Delirio Místico: "A mon seul désir" (Según mi solo deseo)
"La discusión sobre el comunismo no es académica. No es un debate sobre lo que se hará mañana.
Desemboca en, y forma parte de un conjunto de tareas inmediatas y lejanas de las que no es más que un aspecto, un esfuerzo de comprensión teórica" (Gilles Dauvé)
martes, septiembre 29, 2015
Quien vigila a los vigilantes, x P. Dorado (1899).
Y hablando de vigilantes, el otro día revisaba los entretenidos cuadernillos de Etcétera, y entre ellos me topé con un homenaje y selección de textos de Pedro Dorado Montero, ilustre jurista español de fines del siglo XIX y principios del XX, del cual no tenía ni la más remota idea de sus simpatías libertarias. Simpatías que le valieron algunos procesos judiciales, tal como a otro intelectual anarquizante como era en ese entonces Unamuno.
De entre los textos seleccionados, dejo acá uno publicado en su momento en la ácrata Revista Blanca (entiendo que dirigida por el señor Montseny, papá de Federica, luego anarquista de Estado durante a colaboración cenetista con la República democrática burguesa).
¿Quién vigila a los vigilantes?
La Revista Blanca (Madrid), II, 30 (15 septiembre
1899), 141-144
El gran argumento, el formidable,
con que suele defenderse la organización social autoritaria es el siguiente,
vulgarísimo, al alcance de cualquiera, el mismo, después de todo, que llevó a
los partidarios del pacto social (que a fines del siglo anterior y comienzos
del presente lo eran casi todos los escritores de lo que hoy llamamos materias
sociales y políticas, como también lo habían sido, en el fondo, muchos de los
siglos XVI y XVII) a formular su teoría: «Sin la autoridad se haría enteramente
imposible la vida social; los hombres, lejos de respetarse y auxiliarse
mutuamente, se destrozarían los unos a los otros como lobos, según ya, dijo
Hobbes (1); no habría ningún bien seguro, ni la vida, ni la libertad, ni la
propiedad, ni el honor. La agrupación de los hombres no sería sociedad, sería
un caos.»
Claro que semejante razonamiento
no es muy aceptable, y no lo es ni siquiera por parte de aquellos mismos que de
él se sirven, los cuales lo emplean ad extra, podríamos decir, o lo que
es igual, con respecto a otros, mas no con respecto a ellos. ¿No les vemos
brincar de cólera y protestar contra las «abusivas injerencias del poder
público» cuando éste, en uso del derecho que ellos mismos, sus defensores, le
han concedido y reconocido previamente, legisla sobre alguna materia en sentido
que a ellos no les peta, verbi gracia, lesionando sus «legítimos» intereses?
¿No dicen entonces que el gobierno de los asuntos concernientes a aquel orden
no le corresponde a nadie más que a ellos, que pueden hacer Io que bien les
venga, sin temor de que hayan de usar de un modo inconveniente o ilícito de sus
facultades discrecionales? ¿Y no se ponen furiosos si alguien les dice que el
Código penal y las demás leyes represivas han sido publicadas para ellos igual
que para todos, porque a falta de tales leyes, ellos y todo el mundo harían
buena la sentencia de Hobbes: «el hombre no es más que un lobo para el hombre»,
y se convertirían en asesinos, ladrones, estupradores, falsarios, etc.? ¿No
dicen en tal caso lo que no está en su pensamiento cuando hablan de la
necesidad en general de las leyes y de las autoridades, esto es, que las mismas
«no han sido puestas para el justo, sino para los injustos y para los
desobedientes, para los impíos y pecadores, para los malos y profanos, para los
parricidas y matricidas, para los fornicadores, para los sodomitas, para los
ladrones de hombres, para los mentirosos y perjuros», según los dice el mismo
San Pablo (Epístola a Timoteo, I, 9 y 10), y con él muchos otros escritores,
españoles entre ellos (como Cerdán de Tallada, por ejemplo, siglo XVI); y que
ellos no son ningunade estas cosas, sino que, antes
bien, su espíritu pertenece al de aquellos escogidos que, como San Francisco
Javier, no quieren a Dios únicamente porque éste les haya «prometido el cielo»,
ni dejan de ofenderlo por miedo al «infierno tan temido»? No es preciso decir
que el número de estos protestantes, de estos que a sí mismos se tiene por
«espíritus selectos», es grandísimo, mientras es insignificante comparativamente
el de los injustos, pecadores, parricidas, etc., del apóstol; ni hay que añadir
tampoco que aun estos injustos, aun los más malos de los hombres, practica la
casi totalidad de sus actos (paseos, compras, saludos, pagos, préstamos al
vecino, viajes, etc., etc.) de su propia espontánea voluntad, sin que les
fuerce nadie a realizarlos, sin que haya ley que se los imponga, como se
abstienen voluntariamente también de ejecutar otros que resultarían nocivos
para sus prójimos. ¡Infeliz del gobernante si su tarea fuese la de dirigir a
seres inertes que, como las piedras, no se moviesen sino a fuerza y a
empujones!
Pero prescindamos ahora de este
género de observaciones y demos por supuestas la verdad y la exactitud del
referido razonamiento. Los que de él se sirven para defender la necesidad de la
autoridad y de la ley no podrán menos de hallarse con el siguiente tropiezo: Y
a ellos ¿quién les vigila? Es decir, ¿quién empuja a la autoridad para que
obre, y quién tiene levantado el látigo sobre ella para que no se desmande y se
convierta en un lobo para sus semejantes? De no considerarla impecable (como
tuvieron que hacerlo, agobiados por la pesadumbre del problema, Hobbes y
Demaistre, por ejemplo), o estimar que sus órganos eran de naturaleza distinta
que la de los hombres, superior a la de éstos (como sucedía cuando los reyes o
caudillos eran considerados de estirpe divina o semidivina, semidioses o
héroes), forzoso era buscar el modo de poner trabas y frenos a las autoridades
y de pedirles responsabilidad, caso de que cometieran abusos.
La obra toda del
constitucionalismo se ha encaminado a este fin. Todo el afán de los
constitucionalistas ha consistido en crear un «Estado jurídico» (un Rechtsstaat,
dicen los alemanes), que mejor sería llamar Estado legalizado (Gesetzstaat);
es decir, un Estado en que no exista acto ninguno que no se halle previamente
regulado por la ley, un Estado todos cuyos órganos tengan perfectamente trazada
su esfera de acción por la Constitución y las leyes, de tal suerte, que ninguno
de ellos, desde el más alto al más bajo, desde el rey al último funcionario,
estén imposibilitados de hacer mal). En Inglaterra, el país clásico del sistema
constitucional, el que han tomado y toman por modelo en este orden todos los
otros que pretenden ser libres, se dice que el rey no puede hacer mal a nadie (the
King can do no wrong), no porque sea impecable como decía Hobbes, sino
porque la ley le tiene atados los brazos de tal manera, que le es imposible
moverse, o moverse de otra manera que por máquina. «El rey reina y no
gobierna», hemos dicho con B. Constant en el continente, traduciendo a otros
términos el sentido de la frase inglesa. Y esta imposibilidad de dañar que se
quiere acompañe al rey, se ha querido que acompañe igualmente a todos los
funcionarios del Estado, a los que se ha pretendido por eso convertir en
autómatas que puedan moverse para el bien, no para el mal. De aquí todo el
conjunto de garantías legales, de equilibrios y contrapesos que forman el
tinglado constitucional en los «países libres». Tinglado con el que continúan,
a veces bajo la misma forma, a veces con otra algo distinta, los mismos males y
las mismas arbitrariedades y opresiones que antes de que hubiera
constitucionalismo, con la diferencia de que entonces no pasaba lo que
ahora, pues entonces esa opresión
y esa arbitrariedad no se realizaban, como al presente sucede, «al amparo de la
Constitución y de las leyes», o lo que es igual, a mansalva y sobre seguro,
pues ya se sabe que «el que hizo la ley hizo la trampa», y que la ley no es más
que un instrumento del que los que lo manejan hacen lo que quieren sin
responsabilidad.
