fraude, coerción hegemonía, y los de la Escuela de Frankfurt sobre la personalidad autoritaria, la sociedad administrada y la industria cultural, por citar los teóricos y temas más influyentes).

Para complementar la concepción tradicional, queremos aludir aquí a los aportes que ya en la segunda mitad del siglo XX realizara Louis Althusser a la “teoría del Estado”, en su influyente texto sobre “Ideología y aparatos ideológicos de Estado”.
En dicho escrito, Althusser repasa lo fundamental de la teoría marxista del Estado, a la que considera correcta, pero intenta ir más allá. Por una parte, insiste (con base en el Lenin de “El Estado y la revolución”) en distinguir entre el “aparato” y el “poder de Estado” (distinción que permite comprender ciertas situaciones en que dicho poder puede cambiar de manos, pero manteniendo intacto el aparato estatal). Además, agrega a este “aparato represivo” otra realidad, “que se manifiesta junto al aparato (represivo) de Estado, pero que no se confunde con él”: los Aparatos Ideológicos de Estado (AIE).

Señala un “listado empírico” bien amplio (donde se incluye el “AIE jurídico”):

“AIE-religiosos (el sistema de las distintas Iglesias),
AIE-escolar (el sistema de las distintas “Escuelas”, públicas y privadas),
AIE-familiar,
AIE-jurídico,
AIE-político (el sistema político del cual forman parte los distintos partidos),
AIE-sindical,
AIE de información (prensa, radio, T.V., etc.),
AIE cultural (literatura, artes, deportes, etc.)”.

Y luego señala las diferencias entre el aparato represivo de estado y los AIE:

-mientras el primero es “uno”, los AIE son múltiples.

-mientras el aparato represivo es “público”, los AIE en general forman parte del mundo “privado”.
Al explicar esa segunda diferencia, Althusser acude a Gramsci:

“Dejemos de lado por ahora nuestra primera observación. Pero será necesario tomar en cuenta la segunda y preguntarnos con qué derecho podemos considerar como aparatos ideológicos de Estado instituciones que en su mayoría no poseen carácter público sino que son simplemente privadas. Gramsci, marxista consciente, ya había previsto esta objeción. La distinción entre lo público y lo privado es una distinción interna del derecho burgués, válida en los dominios (subordinados) donde el derecho burgués ejerce sus “poderes”. No alcanza al dominio del Estado, pues éste está “más allá del Derecho”: el Estado, que es el Estado de la clase dominante, no es ni público ni privado; por el contrario, es la condición de toda distinción entre público y privado. Digamos lo mismo partiendo esta vez de nuestros aparatos ideológicos de Estado. Poco importa si las instituciones que los materializan son “públicas” o “privadas”; lo que importa es su funcionamiento. Las instituciones privadas pueden “funcionar” perfectamente como aparatos ideológicos de Estado. Para demostrarlo bastaría analizar un poco más cualquiera de los AIE”.
La tercera gran diferencia es que mientras el aparato represivo de Estado funciona principalmente mediante la violencia -a veces abierta y física, otras veces más disimulada-, los AIE funcionan principalmente mediante la ideología.

Althusser dice “principalmente”, y no “exclusivamente”. Veamos por qué:

“Rectificando esta distinción, podemos ser más precisos y decir que todo aparato de Estado, sea represivo o ideológico, “funciona” a la vez mediante la violencia y la ideología, pero con una diferencia muy importante que impide confundir los aparatos ideológicos de Estado con el aparato (represivo) de Estado. Consiste en que el aparato (represivo) de Estado, por su cuenta, funciona masivamente con la represión (incluso física), como forma predominante, y sólo secundariamente con la ideología. (No existen aparatos puramente represivos.) Ejemplos: el ejército y la policía utilizan también la ideología, tanto para asegurar su propia cohesión y reproducción, como por los “valores” que ambos proponen hacia afuera.
De la misma manera, pero a la inversa, se debe decir que, por su propia cuenta, los aparatos ideológicos de Estado funcionan masivamente con la ideología como forma predominante pero utilizan secundariamente, y en situaciones límite, una represión muy atenuada, disimulada, es decir simbólica. (No existe aparato puramente ideológico.) Así la escuela y las iglesias “adiestran” con métodos apropiados (sanciones, exclusiones, selección, etc.) no sólo a sus oficiantes sino a su grey. También la familia... También el aparato ideológico de Estado cultural (la censura, por mencionar sólo una forma), etcétera”.
Luego, Althusser nos habla de las “redes” existentes entre estos aparatos que garantizan la reproducción de las relaciones sociales capitalistas:

“¿Sería útil mencionar que esta determinación del doble “funcionamiento” (de modo predominante, de modo secundario) con la represión y la ideología, según se trate del aparato (represivo) de Estado o de los aparatos ideológicos de Estado, permite comprender que se tejan constantemente sutiles combinaciones explícitas o tácitas entre la acción del aparato (represivo) de Estado y la de los aparatos ideológicos del Estado? La vida diaria ofrece innumerables ejemplos que habrá que estudiar en detalle para superar esta simple observación” .

Esta concepción más amplia y compleja del Estado puede ayudarnos a comprender la inter-relación entre aquellas formas de violencia estatal directa (ejercidas siempre por su “aparato represivo”) y la dominación a través del uso consciente y estratégico del miedo, generando cohesión social y hegemonía mediante la adecuada administración y gestión de las dimensiones psicológicas del miedo (por ejemplo, en la gestión de los problemas de “inseguridad ciudadana”) y la generación de una profunda y casi inconsciente adhesión ideológica al uso estatal de la violencia .
Para poder revelar todo este sector de la realidad, sigue siendo pertinente el consejo de Lukács al escribir sobre “legalidad e ilegalidad” en 1920, cuando decía que “la condición de una franca actitud revolucionaria frente al derecho y el estado” consiste en “descubrir, bajo la máscara del orden jurídico, el aparato de coacción brutal al servicio de la opresión capitalista” .




El conjunto de estos elementos deberían permitirnos una comprensión histórica y política adecuada de la dimensión “institucional” del terrorismo. Lamentablemente, a nivel doctrinario ha llegado a hacerse fuerte la posición que considera que la expresión “terrorismo de Estado” es meramente retórica, y que en rigor sólo la violencia subversiva o insurgente podría ser calificada de “terrorista” . Pero esto no debiera extrañarnos: tal como el Estado en su dimensión represiva monopoliza el uso legítimo de la fuerza, y en su dimensión política monopoliza la toma de decisiones, podemos comprender que a nivel del poder de definición, de “etiquetamiento”, es también desde el propio Estado donde se decide qué comportamientos pueden ser criminalizados como “terroristas”, y se generan mecanismos jurídicos y discursivos para evitar que esa etiqueta se use en contra de su propia actividad.