Precisamente por esto ha sido
criticado y combatido el constitucionalismo, con no poca fortuna, por sus
adversarios, principalmente por los que, desengañados de él, preconizan la
vuelta al antiguo régimen. Los cuales aseguran, no sin razón, que con tanta
Constitución y tanto legislar, nada de lo que esperábamos hemos conseguido,
porque no hemos aumentado nuestras libertades ni nuestros derechos, o los hemos
aumentado sólo aparentemente y en perjuicio. Pero estos tales no proponen como
remedio la supresión de las leyes, de los mandatos y de la obligación coactiva
para todos, sino sólo para los de arriba, para los que mandan y gobiernan. A su
juicio, el régimen autoritario es imprescindible para la generalidad de los
ciudadanos, los cuales no son capaces de cumplir sus obligaciones sino a la
fuerza, y gracias al acicate del miedo; es más: los defensores de este punto de
vista suelen ser los más ferozmente autoritarios; en cambio, con respecto a los
vigilantes, a los gobernantes, a los que mandan, creen que no ha de exigírseles
sino garantías morales, debiendo tener los sometidos a ellos confianza en su
rectitud interna, en su buena voluntad y propensión al bien, en su amor a sus
súbditos, aun cuando se trate de individuos depravados, de soberbia
insoportable (a que tan dados son los que por azar se encuentran en las
alturas, o aquellos a quien la suerte les ha favorecido para escalarlas),
ineducados en el sufrimiento y la contrariedad, dados a exigir obediencia
ciega, y desconocedores de lo que es la vida de los de abajo, de los humildes.
Ahora bien; yo no voy a discutir
este punto de vista; me voy a contentar con hacer la siguiente pregunta: esa
confianza que se tiene y se debe tener en que los de arriba no han de hacer mal
uso de las facultades discrecionales que les corresponden, y que es la garantía
única de su obrar, ¿no cabe tenerla con respecto a todo el mundo? ¿Por qué no,
en caso de que la pregunta anterior se resuelva negativamente? ¿No somos todos
hijos del mismo padre Adán, hermanos en él y en Jesucristo, dotados de la misma
naturaleza? ¿O es que todo esto no son más que palabras, y nos siguen dominando
las concepciones antiguas, anticristianas, que dividían a los hombres por
naturaleza en castas, o que veían una dualidad irreductible, con Aristóteles,
entre señores y esclavos, autoritarios y súbditos, hechos unos para mandar y
para mandar nada más y siempre, y otros para obedecer nada más y siempre? Y de
no ser esto así, pregunto de nuevo: ¿cómo nos las arreglaremos para vigilar a
los vigilantes y encauzar forzosamente su actividad por el buen camino cuando
ellos no la dirijan por él de su bueno a bueno?
(1).- El cual, supongo yo, que lo que quiso decir, aunque no lo dijo, o lo que debió decir, es que en el estado presocial los hombres se comportaban entre sí, no como lobos, sino como éstos se comportarían con los corderos en caso de que todos ellos vivieran juntos; pues todo el mundo sabe que «los lobos no se muerden unos a otros», como en general no se hacen daño ni se acometen recíprocamente los individuos de una misma especie (salvo el hombre, el «rey de la creación», hecho «a imagen y semejanza de Dios»; el hombre, que, por esto y por otras cosas, resulta el más cruel de todos los seres; ninguno de éstos hace uso, en efecto, de los martirios y de los refinamientos de tortura que con sus semejantes se ha complacido y sigue complaciéndose en emplear el hombre, hasta añadiendo, para mayor escarnio, que lo hace en nombre de la justicia y para dar a ésta satisfacción). Cabalmente por eso es por lo que las gentes, empleando un símil muy gráfico, para expresar las confabulaciones y sindicatos de los fuertes y poderosos contra los débiles, contra los corderos, sobre quienes ejercen sus opresiones y entuertos de toda clase, suelen decir de ellos que «son lobos de la misma camada».
Se acaba este mes de mierda, y recuerdo un texto de Cristóbal sobre el tema, que de hecho debió ser la última colaboración publicada en la prensa comunista/anarquista local.
Por un septiembre negro/rojo:
Internacionalismo (Publicado en Anarquía & Comunismo N°2, primavera 2014).
Septiembre
para quienes nacimos y vivimos en la región chilena es un mes especial. Porque,
por un lado se conmemora el 11 de septiembre, fecha en que el bloque amenazado
por la Unidad Popular aprovechó las fisuras y medias tintas del gobierno de
Allende, masacrando a miles de proletarias/os desarmados, que se habían
entregado a la esperanza revolucionaria desde el aparato estatal. Esa fecha
inicia la edificación del actual estado del capitalismo en Chile: neoliberal,
del que este país es alumno aventajado. Por otro, una semana después se
celebran las fiestas de la Patria, que festejan curiosamente una supuesta
independencia que en realidad respaldó a la Corona española en un Cabildo
compuesto de representantes de la oligarquía de la época. Además, el impulso de
la fecha da para homenajear a las Fuerzas Armadas y sus “glorias”, que siempre
han defendido los intereses burgueses, ya fuesen locales o foráneos.
Para
el ciudadano común, estos días son espacios de recreación y consumo, conciencia
más, conciencia menos de la historia. Para los que queremos amargar los dulces
terremotos, son el espacio que el Poder otorga para descomprimir a las y los
explotados, reproducir la fuerza de trabajo, y de paso potenciar el orgullo
nacional. O sea, una operación ideológica de lo más reaccionaria.
En
el caso del 11, el bloque dominante se mostró en concordancia internacional. La
burguesía estadounidense apoyó materialmente a la burguesía local, en pos de
cuidar los mismos intereses en una época de guerra política declarada. En el
caso del 18, el Estado utiliza la ideología de la Unidad Nacional (en un
contexto de confusión y manipulación producto de una bomba que ha dañado
personas, cuya autoría nadie ha reconocido) para celebrar la encomiable
gallardía de aristócratas criollos y militares cuya carne de cañón es “el
roto”, sangre proletaria siempre dispuesta a ser derramada porque así lo dicta
la lógica de los generales y gobernantes. Porque no vale nada.
Mientras
miles de explotadxs comen kilos de sufrimiento, se embriagan con licores
vendidos por la familia Luksic, y bailan la patriarcal danza nazional, las y
los proletarios rabiosos, las y los explotados que, hartos de los espejismos y
espectáculos, hemos pasado al ataque, propagando la crítica de raíz contra todo
lo existente, construyendo el comunismo y la anarquía desde la propia
cotidianeidad, saludamos las banderas del internacionalismo. En septiembre y
siempre.
Porque
la clase dominante no reconoce fronteras a la hora de cuidar sus intereses,
debemos ser más astutos y asumir que nuestra autodefensa y ataque debe ser a
escala internacional. Partiendo desde nuestra realidad más cercana, pero con el
horizonte en la comunidad humana mundial.
Nuestros
problemas son similares, la raíz es la misma. Tenemos más en común con los
explotados fuera de nuestras fronteras que con la burguesía local, por mucho
que tengamos impresa a fuego una misma bandera, un himno, un puñado de héroes.
Debemos estar claros: La revolución sólo tendrá un porvenir si es a escala
internacional. No queremos países “liberados”, “zonas autónomas” o
“experimentos”. Somos tercos, porque estamos convencidos: La revolución es
global, la hace el proletariado (conjunto de trabajadorxs que no tienen más que
su fuerza de trabajo para sobrevivir, más allá si se desempeña como maestro
albañil o burócrata de la administración) y se hace hasta el fin.
Frente
al espectáculo nacional, internacionalismo proletario y combativo.
Nada es casual. Hablando de banderas chilenas y la manera en que son usadas correctamente por la juventud subversiva a lo menos desde hace 20 años, Publicación Refractario ha subido esta hermosa foto y la declaración más reciente del compa Juan Flores. Acá va:
El enemigo es el poder, mediante la reverencia que este hace a la sociedad neoliberal burguesa/ post dictadura militar/ actual estado policial, de igual manera todo organismo represor es considerado tambien nuestro oponente, carabinerxs de chile, policia de investigaciones y gendarmería de chile, estas instituciones son las encargadas de mantener su denominada paz social, asi mismo avalar, defender y perpetuar los intereses económicos del sistema capitalista.
Los ecos retumban entre las murallas, edificios, comisarías, calles y en cada rincón del territorio dominado por el estado chileno, ecos de gritos ensordecedores a raíz de abusos y vulnerabilidades, ecos de gritos provocados por la servidumbre militar, ecos y gritos de torturados, ejecutados, asesinados y desaparecidos…dejo en claro desde ya!!! Allende no me va!!! Ni me viene!!! No es mi compañero!!! me da igual su imagen representante del lado radical de la izquierda socialista y mas aun de sus tres años de gobierno popular, para mi el 11 de septiembre es una instancia mas para legitimar la imagen de aquellos individuos que vivieron esa experiencia represiva, ese periodo de violencia por parte del poder, la dominación de Pinochet se mostró abiertamente, detenciones, asesinatos y desapariciones, esto mas aun de manera selectiva sobre aquellos grupos político/militar contrarios al regimen del dictador, es por eso que en esta instancia reivindico y legitimo con amor subversivo, la imagen de aquellos que no se sometieron durante los 17 años de dictadura, aquellos que operaron en el frente, en el Lautaro, en el MIR., a los compañeros de la v.o.p., al “Papi” Pantoja, a Tamara y José Miguel, a Eduardo, Rafa, Pablo y Aracelli, y chuta son muchos, pero en este presente, en nuestro presente, en mi presente, estan en mi corazón, infinitamente lejos del silencio y de la indiferencia en este mes teñido de sangre.
En las calles ya se debe sentir el hedor a putrefacto a patria, ese estupido/ridiculo orgullo nacional emanado por la mayor parte de la ciudadanía, junto a sus despreciables costumbres (rodeo, fondas, ramadas, parada militar, etc.)… ya debe verse ese asqueroso tricolor en las calles, esas banderitas izadas en los techos de las casas… Guaggkkk!!! Se me retuerce el estomago de asco
A 42 años del golpe fascista. A 1 año de nuestro secuestro. Nada de fiesta…ni de celebración.
"Bandera y capuchas". Recuerdos de Macul con Grecia en los 90. Tomado de por ahí...
Impresionantemente bien escrita cobertura de uno de los sucesos más memorables que recuerde de mi juventud. Así se hace. Escribir para no olvidar, y de paso desmitificar todo. Acá les va. Disfrutar con una buena bebida a mano:
Bandera y capuchas.
[No era fácil ser adolescente en
el chile de los 90s. Tenías inquietudes políticas pero la mayoría prefería la
política de los consensos de la transición donde víctimas y victimarios se
abrazaban para celebrar la maravillosa democracia. A fines de cuentas eran siempre
las mismas familias que seguían siendo dueñas de todo, hermanos y primos que se
peleaban entre sí por años pero después se volvían a reconciliar. No era fácil
ser adolescente en el chile de los 90s. Lo que quedaba de resistencia a la
dictadura y al capitalismo era asesinada o encarcelada… tampoco lográbamos
entender las enredadas siglas de la cada vez más atomizada ultraizquierda…
Decidir ser rebelde era ser huérfano de toda dirección política y militante…
mirábamos con desconfianza también a algunos hippies que volvían del exilio
diciendo ser anarquistas. No era fácil ser adolescente en los 90s, cuando toda
la cultura de izquierda estaba impregnada de ese folclore de mierda desteñido,
de zampoñas, bombos, charangos y guitarras, que veían como expresiones del
imperialismo todo lo que fuera ruido de guitarras eléctricas, bajos y baterías,
sea hxcpunk, metal o rock’n’roll en general… que era lo que más nos gustaba.]
-Y ahora que hacemo’? – dijo
Vicho después de escupir el último amargo sorbo de “yugoslavo”. Así llamaban al
brebaje que tomaban, mezcla de cerveza y vino blanco.
-Vamos a cachar si encontramo’
una we’a abierta!- respondió uno que se encontraba más despabilado que el
resto.
Corría el mes de septiembre de
año 1993 en Santiago. Era una noche de ese regado mes y Vicho se encontraba
chupando con sus amigos, en un populoso barrio de la capital. Eran pasadas las
doce y al acabárseles el copete decidieron salir en busca de una botillería
abierta o algún clandestino donde poder saciar su infinita sed. Al recorrer el
barrio, un barrio de casa bajas y muchos sitios eriazos, vieron un gran trapo
tricolor que colgaba del mástil de una de ellas. Envalentonado por el vino,
Vicho, que era el más liviano, se subió arriba de los hombros del Kamon, el más
corpulento de sus amigos. Se colgó de la bandera que cayó al suelo con mástil y
todo. Se salvaron de que no les pegara en la cabeza o en otra parte del cuerpo
pero provocó un ruido que despertó a los dueños de casa. Un gordito de rulos
los salió persiguiendo con los restos del mástil, en piyama y con pantuflas de
patas de tigre, por lo que nunca pudo alcanzarlos. Los vieron alejarse, escucháronse
sus risas burlonas, brincando como babuinos en estampida.
Aún
estaban en el colegio y no les gustaba ningún deporte en especial. En cambio,
una de las cosas que más les gustaba hacer era encapucharse. Eso que en ese
tiempo era considerado una locura: salir a la calle a enfrentarse a los pacos
con botellas llenas de bencina, aserrín y aceite quemado y prender neumáticos.
No era cosa fácil, ni se podía hacer en cualquier lugar. Sus gustos
estaban lejos de ser el pasatiempo de una generación intoxicada en la estupidez
de las nuevas ondas de la democracia. Lo de ellos era considerado fuera de
lugar, de gente que se había quedado en el tiempo de la dictadura, que no
correspondía en el nuevo país que de la transición que buscaba “cerrar heridas”
y entrar de lleno en el siglo XXI. Era el país de los acuerdos, mientras en las
canas se encerraba a lo mejor de la juventud, perseguida por los aparatos de
seguridad ahora en manos de socialistas y demócratas cristianos, una evidencia
más de que esa transición era una pura pantomima. La gente “alternativa”
esperaba que ocurriera el famoso destape y que hubiera un gran auge cultural,
cosa que nunca ocurrió. La mayoría de la gente estaba embobada viendo la basura
que llegaba del país del norte. Sólo un puñado reducido compartía los gustos de
nuestros amigos.
Unos días antes del 12 de octubre
se haría una “salida a la calle” en unas de las pocas universidades donde aún
seguían habiendo disturbios: El Pedagógico. Aquel día Vicho y Kamon se habían
hecho la cimarra. Se fueron con ropa de cambio y con la bandera en la mochila
en dirección al Peda. Sabían que si había algo que realmente hería la
sensibilidad del común de la gente era tocar un sentimiento que alcanzaba a
casi todos: el patriotismo. También, a su corta edad había entendido que la
patria chilena se había levantado sobre el aplastamiento de otros pueblos y
culturas, por lo que consideraba muy apropiado quemar una bandera tricolor para
ese día en repudio a esa celebración pro blanca (en ese tiempo aun le decían el
"día de la raza", nunca se supo a qué raza se referían). Llegaron a
la esquina de Macul con Grecia, entraron al campus y se cambiaron de ropa antes
de juntarse con sus secuaces. Todos ellos eran más grandes y ya habían salido
de la secundaria y no todos eran universitarios, ellos eran los únicos que
andaban con uniforme. Esto último les costaba la burla de sus mayores.
Comenzaron a juntar el material
para salir a la calle: neumáticos, piedras, restos del mobiliario del campus y
el tronco que servía para romper el muro que separa el campus de la calle
Grecia. También, fabricaron molos y bombas de pintura. En ese momento de su
vida aún no se atrevían a lanzar molos. Quizás por eso me preocuparon más del
“acto simbólico”. Tenían la bandera guardada para sacarla en el momento
adecuado, asunto que ya había sido conversada con el resto del grupo. Se
asomaron por arriba del muro y se hacían señales con los que estaban en la
facultad del otro lado de la calle. Hicieron el maldito agujero del muro, lo
que les llevó un rato ya que la universidad se dedicaba a reforzar la muralla
después de cada disturbio en que se hacia el famoso hoyo (Muro de mierda! con
el tiempo comenzó a parecerse al que está en Gaza). Salieron a la calle e
hicieron barricadas. Después de un rato, llegaron los pacos y la prensa
televisiva y escrita. Comenzó el tira y afloja con la policía, mientras la
prensa filmaba y sacaba fotos. Lacrimógenas y balines venían, molos y piedras
iban.