Todo eso, por supuesto, no es nada nuevo bajo el sol, puesto que, tal como ha hecho ver crudamente Nicolás López Calera, “quizás la mejor definición de terrorismo sea aquella que dice que “el terrorismo es la violencia cometida por los que están en contra nuestra”” . Es lo que la criminología del siglo XX aprendió de las teorías sociológicas del conflicto, cuyo principal inspirador, Edwin Sutherland, ya en los años 30 planteaba el carácter político conflictivo de los procesos de criminalización, al describirlo de la siguiente forma: “cierto grupo de personas advierte que uno de sus propios valores –vida, propiedad, belleza del paisaje o doctrina teológica- es puesto en peligro por el comportamiento de otras personas. Si el grupo es políticamente influyente, el valor importante y el peligro serio, los integrantes del grupo obtendrán la sanción de una ley, y de esa forma, la cooperación del Estado para la protección de sus propios valores”. Y remataba su afirmación concluyendo que “en los tiempos modernos, el derecho es, por lo menos, el instrumento que una de las partes utiliza en contra de la otra. Los integrantes del grupo no comparten los valores que el derecho y el Estado son llamados a proteger, y llevan a cabo una acción que anteriormente no era calificada de criminal, pero que merced a la colaboración del Estado se convierte en tal, lo que implica la continuación del conflicto” .

Lo interesante es que un análisis de la historia más reciente, sobre todo desde 1968 en adelante, revela que en muchos casos de violencia terrorista aparentemente no-institucional se encontraba el Estado detrás, no siempre de manera muy sutil. Así ocurrió por ejemplo en Italia, tal como lo revela un ensayista, Gianfranco Sanguinetti, en un texto de 1979 sobre “El terrorismo y el Estado” .

En este texto el autor plantea que las acciones de terrorismo son siempre de dos clases: ofensivas y defensivas. Lo que varía tras una u otra forma son los “estrategas”: mientras el terrorismo ofensivo se ha comprobado históricamente como estéril, y a él recurren “los desesperados y los ilusionados”, al terrorismo defensivo acuden “siempre y solamente los Estados, bien sea porque están en pleno centro de una crisis social grave, como el Estado italiano, o porque la teme mucho, como el Estado alemán”.

Este terrorismo defensivo a veces es practicado por los Estados directamente, a través de sus servicios especiales (oficiales o paralelos), caso en que suele estar dirigido contra la población (Sanguinetti pone el ejemplo de las bombas en Piazza Fontana en 1969 , atribuidas mediático-policialmente a los anarquistas y usadas como pretexto para la represión del fuerte movimiento social que se estaba desarrollando). En cambio, si los Estados deciden recurrir al terrorismo indirecto, “éste debe dirigirse aparentemente contra ellos –como por ejemplo en el asunto Moro” . Este terrorismo defensivo indirecto, según Sanguinetti, solía no ser reivindicado por grupo alguno, pero a partir de las conclusiones de sus “estrategas”, que vieron en ese punto su debilidad, en adelante para dar mayor verosimilitud a sus actos se acudió al expediente de firmarlos “directamente con una sigla cualquiera de un grupo fantástico, o incluso haciéndolos reivindicar por un grupo clandestino existente cuyos militantes son aparentemente, y a veces ellos mismos lo creen así, ajenos a los designios del aparato de Estado” .



En base a esta comprensión del problema, otro autor muy ligado a Sanguinetti, Guy Debord, señalaba a fines de los 80 que la forma de dominación capitalista había ido en los 70 cambiando hacia un modelo “integrado”, que combinaba elementos de lo que en el contexto de la Guerra fría parecía dividido en dos bloques (según Debord, en occidente predominaba una sociedad “espectacular difusa”, y en el Este lo “espectacular concentrado”) . En la fase de lo espectacular integrado habían servido de pioneros los Estados de Francia e Italia . Si a ellos agregamos el Estado alemán, no es de extrañar que sea en esos 3 países donde en la década de los 70 operaron “grupúsculos terroristas” que de acuerdo a esta mirada a lo Debord/Sanguinetti siempre fueron a lo menos infiltrados y utilizados dentro de una más amplia estrategia estatal (cuando no derechamente inventados por el poder). Debord llega a señalar que el espectáculo en esta fase se inventa su propio enemigo: el terrorismo.

Empero, no todos en el bando anticapitalista pensaban así...TAN ¿CONSPIRATIVAMENTE?


(CONTINUARÁ, CUANDO SE PUEDA).

E. Farrón
17 de diciembre de 2010
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(DES-ORDENE LAS NOTAS UD: MISMO)

Desde los estudios “biopolíticos” y análisis de las actuales “sociedades de control”, autores como Mauricio Lazzarato hablan de “noopolítica” para referirse a la gestión del miedo en las subjetividades del “público”. Así, a las mecanismos disciplinarios clásicos y otras medidas y técnicas del “biopoder” se habría agregado la modulación de la memoria mediante el uso de las redes tecnológicas, el marketing y la formación de la “opinión pública”. Al respecto, recomendamos acudir a un buen texto introductorio: Iván Pincheira, “La gestión “noopolítica” del miedo en las actuales sociedades de control”, en: Revista Faro-Monográfico, Año 6, Nº 11, Primer semestre de 2010, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Playa Ancha, Disponible en: http://web.upla.cl/revistafaro/n11/pdf/art07.pdf
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De ello da cuenta Carmen Lamarca Pérez comentando los alcances del “caso Amedo” en relación al concepto de terrorismo. “Sobre el concepto de terrorismo (A propósito del caso Amedo)”, en: Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 1993, págs. 535-559. En todo caso, en el fallo comentado se insiste en la idea de que la Asociación (ilícita terrorista) “requiere formalmente una cierta consistencia, lejos de lo meramente esporádico, y por supuesto dentro de una cierta organización jerárquica” (el subrayado es nuestro).

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En ese entonces Sanguinetti pertenecía a la sección italiana de la Internacional Situacionista (1957-1972), grupo político radical que, entre otras cosas, se distinguió por una extraordinaria lucidez a la hora de desmitificar formas de “terrorismo” que atraían perdidamente al grueso de las fuerzas de izquierda. En retrospectiva Sanguinetti dirá que “durante mucho tiempo los situacionistas fueron los únicos en Europa en revelar que el Estado italiano era el autor y el beneficiario exclusivo del terrorismo artificial moderno y de todo su espectáculo. Y mostramos a los revolucionarios de todos los países que Italia era el laboratorio europeo de la contra-revolución, y el terreno de experimentación privilegiado de las técnicas policiales modernas –y esto, desde el 19 de diciembre de 1969, fecha de la publicación de nuestro manifiesto titulado El Reichstag arde”. Ob.cit., pág. 70. La propia sección italiana de la IS fue objeto en esa época de una investigación criminal como “asociación subversiva”, acusación respecto a la cual Sanguinetti ironiza diciendo que “un juez que actuase con más celo debería también abrir sumario a la Liga de los Comunistas de Marx, a la Asociación Internacional de los Trabajadores y firmar órdenes de detención contra los descendientes de todos los que acogieron a Bakunin durante su estancia en Italia” (ob.cit., “Prólogo a la edición francesa”, pág. 8).

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Gianfranco Sanguinetti, ob.cit., pág. 56. Frente a la extrañeza suscitada por dichas tesis, él mismo señalaba que sólo se justificaba por ignorancia histórica: “nadie conoce o nadie se acordó de la miríada de ejemplos en los que los Estados en crisis, y en crisis social, han eliminado precisamente a sus más reputados representantes, con la intención y con la esperanza de levantar y canalizar una indignación general –pero generalmente efímera- contra los “extremistas” y los descontentos” (Ibid, pág. 65).

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Ibid.

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Debord publicó en 1967 el libro La sociedad del espectáculo. En 1989, en los Comentarios a la sociedad del espectáculo, definió este concepto resumidamente como: “el reinado autocrático de la economía mercantil, que ha conseguido un estatuto de soberanía irresponsable, y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que corresponden a ese reinado”. A diferencia del uso restringido que se ha dado a este concepto en ciertos ámbitos académicos de filiación posmoderna, donde se reduce el concepto al predominio de imágenes y representaciones en la vida cotidiana, confundiéndolo en cierta forma con la noción frankfurtoriana de “Industria cultural”, tiene razón Lazzarato cuando corrige y señala que “el espectáculo no es una definición “sociológica” de un aspecto particular de la sociedad (los media y el público), sino que define la subordinación de todo lo real al capital”.
“Por lo que respecta al aspecto concentrado, el centro director se ha convertido en oculto: ya nunca se coloca en él a un jefe conocido o una ideología clara. En cuanto al lado difuso, la influencia espectacular no había marcado jamás hasta ese punto la práctica totalidad de las conductas y de los objetos que se producen socialmente, ya que el sentido final de lo espectacular integrado es que se ha incorporado a la realidad a la vez que hablaba de ella; y que la reconstruye como la habla. Así pues, esa realidad no se mantiene ahora enfrente suyo como algo ajeno. Cuando lo espectacular era concentrado se le escapaba la mayor parte de la sociedad periférica; cuando era difuso se le escapaba una mínima parte; hoy no se le escapa nada” (Guy Debord, Comentarios a la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama, 1990).

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Otro autor, ligado a la Escuela de Frankfurt, trata de comprender el terrorismo de los años 70 en la República Federal de Alemania como “una forma de lucha convertida en patológica”, y sostiene que “no hay posibilidad alguna de entender el terrorismo

(a) si no se lo concibe como expresión de problemas de legitimación y de patologías sistémicas de nuestra sociedad;

(b) si no se logra entender en él los elementos irracionalistas, existencialistas y accionistas que tiene en común con otras estrategias de rebeldía, tal como éstas en los sistemas tardo-capitalistas vienen constituyéndose en todas partes en las antesalas de la política;

y (c) si no se logra entender cómo las patologías del sistema se reproducen incluso del modo y manera como la experiencia de ellas es elaborada por los terroristas”, Albrecht Wellmer, “Terrorismo y crítica de la sociedad” (1979), en: Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Valencia, Frónesis, 1996, pág. 304.

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martes, diciembre 28, 2010

Análisis posmodernos de una realidad posmoderna: Critical Arte Ensamble sobre la desobediencia civil electrónica 


Los antecedentes directos de WikiLeaks y Anonymous
Texto de Critical Art Ensemble - CAE
(Tomado de NODO 50).

Reproducimos una traducción de un texto del Critical Art Ensemble de 1999, que creemos es verdaderamente sorprendente. Y lo es porque anticipa en gran medida lo que ha sucedido con WikiLeaks ("el CAE observó que existía una creciente paranoia entre las agencias de seguridad de los Estados Unidos que deseaban controlar la resistencia electrónica"), con el modelo Anonymous (desde CAE se impulsaron los primeros ataques DoS a webs), con usos "activistas" del software (FloodNet como antecesor del LOIC utilizado por Anonymous) y con Julian Assange (un miembro de CAE, Steve Kurtz, fue detenido gracias a la Patriot Act estadounidense acusado de "terrorismo").


"Lo que cuenta, en última instancia, es el uso que hacemos de una teoría... Debemos tomar las prácticas existentes como punto de partida para buscar los errores fundamentales."
Felix Guattari, Por qué Marx y Freud ya no molestan a nadie

En 1994, cuando el Critical Art Ensemble (CAE) introdujo por primera vez la idea y posible modelo de la desobediencia civil electrónica (DCE) -electronic civil disobedience (ECD)- como otra alternativa dentro de la resistencia digital, el colectivo no tenía forma de saber qué elementos resultarían más prácticos, ni sabía sobre cuáles serían necesarias más explicaciones. Tras casi cinco años de trabajo sobre el terreno en torno a la DCE llevado a cabo tanto por colectivos como por personas que trabajan aisladamente, las lagunas de información han ido quedado algo más patentes y podemos al fin ocuparnos de ellas. Este ensayo examina con especial atención el giro que se ha producido en la situación y que ha generado un modelo de DCE en el que predomina el espectáculo público frente a la subversión clandestina de políticas y que da mayor importancia a la acción simulada frente a la acción directa. El Critical Art Ensemble (CAE) sostiene que este tipo de tendencias dentro de la investigación general sobre DCE son poco oportunas. El CAE sigue creyendo que la DCE es una actividad underground que (al igual que la tradición hacker) debe permanecer al margen de la esfera pública o popular y de la mirada de los medios. El Ensemble también mantiene que las tácticas de simulación que están utilizando las fuerzas de resistencia son sólo parcialmente efectivas, cuando no contraproducentes.