En el momento en que estaba la
tele filmando decidieron sacar la bandera y prenderle fuego. Antes de eso se
había prendido fuego a una bandera yanqui y española, lo que había generado
gritos antimperialista e insultos anti 500 años. Cuando vino su momento
rociaron de bencina la bandera chilena y cuando se acercaba el
encendedor a la tela comienzan a increparlos un grupo que también estaba en las
barricadas. Todos sus integrantes estaban uniformados bajo una capucha roja y
negra muy bien cocida. En cambio, el grupo de Vicho y Kamon todos tenían
capuchas hechas de poleras rotosas.
- ¡Es la bandera por la que murió
Miguel Enríquez!- gritaba el que parecía el jefe de esa cuadro de
pseudoguerrilleros. El resto también les gritaba cosas que no lograban
entender.
Algún insulto irreverente se escuchó
de vuelta, junto con alientos para que le prendieran fuego de una vez y la cosa
se armó.
Trataron de quitarles la bandera.
Comenzó el intercambio de patadas voladoras y cachetazos entre los dos bandos.
Por un lado estaban los capuchas bonitas y, por el otro, los capuchas feas.
Bueno… para los pacos, la tele, y la gente que pasaba por el lugar, todos eran
feos. Pero ganaron los capuchas feas y pudieron seguir con su acto de
desprecio, sin antes recibir feroces amenazas que alumbraban fierros y la
prohibición de entrar a un famoso barrio de izquierda, terminando con un
“¡¡esto no se va quedar así!!”. La bandera en manos de nuestros amigos y ardió
en pocos segundos. El bando de capuchas bonitas se replegó al lado por donde
habían salido los que prendieron la bandera, por lo que no podían volver por
ese lado ya que los otros estaban realmente enojados. Tuvieron que aperrar y
cruzar la avenida Grecia hasta la otra universidad, cosa que no era tan fácil
cuando disparan balines y lacrimógenas al cuerpo. Por suerte ese día salieron
todos ilesos pero con más enemigos que antes.
Por la noche, ya en sus casas
familiares, esperaban expectantes que apareciera lo ocurrido en las noticias.
Sólo apareció una breve nota de disturbios provocados por encapuchados en las
inmediaciones del ex pedagógico. La teleaudiencia no pudo ver ni la pelea, ni
el acto iconoclasta de los adolescentes.
Somos de los que sostienen que
Ret Marut y B. Traven son la misma persona.
Fue el editor de la publicación Der
Ziegelbrenner en la Alemania revolucionaria proletaria de hace 100 años.
Luego escribió montones de
excelentes libros, la mayoría de ellos en México. El barco de la muerte. El
tesoro de Sierra madre. La rebelión de los colgados…etcétera.
Quimantú editó “La rebelión…” en
1972, y decía ser la primera edición chilena de dicho misterioso autor. Pese a
que en la introducción de Vicente Reyes citan al autor diciendo que la B. no es
por Bruno ni por Ben ni Benno, en la página 3 al lado del título dice Bruno
Traven.
Reyes toma con reserva lo que a
nuestro juicio es claro, cuando alude a “la tesis de que el escritor vivió en
Alemania en la época de la Primera Guerra Mundialbajo el nombre de Ret Marut,
de que desarrolló intensa actividad revolucionaria durante los efímeros Soviets
de 1919 en Baviera y de que emigró a América bajo otro nombre, perseguido por
la policía, en los años 20”.
En España, los compas de Etcétera
(correspondencia de la guerra social) editaron un breve pero interesante
folleto de nuestro héroe proletario, “Diplomáticos”, acompañándolo de esta
breve presentación:
“B. Traven fue un autor oculto. Varios libros se han
dedicado a indagar acerca de quien se escondía tras los diferentes sinónimos
que utilizó a lo largo de su vida (Ret Marut, Traven Tosvan, Croves,...). En
cualquier caso, se trataba de una ocultación consecuente en alguien que opinaba
que un escritor no debería tener otra biografía que sus libros.
Activista político durante la segunda década de este siglo, se vio obligado
a abandonar Alemania para evitar la represión que se desencadenó contra los
revolucionarios que, de un modo u otro, habían participado en la República de
los Consejos de Baviera (1919). Se instala en Chiapas (México), donde
desarrolla una continuada actividad literaria hasta su muerte en 1969. Sus
cenizas fueron esparcidas en la selva de Chiapas.
El conjunto de la obra de Traven es una constante fustigación de los vicios
de la civilización: el dinero, la ambición de poder y riqueza, el nacionalismo,
las fronteras, la burocracia, la contradictoria voluntad de sumisión, etc.; y
una resuelta defensa de los indígenas de la región de Chiapas, donde se
localizan la mayor parte de sus relatos.
De su extensa obra, escasamente difundida en España, se pueden destacar El
barco de los muertos, El tesoro de Sierra Madre, que sirvió para el guión
de la película del mismo nombre dirigida por John Houston, El puente en la
selva, La carreta, y El árbol de los colgados”.
A continuación, el texto:
Bajo el reinado del dictador
Porfirio Díaz no quedaban en Méjico ni bandidos ni rebeldes ni salteadores de
trenes. Porfirio Díaz había limpiado el país de rebeldes de una manera muy
sencilla y perfectamente dictatorial: había prohibido a los periódicos que
publicaran ni una sola palabra sobre asaltos a mano armada a no ser que se lo
pidiera de manera expresa el gobierno. Podía suceder que en un momento dado, a
Porfirio Díaz le interesara que se hablara de ataques a trenes y de
bandolerismo. Para esto mandaba a un general con tropas al lugar para
utilizarlo con el objetivo político concreto de mantenerse en el poder. A él se
debería el mérito de haber acabado con los bandidos. Lo que conllevaba para
este general algunos flecos que podían cifrarse en decenas de miles de dólares.
Una vez que el general había solucionado el problema -y embolsado el dinero que
los comerciantes de la región debían pagar para financiar la guerra contra los
malhechores según las cuentas que les presentaba el mismo general- todo el
mundo se hacía eco de que el gran estadista Porfirio Díaz había, una vez más,
limpiado con mano dura el país de malhechores y que los capitales extranjeros
estaban tan seguros en Méjico como en los mismísimos cofres del Banco de
Inglaterra. Algunas decenas de malhechores habían hallado la muerte, muchos de
estos “malhechores” no eran otra cosa que simples trabajadores agrícolas que se
habían manifestado contra la opresión de los latifundistas. Los periódicos
publicaban una lista de unos cincuenta nombres de otros tantos malhechores
pasados por las armas para ayudar al general a cobrar su parte. Estos nombres
parecían reales. El único inconveniente era que se habían sacado de sepulturas
antiguas o simplemente se habían inventado. En aquella época se desaparecía en
Méjico de manera más fácil que hoy en día: financieros, directivos o ingenieros
de grandes compañías norteamericanas eran secuestrados en las montañas bajo la
amenaza de ser cortados a trocitos si no se pagaba en un plazo de seis días el
dinero de su rescate. Porfirio Díaz pagaba siempre el rescate con la intención
de que la prensa norteamericana no se enterara y para evitar que los capitales
extranjeros se asustaran. Además se daba a la persona liberada una suma “arreglada”
por el mal rato pasado y para comprar su silencio. Pero Porfirio Díaz no sacaba
este dinero de su bolsillo ya que si hubiera actuado de esta manera no hubiera
sido digno de la reputación que tenía de administrar el tesoro del Estado con
un extraordinario sentido del ahorro. Para esto hacía pagar a las mismas
compañías norteamericanas el desembolso que había hecho en provecho de las
mismas -o mejor dicho, en beneficio de sus empleados liberados. Vendía a un
precio alto, a estas compañías, concesiones particulares o tierras comunitarias
que quitaba a los indios. De esta manera hacía dos nuevos amigos partidarios de
su dictadura. Uno era esta compañía americana favorecida, otro, el gran
terrateniente mejicano para el que la supresión de las tierras comunitarias se
traducía en un nuevo contingente de ilotes obligados a trabajar por tres
centavos “de sol a sol”.