La desobediencia civil en la esfera pública

Aquellos que estén familiarizados con el modelo de DCE planteado por el Critical Art Ensemble* sabrán que se trata de una inversión del modelo de desobediencia civil (DC). En lugar de intentar crear un movimiento de masas de elementos públicos de oposición, el CAE sugirió la idea de un flujo descentralizado de microorganizaciones diferenciadas (células) que produjesen múltiples corrientes y trayectorias con el fin de frenar la velocidad de la economía política capitalista. Esta sugerencia nunca fue del agrado de los activistas más tradicionales, y recientemente el modelo ha sido criticado incluso por Mark Dery (en Mute y World Art). Dery arguyó que este modelo provocaría conflictos entre los objetivos y actividades de las diversas células. La CAE sigue manteniendo que, por el contrario, los conflictos derivados de la diversidad de las células no debilitarán el proyecto sino que lo fortalecerán. Esta diversidad daría pie a un diálogo entre diversas manifestaciones que se resistirían a la estructura burocrática a la vez que abrirían un espacio para accidentes afortunados e invenciones revolucionarias. Si la cultura de la resistencia ha aprendido algo a lo largo de los últimos 150 años, es que "el pueblo unido" es una falacia que sólo sirve para construir nuevas plataformas de exclusión. Esto sucede al crear monolitos de burocracia y regímenes semióticos que no pueden representar ni actuar en nombre de los distintos deseos y necesidades de los individuos dentro de segmentos sociales complejos y en proceso de hibridación.

La segunda inversión clave en el modelo de desobediencia civil era la de perseguir directamente un cambio de política, en vez de hacerlo de forma indirecta a través de la manipulación de los medios. El Ensemble sigue considerando la estrategia directa como la más efectiva. La estrategia indirecta, la de la manipulación de los medios a través de un espectáculo de desobediencia destinado a conseguir la aprobación y el respaldo de la opinión pública es una propuesta destinada al fracaso. La década de los sesenta terminó ya, y no hay una sola agencia corporativa o gubernamental que no esté en condiciones de librar la batalla de los medios. Se trata sencillamente de una cuestión práctica de inversión, de capital. Los medios de masas tienden a ponerse del lado de lo establecido, las ondas radiofónicas y la prensa pertenecen a entidades corporativas y las estructuras capitalistas disponen de gran cantidad de fondos destinados a las relaciones públicas. Por eso, no hay manera de que los grupos de activistas puedan superarles en ese terreno. Fragmentos aislados de información no pueden subvertir el proceso de creación de políticas ni alterar la opinión pública cuando todos los demás medios de masas están transmitiendo el mensaje contrario. Toda opinión subversiva se pierde en el bombardeo de los medios, si es que la oposición no la tergiversa para sacarle provecho. En otro tiempo, la combinación de desobediencia civil con manipulación de medios conseguía desestabilizar y dar la vuelta a los regímenes semióticos autoritarios. Un ejemplo excelente es el caso del Movimiento de los Derechos Civiles. Los participantes en el movimiento se dieron cuenta de que la Guerra Civil seguía librándose a nivel ideológico, de manera que podía ponerse a una región social, política y geográfica en contra de otra. En las regiones del norte y el oeste de los EE. UU. no sólo se había producido un desarrollo industrial, sino también un desarrollo en los métodos de control de la población y en particular de las minorías. La Guerra Civil había acabado con la retrógrada economía política del sur pero no había logrado alterar su estructura ideológica (un elemento mucho más difícil de modificar) y por lo tanto no había alterado sus mecanismos simbólicos de control. Lo único que necesitaba hacer el movimiento de los derechos civiles era hacer evidente este fracaso y las plenamente modernizadas regiones del norte se encargarían de obligar al sur a adoptar una postura ideológica más compatible con las necesidades socioeconómicas del capitalismo avanzado. Las imágenes que surgían en los actos de desobediencia civil lograron suscitar la indignación del norte ante la ideología retrógrada del sur y que se declarase de nuevo el estado de guerra entre las regiones. Estudiantes voluntarios, asistentes sociales, y eventualmente el cuerpo de la policía federal y el ejército (movilizados por el gabinete ejecutivo) se aliaron y lucharon en favor del movimiento.

A pesar de todo, los dirigentes del Movimiento de los Derechos Civiles no pecaban de ingenuos. Sabían que las únicas leyes racistas que se eliminarían serían las que no estaban vigentes en el norte, que no se iba a acabar con el racismo. Este simplemente se transformaría en una manifestación más sutil de la endocolonización que contrastaría con el racismo de la época, que se manifestaba de forma explícita en una serie de leyes segregacionistas. De hecho, la convicción compartida por todos los afroamericanos de que existía un barrera sólida más allá de la cual la política no podía avanzar fue clave en la rápida decadencia del movimiento y en la rápida ascensión del movimiento del Poder Negro (Black Power). Por desgracia, este último movimiento no sacó más partido de su campaña mediática que el primero, quizás por carecer de la infraestructura para cubrir sus propias necesidades materiales. En el caso del movimiento de los derechos civiles, la desobediencia civil como método de manipulación de los medios obtuvo resultados porque la dinámica histórica del capitalismo actuó de plataforma para su éxito. La historia era todavía heterogénea y la manifestación normativa de la ideología capitalista era aún un espacio irregular, tanto a nivel nacional como internacional. Pero, ¿qué podemos hacer ahora que hemos llegado a un punto en que las ideologías visibles y diferenciadas de occidente han dejado de existir, y en que la historia no es más que una ficción uniforme que repite una y otra vez las victorias capitalistas? ¿De dónde surgirá la indignación del público? ¿Qué ejército, qué gobierno, qué corporación, qué poder apoyará a los desposeídos cuando las explotadoras relaciones endocoloniales son precisamente lo que permite a estas agencias florecer? Por ello el CAE defiende el enfrentamiento directo utilizando un impulso económico obtenido gracias al bloqueo de información privatizada (filón de oro del capitalismo tardío).

Hacerse con los medios no ayuda a socavar el régimen semiótico autoritario ya que ninguna base de poder se beneficia de escuchar un mensaje alternativo. Sin embargo, hacerse con los beneficios bloqueando la información constituye un mensaje claro para las instituciones capitalistas, a las que les puede resultar más barato cambiar de política que defender militarmente un régimen semiótico en apuros. Lograr este objetivo es posible en el ámbito virtual y sólo es precisa la más modesta de las inversiones (si lo comparamos con organizar un ejército). Sin embargo, para que esta resistencia perdure son necesarias actividades clandestinas.

Actualmente, la única, tenue excepción en que la DCE puede utilizarse para manipular los medios es en casos en que la historia y la ideología no han sido homogeneizadas. Por lo general, en estas situaciones el movimiento de resistencia está en conflicto con un poder dominante que el pancapitalismo sigue considerando como algo ajeno a sí mismo. Por ejemplo, el movimiento democrático chino empleó la desobediencia civil y la manipulación de los medios con relativo éxito. Se despertó la indignación. Sin embargo, las rígidas barreras nacionales impidieron que ésta tuviera resultados más provechosos para el movimiento que la concesión de asilo de los países occidentales a quienes habían tenido que huir de las autoridades chinas, o que una tímida presión diplomática contra China. Incluso en la más favorable de las situaciones (como ocurrió con el movimiento en favor de los derechos civiles), a pesar de que el orden ideológico del pancapitalismo se sintió ofendido, el orden económico occidental consideró que mantenía más parecidos que diferencias con China y por tanto, poco hizo - el indignado - occidente para apoyar al movimiento democrático o para dañar materialmente la infraestructura China.


Desobediencia Civil Electrónica y Simulación **

Muy pronto en la historia del desarrollo de los medios electrónicos, Orson Welles demostró (quizás por accidente) los efectos materiales de la simulación. La simulación de un boletín de noticias en que se anunciaba que unos alienígenas habían invadido la tierra provocó un leve pánico en las personas que quedaron atrapadas en la sala de los espejos que se formó con la implosión de la ficción y no ficción provocada por el anuncio. Sólo había cierto grado de credibilidad en lo que a la verdad de la historia se refiere. Simultáneamente, toda la información era verdad y toda la información era mentira en aquel momento histórico en que hizo erupción lo hiperreal. Hemos visto cómo se reproduce esta narrativa en la década de los 90 en el marco de la cultura de resistencia electrónica, pero con algunas peculiares diferencias.

En un apéndice a ECD and Other Unpopular Ideas escrito en 1995, el CAE observó que existía una creciente paranoia entre las agencias de seguridad de los Estados Unidos que deseaban controlar la resistencia electrónica. Resulta curioso que estas agencias se metieran miedo a sí mismas con sus concepciones de lo que es la criminalidad electrónica. Es como si Welles se hubiese asustado con su propio anuncio. En ese momento cómico, el CAE propuso con cierta ironía que la DCE había sido un éxito sin esforzarse demasiado, y que, solo la advertencia de que iba a producirse algún tipo de resistencia electrónica provocaría el pánico en las agencias de seguridad, hasta tal punto que su objetivo principal quedaría atrapado en la hiperrealidad de las ficciones criminales y de la catástrofe virtual. Este es un comentario que el CAE desearía no haber hecho nunca, ya que algunos activistas han empezado a tomárselo en serio y están intentando actuar de acuerdo con él, principalmente utilizando la red para producir amenazas de activismo hiperreales con el fin de azuzar el fuego de la paranoia de los estados-corporación. Una vez más se trata de una batalla mediática destinada a ser perdida. El pánico y la paranoia del estado se transformarán a través de los medios de masas en paranoia pública, y esta, por su parte, no hará sino reforzar el poder estatal. En los Estados Unidos, el público con derecho a voto apoya de forma invariable penas más duras para "criminales", más cárceles, más policía, y es esta paranoia hiperreal la que consigue los votos que los políticos paladines de la ley y el orden necesitan para convertir estas corrientes de opinión en legislación o en directrices del gobierno. ¿Cuántas veces hemos sido testigos de ello? Del maccartismo, al temor de Reagan por el Imperio del Mal, a la guerra contra las drogas: en todos estos casos el resultado ha sido la cesión de más fondos al ejército, a las agencias de seguridad y las instituciones disciplinarias (con la plena connivencia de un público de votantes atemorizado y paranoico). Así se aprieta más el cinturón endocolonial. Teniendo en cuenta que los Estados Unidos se están ocupando de la rápida creación y expansión de agencias de seguridad destinadas a controlar la criminalidad electrónica (y dado que estas agencias no hacen distinciones entre acciones motivadas por convicciones políticas y las motivadas por beneficio) parece un error facilitar a los vectores de poder medios de conseguir el apoyo del público para este desarrollo militar, así como una base para aumentar la legislación nacional e internacional en lo que al control político de los medios electrónicos se refiere.

Es difícil decir si se podrían emplear las tácticas de simulación de modo más persuasivo. Ya que tanto la CIA como el FBI han estado empleando estas tácticas durante décadas, no es difícil encontrar ejemplos que se podrían invertir. Uno de los casos clásicos es el derrocamiento del gobierno de Arbenz en Guatemala con el fin de apoyar a la United Fruit, proteger los intereses petrolíferos y minar una democracia con tendencias tan izquierdistas que legitimó el partido comunista aún estando dentro del campo de influencia de los Estados Unidos. Desde luego, la CIA construyó una buena infraestructura operacional utilizando el sabotaje económico para provocar inestabilidad, pero el acto final fue el de la subversión electrónica. La CIA simuló transmisiones radiofónicas de movimientos de tropas antigubernamentales en torno a la capital. Al interceptar estos mensajes, el gobierno guatemalteco no dudó que un ejército rebelde se había reunido y estaba preparándose para el ataque. Nada más lejos de la realidad: el pueblo apoyaba masivamente al gobierno y sólo existía una pequeña facción rebelde. Por desgracia, algunas autoridades del gobierno se dejaron llevar por el temor y en cundió el caos en su seno. El FBI utilizó un método de subversión similar en el ataque contra las Panteras Negras en el que utilizaron comunicaciones hiperreales. Igual que la intervención de la CIA en Guatemala, la infoguerra del FBI contó con una fuerte infraestructura. La organización estaba infiltrada en el Partido de las Panteras Negras (Black Panther Party, BPP) y había llegado cerca del alto mando. Así conocía la naturaleza (y los protagonistas) de las luchas internas del partido. También había conseguido el apoyo de las fuerzas locales de seguridad con el fin de hostigar a secciones en todo el país. La tesorería del partido estaba siempre vacía por las constantes detenciones practicadas por miembros de la policía que intencionadamente abusaban de su poder con el fin de drenar las arcas del partido al forzar a los miembros a pagar fianzas para los detenidos. En estas condiciones, la paranoia estaba a la orden del día entre los Panteras Negras y cuando se produjo la ruptura entre la sección de San Francisco y la de Nueva York, el FBI vio la oportunidad perfecta para provocar la implosión del partido. Como resultado de una sencilla campaña de envío de cartas que avivó las llamas de la desconfianza entre los cabecillas del este y los del oeste, el partido se desmoronó, víctima de las luchas internas. (La campaña del FBI consistió en crear y enviar documentos que parecían venir de una facción de oposición dentro del partido y en que se criticaba a líderes específicos y sus políticas de partido).