Lo que no cuentan los periódicos,
no existe. Y más en el extranjero. Esta es la razón por la que un país puede
continuar gozando de buena reputación. Todos los dictadores utilizan la misma
receta. Hoy, como entonces, todos los periódicos de Méjico se hallan, sin
ninguna excepción, en manos de los conservadores, en manos de los que
pertenecen a esta clase que saluda la dictadura de Porfirio Díaz como “la edad
de oro de Méjico”. Como esta clase empieza ahora a tambalearse en Méjico a
causa de los golpes recibidos por parte del proletariado indio o semi-indio,
sus periódicos están llenos de historias de malhechores, de rebeldes y de
ataques a los trenes; aplaude cualquier despreciable asesino o infame general
con tal de que sea capaz de originar problemas al gobierno actual. En el Méjico
de hoy, si hacemos caso a estos periódicos, diariamente se halla en peligro la
gran libertad de prensa. Sin embargo, bajo la dictadura de Porfirio Díaz no se
hablaba nunca de esta amenaza, aunque existiera, para no hablar de los
malhechores. Ya que entonces existía la verdadera y justa libertad de prensa,
la única que vale la pena, la que está al servicio de la clase capitalista y
sólo se tolera si se halla a su servicio. Aunque Porfirio Díaz eliminó todos
los malhechores con este método sencillo y eficaz, sucedía que pasaban cosas
desagradables que amenazaban con derrumbar su impresionante edificio -este
edificio tan bonito y racional que ni un Potemkin hubiera sido capaz de
construir.
Se iba a firmar un nuevo tratado
comercial entre Méjico y los Estados Unidos -a no ser que fuera una ampliación
del anterior. Ante asuntos de tal envergadura, Porfirio Díaz se consideraba
invariablemente como un gran hombre de Estado, persuadido de ser en todo
momento el más astuto; pero al final, si se analizaba bien el tratado en
cuestión y sus consecuencias, siempre era Méjico el que salía perjudicado.
El gobierno de los Estados Unidos
envió a uno de sus mejores diplomáticos en materia de comercio; ya que Méjico
ha sido considerado por parte de los Americanos como uno de los países más
importantes en lo que respecta a las relaciones comerciales con los Estados
Unidos. Méjico será para la eternidad -incluso más en el futuro que en el
pasado- el país más importante para los Estados Unidos. Más importante que la
totalidad de Europa. Porfirio Díaz, con el propósito de dorarle la píldora que
le iba a hacer tragar al diplomático del gobierno norteamericano y también para
demostrarle el grado de opulencia de Méjico y de sus habitantes – de hecho la
clase superior representa sólo un cero cinco por ciento de la población –
ricos, cultivados y civilizados, organizó una recepción en honor de su
invitado.
Pocos hombres han sabido organizar
fiestas como Porfirio Díaz. La fiesta que organizó en 1910 para celebrar el
“Centenario” de la independencia mejicana se cuenta entre las fiestas públicas
más fastuosas que jamás se hayan organizado en el continente americano, o
incluso en el planeta. Todo brillaba con un oro destinado a deslumbrar a los
visitantes de los países extranjeros. Nunca se ha calculado cuántos millones de
dólares costó esta fiesta al pueblo mejicano. Los invitados no podían mirar
otra cosa que no fuera esta fachada cubierta de oro. Se habían tomado todas las
precauciones, con gran habilidad, para que ningún extranjero se diera cuenta de
lo que había escondido detrás: el noventa y cinco por ciento del pueblo
mejicano vestía harapos, el noventa y cinco por ciento de la población andaba
sin botas ni zapatos, el noventa y cinco por ciento del pueblo sobrevivía a
base de tortillas, frijoles, chile, pulca y té hecho con hojas de árboles, más
del noventa y cinco por ciento de la gente no sabía leer y aún menos escribir
su nombre. ¿En qué lugar semejante fiesta hubiera podido celebrarse en el
conjunto del mundo civilizado?
¿En qué quedaban los faustos de un
príncipe Potemkin comparados con los de Porfirio Díaz? Era como la música de un
pobre músico de pueblo comparada con los cobres ensordecedores de una orquesta.
Y el jefe de esta orquesta se hacía colgar de su pecho, para estas ocasiones,
tal cantidad de condecoraciones y medallas que sesenta vagones de mercancías no
hubieran sido suficientes para transportarlas. Esto sí que era una verdadera
edad de oro.
Hay que reconocer que Porfirio
Díaz era un experto en fiestas: Y la que dio en aquella ocasión en honor de
este diplomático norteamericano algunos años antes sólo fue como el aperitivo
de la actual explosión ostentatoria.
Se desarrolló en Méjico en el
castillo de Chapultepec. Este castillo fue prácticamente abandonado después de
la Revolución. Muy de vez en cuando se celebra alguna fiesta, ya que el pueblo
mejicano tiene otras prioridades que ocuparse de festejos. De hecho, el
castillo no es otra cosa que un museo para turistas extranjeros interesados en
ver la cama de la emperatriz Carlota y de comprobar si no era demasiado dura
para ella. Era también la residencia de verano del emperador de los Aztecas, de
quien todavía puede verse el baño, debidamente restaurado. Aunque el castillo
es la residencia oficial del presidente de la República mejicana, después de la
Revolución raramente pernoctan allí. El presidente Calles nunca lo ha
utilizado, vive en las proximidades en una casa modesta.
Pero durante la época de Porfirio
Díaz se llevaba un gran tren de vida y mucho jolgorio en el castillo de
Chapultepec. Quería mantener contenta a la aristocracia, poco numerosa pero
cómodamente instalada, y darle satisfacciones para mantenerse en el poder, de
la misma manera que otros dictadores se hacen apoyar por el Papa cuando los
capitalistas empiezan a darse cuenta de que sus negocios peligran y que una
dictadura tiene también ciertos inconvenientes. Sólo la crema de la alta
sociedad de Méjico fue invitada a la fiesta dada en honor de este diplomático
con el fin de reforzar la impresión de elegancia, de civilización, de cultura y
de opulencia de los mejicanos. Por doquier resplandecían los uniformes de los
generales. En el centro, Porfirio Díaz en persona, cubierto, recargado y lleno
de galones y condecoraciones de oro, parecía un mono sabio interpretando el
papel principal de una opereta burlesca en el fondo de cualquier fabuloso país
de los Balcanes. Las mujeres iban sobrecargadas de joyas, como los expositores
que hay en las vitrinas de los joyeros de una de las calles más elegantes de
París entre las dos y las seis de la tarde. En resumen, era la sociedad más
escogida de la que podía presumir Porfirio Díaz.
No era la primera vez que este
diplomático norteamericano debía negociar y ratificar un tratado comercial con
un país extranjero. Algún tiempo antes había concluido de manera satisfactoria
este mismo tipo de tratado entre Inglaterra y su país. Durante esta
negociación, sin que ni él ni el gobierno norteamericano se dieran cuenta,
Inglaterra se había llevado la mejor parte, como en todos estos negocios.
Deseoso de distinguir y honrar a este diplomático norteamericano por el buen
trabajo, deseoso de hipnotizarlo durante el tiempo de la firma del tratado y la
ratificación por los parlamentos de ambos países, el rey de Inglaterra le
recibió en audiencia privada; dado que no podía concederle ningún título
nobiliario -no era la manera de seducir a un buen republicano norteamericano-
le regaló un reloj de oro cubierto de diamantes, con una aduladora dedicatoria
a su gloria y adornado con el monograma de Eduardo VII rey de Inglaterra y
emperador de las Indias.
El diplomático estaba muy
orgulloso de este reloj, como cualquier norteamericano se sentiría orgulloso,
como buen republicano, de que un rey le coloque cualquier condecoración en el
ojal de su vestido, ya que esto se traduce en una gran noticia para todos los
periódicos americanos.