Se podría invertir el método y volverlo contra las agencias de la autoridad. Las luchas internas que ya tienen lugar dentro del gobierno y entre este y las instituciones corporativas hacen de ellos sus propias víctimas. El ejército y la infraestructura económica que fueron necesarias para las operaciones en los ejemplos citados no son precisos para las operaciones de DCE, ya que la guerra interna ya está en marcha (dado que la tendencia natural del capital hacia la depredación, el miedo y la paranoia forman parte de la experiencia cotidiana de los que entran dentro de las coordenadas del poder, y por lo tanto no es necesario gasto alguno para provocarlo, como el que fue necesario en el caso del Partido de las Panteras Negras). Sin duda, cartas o mensajes por correo electrónico cautamente redactados y enviados podrían tener un efecto implosivo (aunque dudo que provocasen un colapso total); sin embargo, hemos de asimilar y aplicar las lecciones aprendidas de estos casos clásicos de tácticas de simulación. Lo primero y más evidente es que esta forma de resistencia debería hacerse de forma encubierta. Además, es necesaria información interna fidedigna. Este es el área más problemática dentro de este tipo de maniobra táctica, aunque no es imposible encontrar una solución. Para lograr una utilización eficaz de las tácticas de simulación, deben desarrollarse métodos y medios de investigación, obtención de información y reclutamiento de informadores. (El CAE está dispuesto a apostar que el próximo escrito revolucionario sobre resistencia tratará de este problema, el de la generación de inteligencia amateur). Hasta que esto ocurra, la acción subjetiva-subversiva será poco eficaz. De momento, quienes no cuenten con una estrategia encubierta plenamente desarrollada sólo pueden actuar tácticamente contra los principios estratégicos de una institución, no contra situaciones y relaciones específicas. Evidentemente, una respuesta táctica a una iniciativa estratégica no tiene sentido. Resulta muy probable que una acción de este tipo no tenga los resultados deseados y sólo alerte a la agencia víctima de la acción para prepararse contra posibles presiones externas.

Debemos también recordar que la infoguerra simulacionista es sólo una táctica destructiva: es una forma de causar una implosión institucional, y tiene poco valor productivo en cuanto a la reconstrucción de políticas. Volviendo al ejemplo del racismo, agencias que han institucionalizado políticas racistas (y en esto se incluyen casi todas las instituciones del régimen pancapitalista) no cambiarán por una infoguerra de desgaste institucional. El régimen semiótico de políticas racistas continuará intocable dentro de otras instituciones interrelacionadas mediante los beneficios comunes que consiguen manteniendo estas políticas. El CAE aún insiste en que instituciones que desafíen el status quo y sean productivas no se conseguirán a través de gestos nihilistas, sino a través de introducir cambios en el régimen semiótico sobre una base institucional al par que se mantiene intacta la infraestructura material para la reinscripción.


El problema de la contención

Controlar las materialmente destructivas tendencias de la hiperrealidad tiene otras consecuencias problemáticas cuando se aplican estos códigos de destrucción al espectáculo. Muy llamativo resulta el problema de contención. Si una agencia autoritaria cree ser víctima de un ataque o estar amenazada (catástrofe virtual aplazada) y por ello pasa a ser el centro de atención de la opinión pública, atacará de manera totalmente impredecible. Puede actuar de una manera que le resulte perjudicial a sí misma, pero también puede actuar de modo perjudicial para miembros desprevenidos de la esfera pública. Al introducir al público en la ecuación, las agencias amenazadas deben enfrentarse a una consecuencia de gran importancia: para mantenerse al ritmo de la infoesfera debe actuar con celeridad. Vacilar no es una opción, aunque sea para analizar racionalmente el problema y reflexionar. En el actual mercado de relaciones públicas, el éxito y el fracaso han sufrido una implosión, y toda acción, cuando se representa bien, reside en la esfera de la victoria y el éxito hiperreal. La única distinción útil que se puede hacerse es entre acción y pasividad. La pasividad es el signo de la debilidad y la ineptitud. Atrapada en este vector de alta velocidad, una agencia amenazada emprenderá una acción explosiva (no implosiva). Se escogerán los chivos expiatorios y seguidamente se emprenderá una acción contra estos individuos o grupos poblacionales. (El macrocosmos perfecto de esta secuencia de acontecimientos está representado en la política exterior de los EE. UU. y las acciones que se realizan en su nombre). En otras palabras, una vez la amenaza provoca la secuencia de destrucción (ya sea la amenaza virtual o real), la fuerza de resistencia no podría contener ni redirigir las fuerzas, a menudo fuera de control, que se liberarían. Esta incapacidad para contener la explosión hace de este modelo (sólo en sus efectos) algo próximo al terrorismo. No es que los activistas estén dando pie a una práctica terrorista (nadie muere en la hiperrealidad) pero el efecto de estas acciones puede tener las mismas consecuencias que el terrorismo, en cuanto que el estado y los vectores del poder corporativo contraatacarán con armas cuyos efectos serán materialmente destructivos e incluso mortales.