Durante la fiesta, el diplomático,
de manera absolutamente natural, hizo admirar su reloj a don Porfirio. Este se
sintió halagado por el hecho de que el gobierno americano enviara a Méjico un
diplomático de tan alto rango, distinguido de tal manera por el rey de
Inglaterra, para negociar un nuevo tratado comercial: era la demostración de
que se le tenía por alguien muy importante, digno de ser tratado en pie de
igualdad con un monarca. Era una manera de atraerse a Porfirio Díaz y hacerlo
acomodaticio en todo, rasgo bien conocido por todos los gobiernos extranjeros y
sus diplomáticos y del que se aprovechaban sin rubor, para desgracia del pueblo
mejicano. Porfirio Díaz no era otra cosa que un advenedizo, como la mayoría de
dictadores y un hombre a quien la aristocracia de su país no consideraba como
alguien suyo, ya fuera por su origen, su familia, su educación, su fortuna o
sus cualidades. La cualidad que tenía más desarrollada era la vanidad.
Observando el reloj, pensaba en la
manera cómo iba a superar el regalo del rey de Inglaterra, para que todo el mundo
oyera hablar de él y llegara dicha noticia a todos lados.
El reloj se convirtió,
evidentemente, en el punto de mira de todos los generales presentes y objeto de
unánime admiración.
Una vez finalizada la ceremonia de
los saludos y demás formalidades de presentación, se dirigieron hacia el gran
banquete en el que se pronunciaron cuidados discursos relativos a las
excelentes relaciones que Méjico mantenía con los Estados Unidos y con el resto
de países del mundo y durante los cuales los diplomáticos presentes asintieron
fervorosamente dado lo que valoraban esta Edad de Oro de Méjico, y aún más, a
aquel que era para ellos su único responsable, o sea don Porfirio.
Una vez finalizado el banquete, la
atención se dirigió hacia el baile de gala, organizado como se hacía en las
recepciones de los ministros plenipotenciarios en París. Don Porfirio
despreciaba todo lo mejicano o indio y admiraba todo lo que olía a perfume
francés o se parecía a la corte de Viena. Esta admiración, a veces daba como
resultado una completa inactividad, véase como ejemplo la ópera de Méjico.
Durante una pausa en el baile, el
diplomático americano se dio cuenta, de repente, que su precioso reloj no se
hallaba donde lo había dejado. Después de haber repasado cuidadosamente todos
los bolsillos de su traje, no lo encontró. Un examen más preciso le hizo
descubrir que habían cortado muy delicadamente la cadenita de oro a la que
estaba unido el reloj, y como descubrieron más tarde los detectives, con la
ayuda de unas tijeras de uñas.
El diplomático americano tenía
suficiente tacto como para saber que no se debe provocar ningún incidente por
la desaparición de un reloj de oro ordinario durante una fiesta diplomática
como aquella. Como mucho se avisa al maestro de ceremonias. Si se recupera el
reloj muy bien, y si no, se pasan los gastos al ministerio de Asuntos
Exteriores. Son cosas que suceden de manera más habitual de lo que puede
imaginar cualquiera que no haya sido invitado nunca a una recepción
diplomática; ya que los diplomáticos tienen también, más a menudo de lo que
pudiera imaginarse, problemas de dinero que se ven obligados a resolver con
métodos algo distintos a los que deberían regir en los bailes diplomáticos. Los
diplomáticos son humanos. Y cuando el trabajo consiste en enredar hábilmente al
prójimo -y a menudo a todo un pueblo- no es difícil para alguien que es
intrigante mirar para sí. Durante las recepciones diplomáticas se pierden
suficientes collares de perlas, brazaletes de diamantes y relojes de oro que
justifican suficientemente la existencia de “cajas negras” en el ministerio de
Asuntos Exteriores. Las mujeres de los diplomáticos no poseen todas el
suficiente tacto, ni dinero, ni recursos como para resignarse a la pérdida.
Poco les importa la carrera de su marido cuando el collar vale diez mil dólares
y amenazan con organizar un escándalo y avisar a la prensa.
¿Qué le queda hacer al Ministerio?
Restituirle el collar.
Pero el reloj del que hablamos no
podía sustituirse. Que un diplomático otorgue tan poca importancia a un regalo
ofrecido en propia mano por el rey de Inglaterra llegando a perderlo es casi un
crimen de lesa majestad, capaz de hundir su carrera y su honor.
No se le puede suponer a un
diplomático americano el mismo tacto que a un diplomático francés, inglés o
ruso. El francés vería en ello una ocasión para disertar sobre el arte y la
manera de perder uno su reloj y saldría del apuro mediante una respuesta
espiritual de una finura y elegancia tales que más bien le serviría en su
carrera que lo contrario. Pero nos hallamos en un medio de principiantes y
aprendices de donde proviene el alboroto que estamos narrando. Dicho de otra
manera, este diplomático pretendía imponerse en sus círculos gracias al reloj.
Sin el reloj no tenía nada que probara que había sido honrado con una audiencia
privada por el rey de Inglaterra. Nadie se toma la molestia de guardar todos
los periódicos con la finalidad de confirmar esta afirmación. En el club,
nadie. Por otro lado es fácil hacerse escribir un artículo laudatorio por un
aprendiz en un periódico por dos dólares.
El diplomático norteamericano se
dirigió directamente a don Porfirio con la arrogancia brutal que caracteriza a
su pueblo, y le solicitó una entrevista mediante su secretario que hablaba
español.
“Disculpe, don Porfirio, le dijo,
siento molestarle, pero acaban de robarme en este mismo lugar, en la sala de
baile, el reloj que me regaló el rey de Inglaterra.”
Don Porfirio ni tan siquiera
parpadeó, ni se puso a gritar: “¡Es imposible!” o “Usted debe estar
equivocado”, dado que conocía a sus parroquianos y sabía mejor que nadie que
los bandidos, eliminados en los periódicos, no lo habían sido en otras partes.
Si hubiera pretendido eliminarlos habría tenido que empezar fusilando a todos
sus generales, gobernadores, alcaldes, procuradores y secretarios de Estado. Y
si hubiera hecho fusilar a todos los malhechores que había en su reino, no
hubiera quedado ni un solo mejicano para gobernar, ya que la clase dominante se
veía empujada por su insaciable avaricia y la clase dominada por el hecho de su
terrible miseria.
Porfirio Díaz se apresuró a
contestar: “ No se preocupe, Excelencia, se trata evidentemente de sólo una
broma. Le doy mi palabra de honor que su reloj estará otra vez entre sus manos
en menos de cuarenta y ocho horas.”
Palabra de honor del presidente.
Porfirio Díaz podía, con total tranquilidad dar su palabra de honor ya que,
como maestro de todos los malhechores y espabilados, era mejor conocedor que
cualquiera de todos sus golpes y trampas. Porfirio Díaz, él mismo genial estafador
en todos los negocios que no fueran los del tirón, no tardaría mucho en
encontrar el reloj.
Acabó despidiéndose del
diplomático con todo tipo de palabras corteses, sin citar para nada el
incidente. Pero en cuanto no estuvo rodeado más que por sus familiares, don
Porfirio se dejó llevar por una cólera negra, una de estas cóleras de las que
sólo él era capaz, la cólera de un dictador cuya impostura está a punto de ser
descubierta.
“El viejo vuelve a tener su
crisis” murmuraban los sirvientes asustados, temblando al pensar en lo que les
esperaba en cuanto acabara el baile. Eran más temibles los excesos de cólera
del dictador que los terremotos. Era más brutal que un viejo gato salvaje
enfurecido.
De una cosa estaba completamente
convencido: de que el autor del robo era y no podía ser otra cosa que mejicano.
Y él sabía cómo había que tratar a los mejicanos “espabilados”.
Si el autor había sido alguien del
servicio, era ya demasiado tarde para pensar que la corte de detectives
presente en el salón fuera capaz de impedir que saliera del castillo. Si el
personal de servicio era el autor del robo, los detectives no servían para
nada: el reloj ya habría salido del castillo durante este tiempo. También había
podido ser un detective el autor del robo. No se podía estar seguro de que no
se apropiaran de algo que se encontraran. Porfirio Díaz había incorporado entre
los detectives un gran número de malhechores, autores de tirones, asaltantes de
caminos con el convencimiento de que los propios malhechores son mejores perseguidores
de ellos mismos que la gente honesta.
Era poco probable que se hubieran
arrancado los diamantes o que se hubiera sacado el marco para venderlo de
manera más fácil, ya que esto le hacía perder gran parte de su valor. Había que
prever que limarían la inscripción grabada antes de venderlo. Sin esta
inscripción era evidente que perdía todo valor para el diplomático. Don
Porfirio hubiera podido encontrar sin ninguna dificultad un reloj de oro con
diamantes incrustados si esto hubiera podido convencer al diplomático, pero tal
como estaban las cosas de lo que se trataba era de recuperar aquel reloj.
La furia que invadió a Don
Porfirio no tenía su origen en el temor a no poder solucionar este asunto.
Desde su perspectiva esta tarea le era perfectamente asumible. No, lo que le
sumergía en esta rabia era otra cosa.
Con el robo del reloj era como si
hubieran levantado el barniz de su resplandeciente fachada dejando a la vista
la miseria cubierta de yeso que constituía la verdad.
Por todo el mundo corría la voz de
que el gran hombre de Estado Porfirio Díaz había limpiado de manera total y
duradera el país de bandidos y malhechores y que, con mano firme, había hecho
una limpieza incomparable y nunca vista en ninguna otra parte. Si se hubiera
hecho caso a los reportajes de la época parecía como si se pudiera ir de un
lado a otro de Méjico con dos sacos llenos de escudos de oro atados a los lados
de la silla de montar y llegar al final del viaje con otro saco suplementario a
cada lado. Esto era cierto de alguna manera. Un capitalista americano que
entrara en Méjico por El Paso con cincuenta mil dólares en cheques podía salir
del país seis semanas más tarde llevándose cien mil dólares; el excedente
provendría del provecho conseguido durante este breve espacio de tiempo sobre
las espaldas del pueblo mejicano con la ayuda de Porfirio Díaz. Pero, hablando
claro, era mucho más peligroso viajar por el país en la época de Porfirio Díaz
llevando algo de valor o dinero sin protección militar que hoy en día. Y esta
misma protección militar se hacía la reflexión de que era más inteligente
ponerse bajo la protección del dinero que debía ella misma proteger. De esta
manera se enteraba uno rápidamente -cuando el asunto no podía solucionarlo el
gobierno a gusto de todos mediante una transacción privada- que el convoy había
desaparecido en un pantano o había sido víctima de un corrimiento de tierras.
Pero si era posible robar un reloj
de oro del bolsillo de un diplomático norteamericano tan importante durante el
transcurso de una fiesta dada en su honor en el interior de una sala del
castillo de Chapultepec, y si por consiguiente no se podía garantizar la
propiedad de un dignatario diplomático durante una fiesta celebrada en su honor
en Méjico, entonces se tambaleaba completamente todo el entramado de mentiras
en el que se sustentaba la dictadura. Si los malhechores ocupaban puestos tan
cercanos al trono del dictador, ¿qué debía ser el resto del país? Bastaba que
este suceso apareciera en todas las gacetas americanas para que todo el mundo
se diera cuenta de que la mano de acero del gran hombre de Estado llamado
Porfirio Díaz no era otra cosa que un decorado de cartón y que los grandes
capitalistas extranjeros harían bien en ser muy prudentes antes de invertir en
Méjico.
El diplomático tenía la palabra de
honor del dictador de que no se trataba de otra cosa que de una broma. Por esto
no soltó palabra del asunto ante los representantes de la prensa: sólo le
quedaba esperar -estaba obligado a ello- a ver de qué manera Porfirio Díaz
cumplía su palabra y cómo lo hacía. Este último estaba convencido de que, según
las costumbres diplomáticas, el americano no divulgaría nada a la prensa de su
país durante el tiempo en que el incidente estuviera bajo la palabra de honor
del dictador.
Aquella misma noche, Porfirio Díaz
convocó al jefe de la policía para planear la manera de recuperar el reloj sin
tener que recurrir a un anuncio en la prensa.
La manera de tratar el caso es
ilustrativo de la diferencia entre los hombres que gestionaban los asuntos bajo
la dictadura de Porfirio Díaz y los que estuvieron al timón del barco mejicano
después de la Revolución y la condujeron a trancas y barrancas contra viento y
marea.
El presidente Calles, que gobernó
después, hubiera dado un plazo de seis horas al jefe de la policía para
encontrar el reloj. O bien, algo completamente real pues lo utilizó con algunos
generales -hubiera reprendido al jefe de la policía como a un chiquillo e
incluso a lo mejor le hubiera propinado dos bofetadas antes de destituirlo de
su cargo y enviarlo como medida disciplinaria a cualquier lugar recóndito de la
República si servía todavía para ello; o, sino, le hubiera pagado un viaje de
descanso por Europa con la firme recomendación de no volver a poner los pies en
Méjico.
También Porfirio Díaz abroncaba
sin miramientos a generales y otros dignatarios, pero sólo corría este riesgo
cuando estaba seguro de que aquel a quien reprendía carecía de partidarios por
lo que nadie podía perjudicarle. Comparado con otros dictadores, Díaz era
cobarde. Prefería tirar de los cables a escondidas, gobernar a base de intrigas
y colocar en primera línea otros hombres en los que pudiera descansar.
A Calles no le hubiera preocupado
en absoluto ver que los periódicos del día siguiente contaban esta historia. Se
hubiera reído tanto como todo el pueblo mejicano o norteamericano. Hubiera
dicho con sus bruscos modales: “¿Por qué este burro se ha dejado robar el reloj
del bolsillo por un gringo?”. Que sepa que está en Méjico en donde en todas las
estaciones de tren hay, de manera muy visible, una pancarta que reza: “Cuidado
con los carteristas”. Si este tonto no conoce lo suficiente este país, no tenía
que haber venido y debía haberse quedado en su casa. Yo no puedo firmar un
tratado con un inútil así” Y a los periodistas les hubiera dicho: “Os dais
cuenta de qué gentuza mantenemos en Méjico. Bien, pues, voy a agarrarlo fuerte
y le meteré un petardo en el trasero de mucho cuidado!” A continuación hubiera
destituido a todos los jefes de distrito de la policía, una docena de
procuradores y dos docenas de jueces y “¡Que esto explote!”.
Este método conocido como de
puñetazo a la americana, sin miramientos, sin vuelta atrás, ofensivo y
salpicado de un espíritu agresivo era tan extraño a un carácter débil como el
de Porfirio Díaz como las diferentes marcas de whisky escocés son familiares a
un cura presbiteriano que las conoce tan bien como los cuatro Evangelios.
Al día siguiente se empezó a
rastrear todo el territorio mejicano en búsqueda del reloj robado.
El jefe de la policía se trasladó
a Belén, la gran cárcel de preventivos de Méjico. Es allí donde son conducidos
todos los malhechores de los dos sexos pendientes de juicio. El jefe de policía
reunió a todos los presos y les dijo: “Ayer por la tarde alguien robó un reloj,
está incrustado de diamantes. En el interior de la tapa hay gravada una
inscripción en inglés. Esta dedicatoria lleva el monograma de Eduardo VII.
Ahora son las siete de la mañana. Si este reloj está encima del despacho del
director de la cárcel antes de las siete de la tarde seréis todos puestos en
libertad y a ninguno de vosotros se le perseguirá por las causas por las que se
os ha ingresado en Belén. El que devuelva el reloj no deberá decir su nombre,
podrá irse como llegó; nadie le pedirá cuentas de cómo el reloj llegó a sus
manos; y no se le detendrá ni por el reloj ni por cualquier otro delito
cometido antes de las siete de esta mañana. Al contrario, recibirá de manos del
director una recompensa de doscientos pesos de oro. Os vamos a dar a cada uno
un papel, un sobre y lápices. En estas cartas podéis escribir lo que queráis,
no serán censuradas. Y nadie de la dirección se quedará con las señas. Dentro
de una hora vendrán unos carteros a quienes daréis las cartas en persona. Estos
carteros llevaran las cartas a su dirección bajo el sello del secreto
profesional. Aquí tengo la orden certificada, firmada por Don Porfirio, yo
mismo y por el director de la cárcel. Este certificado tiene fuerza de ley
hasta las siete y media de esta tarde.