Lo extraño es que una acción de estas características no estaría motivada por una preocupación por la infraestructura, sino por el régimen semiótico y la imagen pública de la entidad en la hiperrealidad. Sin embargo, cuando se saca al público de la ecuación, la secuencia cambia radicalmente. La agencia bajo presión no tendría que actuar con tanta precipitación. Tendría tiempo de investigar y de lanzar un ataque más preciso, porque las muestras de debilidad (la imagen pública de pasividad) no tendrían el efecto perjudicial que tiene su representación pública intencionada. En esta, la peor situación imaginable para los activistas, la respuesta sería mucho más precisa, y por tanto las consecuencias las pagarían aquellos que se arriesgaron a emprender la acción. Si la agencia no se da cuenta de que está amenaza de subversión y tuviera lugar la implosión, el público no tendría noticia ni sentiría las consecuencias directas (aunque sí cabría esperar consecuencias indirectas, como un aumento del paro). En cualquier caso, la metralla de una explosión violenta no alcanzaría el paisaje de la resistencia. En otras palabras, la contención se actualizaría. También resulta interesante que la agencia bajo presión financiará actividades de contención. Ninguna agencia quiere hacer públicos sus problemas financieros, una brecha en su sistema de seguridad, etc... Por lo tanto, construirá sus propios diques. Sin embargo, si el público entra en la ecuación, desaparecen todas las probabilidades de contención y las consecuencias son menos que aceptables. Por esta razón el CAE sigue creyendo que todos los modelos útiles de DCE (o a todos los efectos, casi cualquier acción política que no sea de concienciación o pedagógica***) dentro de las condiciones políticas actuales comparten su naturaleza encubierta y la aversión hacia los medios de masas como escenario de la acción.


Escribir el discurso sobre DCE

Dado el deseo de mantener a los medios de masas ajenos a la DCE, el CAE consideró oportuno terminar con algunas sugerencias sobre cómo hablar semipúblicamente sobre lo que debe debatirse entre compañeros dignos de confianza. Este problema no es nada nuevo, por lo que, afortunadamente, existen antecedentes (el más notable, el de la Escuela de Frankfurt). Su estrategia consistía en redactar en el estilo más denso y arcano que se pueda imaginar, de tal modo que sólo los iniciados podían descifrarlo. De este modo el discurso permanecía fuera de la esfera pública, donde no era imposible su asimilación en el mercado. Afortunadamente no es necesario llegar a esos extremos. La redacción puede ser clara y accesible, pero debe ponerse a salvo de la mirada de los medios. Afortunadamente, esto es sencillo. Lo único que hace falta es hacer de él una mala imitación. Por eso el CAE habla en términos de modelos generales y casos hipotéticos (sin hablar nunca de acciones concretas). No sólo no queremos hacer públicos datos específicos, por razones evidentes, sino que, para la mayor parte del público de los medios populares, las generalidades y lo modelos no son de mucho interés. Los modelos son lentos y librescos, y en la veloz vorágine de imágenes del espectáculo popular resultan sencillamente aburridos.

El CAE también sugiere estudiar acciones estratégicas históricas análogas, en particular las que han sido provocadas por vectores de poder autoritario. A ninguno de los medios populares le interesa especialmente hablar más de ellos, de los tiempo de antaño, ni les interesan las atrocidades del pasado (excepto las perpetradas por los Nazis). El análisis de estos temas deja a los medios sin nada interesante para el público. Esta estrategia se refiere a temas de constelaciones, desviaciones, apropiación, etc. Utiliza lo que ya está disponible, no des nada a los buitres mediáticos, y lo único que les quedará para la apropiación será el canibalismo (de ahí la proliferación de lo retro). A estas alturas ya casi no se puede evitar el que los medios se apoderen de la DCE. Ya se ha vendido a cambio de 15 minutos de fama y está potenciando una nueva ola de auge cibernético, pero los activistas electrónicos pueden suspender este acontecimiento mediático dejando de suministrar material. Podemos estar agradecidos por que el DCE y otras formas de resistencia electrónica que se han desmaterializado dentro del mundillo de hiperreal del hacktivismo sean cibermodas que desaparecerán rápidamente en el tecnohorizonte y dejarán a los comprometidos que sigan con su trabajo como de costumbre.

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viernes, diciembre 24, 2010

Animales transformistas 


En plena dictadura milichant, tras su fracaso en Viña del mall (1984?), a 250 pesos en caset este album era tan malo que era bueno.



"Equally enjoyable for pop fans and prog rock fans, this unfortunately was Saga's last great record". Igualmente disfrutable por tontos y pelmazos, este fue afortunadamente el ultimo album de la banda prog rock canadiense SAGA. (Un trotskista venezolano me dijo que habían tocado en Caracas a principios d elos 80. Le creo *). El vinilo se repartíaa profusamente a mediados de los 80 por la módica suma de 200 pesos en la feria del disco.

* El tipo además agregaba lo sigueinte: "el vocalista era ultra maricón, se pasaba el pedestal del micrófono por la raja y sonreía).

Freudismo barato:

Si comparamos ambas cará tulas, veremos que en una de ellas existe un sector en que opera la transformación que revisate un carácter más bien drástico: un círculo de poder que efectivamente y en términos muy simples, corta un cuerpo, que se transforma de golpe en otro. Se trata, obviamente, queriidas lectoras, de una fantasía de castración, reforzada por la supuesta -y leninistamente detectada- homosexualidad del cantante de saga: superación de la masculunidad mediante la renuncia al uso del falo -propio- . En el caso de Nazareth, claramente estamos acá ante un verdadero rock pichulero hard duro rock tardío escocés en la roca para bebedores de guisky working class and loud: lo que opera la transformación, es la entrepierna, y no de manera brusca sino que gradual... (CONTINUARÁ ALGÜN DÏA)

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El desarrollo como devenir 


Los dos medios en que vive el hombre, el medio cósmico o natural y el medio económico o artificial (digo artificial porque es el resultado de la actividad humana) no son inmutables y no permanecen iguales a sí mismos en el tiempo; por el contrario, están sometidos a cambios constantes.
Sin embargo, el medio natural sólo evoluciona lentamente, necesita milenios para llegar a modificaciones de alguna importancia. Si las especies vegetales y animales nos parecen inmutables es porque las condiciones a las que deben su origen se modifican imperceptiblemente. Por el contrario, el medio artificial evoluciona a una rapidez excesiva, pero también la historia del hombre, comparada con la de los animales y vegetales, es extraordinariamente animada.
Paul Lafargue, El materialismo económico de Carlos Marx (1884)

El análisis científico del modo de producción capitalista desemboca en el resultado siguiente: se trata de un sistema económico particular, que tiene un carácter específicamente histórico; como cualquier otro modo de producción, presupone cierto nivel de las fuerzas productivas sociales y de sus formas de desarrollo: condición histórica, que a su vez es el resultado y el producto histórico de un proceso anterior, punto de partida y fundamento del modo de producción; las relaciones de producción que corresponden a este modo de producción específico e históricamente determinado – relaciones que los hombres establecen en el proceso creador de su vida social – tienen un carácter específico, histórico y transitorio; finalmente, las relaciones de distribución son esencialmente idénticas a estas relaciones de producción, constituyendo el lado opuesto, de manera que ambos participan del mismo carácter histórico transitorio.
Marx, El Capital, Libro III

En un determinado grado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o con las relaciones de propiedad en el seno de las cuales se habían movido hasta entonces, y que son su expresión jurídica. Ayer todavía formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas condiciones se transforman en pesadas trabas. Entonces comienza una era de revolución social. El cambio en los fundamentos económicos va acompañado por una conmoción más o menos rápida de todo este enorme edificio.
Marx, Prólogo a la Crítica de la economía política

Cada forma histórica determinada del proceso social de producción continúa desarrollando sus fundamentos materiales y sus modalidades sociales. Llegado a cierto grado de madurez, el modo histórico específico es rechazado para ceder el lugar a un modo superior. La crisis estalla en el momento en que la contradicción y el antagonismo entre las relaciones de distribución – la forma histórica específica de sus relaciones de producción – por un lado, y, por otro, las fuerzas productivas y las facultades creadoras de sus agentes ganan en amplitud y en profundidad. Entonces surge un conflicto entre el desarrollo material de la producción y su forma social.
Marx, El Capital, Libro III

Cuando se considera estas conmociones, hay que distinguir siempre dos órdenes de cosas. Hay la conmoción material de las condiciones de producción económica. Se la debe constatar con el espíritu riguroso de las ciencias naturales. Pero también hay las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas, en una palabra, las formas ideológicas en las que los hombres toman conciencia de este conflicto y lo llevan hasta el final.
Marx, Prólogo a la Crítica...

Si para creer en la subversión en marcha del actual modo de repartición de los productos del trabajo, con sus escandalosas contradicciones de miseria y de opulencia, de hambre y de comilonas, no tuviésemos mejor certidumbre que la conciencia de la injusticia de este modo de repartición y la convicción de la victoria final del derecho, estaríamos en mal estado y podríamos esperar largo tiempo.
Engels, Anti-Dühring

Jamás expira una sociedad antes de haber desarrollado todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella; jamás relaciones de producción superiores se establecen antes de que hayan surgido las condiciones materiales de su existencia en el seno mismo de la vieja sociedad.
Marx, Prólogo a la Crítica...

Los medios de producción y de cambio sobre cuya base se ha levantado la burguesía, fueron creados en el interior de la sociedad feudal. En cierto grado de desarrollo de estos medios de producción y de cambio, las condiciones en las que la sociedad feudal producía e intercambiaba, la organización feudal de la agricultura y de la manufactura – en una palabra, el régimen feudal de propiedad – dejaron de corresponder a las fuerzas productivas en pleno desarrollo. Obstaculizaban la producción en lugar de hacerla progresar. Se transformaron en otras tantas cadenas. Había que romper estas cadenas, se las rompió.
En su lugar se levantó la libre competencia, con una constitución social y política apropiada, con la supremacía económica y política de la clase burguesa.
Marx y Engels, El Manifiesto comunista

El modo de producción y de acumulación capitalista y, por tanto, la propiedad privada capitalista, presupone la aniquilación de la propiedad privada basada en el trabajo personal; su base, es la explotación del trabajador. (...) La propiedad privada basada en el trabajo personal, esa propiedad que suelda, por así decir, el trabajador aislado y autónomo a las condiciones exteriores del trabajo, fue suplantada por la propiedad privada capitalista, basada en la explotación del trabajo de otro, en el salariado...
Desde el momento en que este proceso de transformación ha descompuesto suficientemente y de arriba abajo la vieja sociedad, en que los productores se han transformado en proletarios y sus condiciones de trabajo en capital, cuando el régimen capitalista, en fin, se sostiene por la sola fuerza económica de las cosas, entonces la socialización ulterior del trabajo, así como la metamorfosis progresiva de la tierra y de los demás medios de producción en instrumentos explotados socialmente, comunes, en una palabra, la eliminación ulterior de las propiedades privadas, va a revestir una nueva forma. Lo que ahora hay que expropiar ya no es el trabajador independiente, sino el capitalista, el jefe de un ejército o una escuadra de asalariados.
Esta expropiación se realiza por el juego de las leyes inmanentes de la producción capitalista, las cuales desembocan en la concentración de los capitales. Correlativamente a esta centralización, a la expropiación de la mayoría de los capitalistas por la minoría, se desarrolla a una escala cada vez mayor la aplicación de la ciencia a la técnica, la explotación de la tierra metódica y conjuntamente, la transformación de la herramienta en instrumentos poderosos únicamente por el uso en común, por tanto, el ahorro en los medios de producción, el entrelazamiento de todos los pueblos en la red del mercado mundial, de ahí el carácter internacional impreso al régimen capitalista. A medida que disminuye el número de los potentados del capital que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este período de evolución social, aumenta la miseria, la opresión, la esclavitud, la degradación, la explotación, pero también la resistencia de la clase obrera, cada vez más numerosa y más disciplinada, unida y organizada por el mecanismo mismo de la producción capitalista. El monopolio del capital se convierte en un obstáculo para el modo de producción que ha crecido y prosperado con él y bajos sus auspicios. La socialización del trabajo y la centralización de sus recursos materiales llegan a un punto en que ya no pueden mantenerse en su envoltura capitalista. Esta envoltura se rompe en pedazos. Ha llegado la última hora de la propiedad capitalista. Los expropiadores son expropiados a su vez.
Marx, El Capital, Libro I

Reducidos a sus grandes líneas, los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno aparecen como épocas progresivas de la formación económica de la sociedad. Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de la producción. Aquí no se trata de un antagonismo individual; más bien, lo entendemos como el producto de las condiciones sociales de la existencia de los individuos; pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales adecuadas para resolver este antagonismo. Con este sistema social, lo que concluye es, pues, la pre-historia de la sociedad humana.
Marx, Prólogo a la Crítica...

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