El discurso del jefe de la policía
y el certificado que transcribía palabra por palabra su elocución probaban
hasta qué punto Don Porfirio conocía bien a sus malhechores y bandidos. Si el
reloj estaba en manos de cualquier carterista o ratero habitual, no había
ninguna duda que el reloj sería devuelto a las siete o antes.
En Méjico, como en todas partes,
los chorizos y encubridores se conocen bien entre ellos. De manera individual
no quiere decir que cada uno los conozca a todos, pero conoce bien a una
veintena, está al corriente de las guaridas, de las cantinas, peluquerías o
refugios que frecuenta esta veintena, conoce a sus amiguitas y todo lo que
lleva en su conciencia. Cada uno de esta veintena conoce otros tantos
desconocidos por el primero. Tenían la certidumbre -y en esto ni don Porfirio
ni el jefe de la policía habían errado en sus cálculos- que este discurso
llegaría a conocimiento de todos los delincuentes y encubridores de Méjico en
pocas horas. Las cartas que los prisioneros habían dirigido fuera de control a
sus acólitos en libertad contenían todo aquello que un prisionero lleva en el
corazón desde tiempo atrás. Podían leerse pasajes como los siguientes:
“Escucha, querido Pedro, o tú vas a casa de esta especie de crápula de chorizo
de Gómez y preguntas con amenaza dónde está el reloj y que debe traerlo, o yo
le explico al procurador que tú estabas metido en el golpe de casa del señor
Balsa y que fuiste tú quien te llevaste la mejor parte. No veo porque me tengo
que comer yo todo el marrón por el simple hecho de haber sido pillado en el
“volador” -mercado de los ladrones- con el traje piojoso que conseguí”. En otra
carta: “Mi querida, mi muy querida Josefina. Sabes perfectamente como
languidezco por ti. Si le rompí la cabeza a aquel tipo en la calle Bucareli
aquella noche, fue porque quería su dinero, lo necesitaba, aquel dinero fue
para comprarte el vestido de seda verde y los bonitos zapatos acharolados para
que fueras la más bonita cuando vamos a bailar al baile Méjico en casa de María
Redonda. Te quiero tanto, mi querida Josefina, que no te lo puedes imaginar, y
si se encuentra el reloj, esta tarde estaré fuera de la cárcel. Ve enseguida a
casa de Jerónima, es una puta gorda que trabaja en la calle Perú, pero déjalo
por esta vez. Vive con esta patrote, Emilio, que debe saber donde está el
reloj, y sólo debes decirle a Emilio que si no trae el reloj en el plazo de
cuatro horas yo voy a hablar y voy a decir que le vi darle dos golpes al
“tecolote”, al policía, en la Moneda, que el “tecolote” está todavía en el
hospital y todavía nadie sabe quien lo ha quemado, pero yo lo diré si no
devuelve el reloj antes de cuatro horas y si lo dice tendrá doscientos pesos
del director por decirlo. Y si Emilio no sabe nada del reloj, ve enseguida a
casa de Angélica que es una puta reconsagrada y ella sabrá decirte quien tiene
el reloj”.
Otra carta aún: “Querido Lorenzo,
tú sabes muy bien quién tiene el reloj que robaron al bastardo este mal criado
ya que tu eres quien coloca bien los bolos en su sitio en el juego de bolos del
castillo de Chapultepec, y que es tu primo Carlos, el que trabaja en la sala de
billar, quien lo ha hecho, y que si no me ayudas a salir de aquí no tendrás
nada que hacer con mi hermana Anita y haré que te coman los huesos hasta que te
quedes estirado, ya que sabes perfectamente donde está el reloj, ya que lo has
visto, y entonces diré a mi hermana Anita que eres un buen tipo y que no andas
detrás de las chicas, esto yo lo sé”.
Todos los prisioneros sin
excepción escribieron su carta y todas las cartas se dirigieron a la dirección
indicada en menos de una hora a través de los carteros sin pasar por
inspección, según se había prometido.
Para gran pesar de los prisioneros
y mucho más para Porfirio Díaz, el reloj no apareció a la hora fijada. El
método que Díaz había utilizado tan a menudo en casos aparentemente
desesperados con éxito, fracasó esta vez.
Más adelante se dijo en Méjico que
el reloj sí que apareció con este método, con la ayuda de los prisioneros, y
que se les puso a todos en libertad tal como se les había prometido. Pero esto
no es cierto. Este rumor sólo se puso en circulación para esconder la verdad.
Como el reloj no apareció a las siete de la tarde, Porfirio Díaz llegó al
convencimiento de que no había sido robado por los delincuentes ordinarios y
que no se hallaba en manos de los encubridores. Llegó a la conclusión, y con
razón, que el que tenía en su posesión el reloj, aunque tuviera necesidad de
dinero, no la tenía con tanta premura que se viera obligado a venderlo
enseguida. Era alguien capaz de darle su justo valor al reloj y que esperaba el
tiempo necesario para poderlo vender de la manera más ventajosa en el mercado
de antigüedades.
Una vez excluidos los malhechores
habituales, Porfirio Díaz se fijó en otro estrato de delincuentes. No los que
se hallaban en primera fila, sino más bien los que seguían a los delincuentes
ordinarios y asaltantes de los caminos importantes tanto en moralidad como en
sangre fría para actuar en la primera ocasión que se les presentara.
Don Porfirio convocó para última
hora de la tarde a todos los generales que habían asistido a la fiesta
diplomática para adornarla de uniformes lustrosos. Tenía la lista de estos
generales y de esta manera pudo constatar que se presentaron todos a la
audiencia.
Hubo, sin embargo, un general de
división que no fue, que excusó su presencia. Excusa que fue aceptada por don
Porfirio ya que se trataba de un servicio urgente que no podía posponerse.
Díaz lanzó a los generales
reunidos este discurso: “Caballeros, todos visteis ayer en el castillo el reloj
que me enseñó el diplomático americano. Este reloj desapareció en el castillo.
Creo que algún soldado de guardia o bien uno de los escoltas que os acompañaban
lo ha encontrado. Es preciso que este reloj esté en mis manos mañana por la
mañana a las diez. Si aparece a dicha hora, recibiréis cada uno de vosotros,
caballeros, una indemnización especial de mil dólares como recompensa por
vuestro esfuerzo. Además os beneficiaréis de mi gratitud. No hace falta decir
que en este caso debéis demostrar la mayor discreción de que seáis capaces, ya
que se trata de evitar que ni la más mínima mancha salpique a nuestro glorioso
ejército. Os dejo toda la autonomía para decidir por vosotros mismos la suerte
reservada al malhechor. ¡Gracias, caballeros!”.
Cualquiera que conozca Méjico,
sabe que un soldado mejicano de grado inferior puede tener todos los defectos y
vicios, hasta el punto de matar a su rival sin vacilar -sobretodo si se trata
de asuntos del corazón. El soldado mejicano roba. Es verdad. Pero sólo se lleva
lo que sus generales y sus numerosos superiores jerárquicos le dejan, nada más.
En cuestión de moralidad, valor, honor, amor a su país, lealtad, está muy por
encima de sus generales. Es utilizado por los generales infames y traidores
para combatir y asesinar a sus hermanos, sus padres, sus hijos y sus compañeros
alistados en otros regimientos. En realidad, nunca sabe si sirve a generales
rebeldes o a tropas que se mantienen fieles al régimen. Pelea porque juró
fidelidad a su general, por que posee una fidelidad desconocida incluso por su
general. Si sus generales provocan una revuelta militar con el pretexto de
liberar al país presa de los tiranos y los bolcheviques, es sólo la excusa que
les sirve para pillar los bancos y comercios y, posteriormente, colocar el
producto de sus rapiñas en un lugar seguro de los Estados Unidos, antes que las
tropas que permanecieron fieles les cacen y no les dejen llegar a los confines
de tan basto territorio. Con generales de esta calaña, se debe considerar que
el hombre se ve obligado a servirlos y obedecerles como si fuera el soldado más
valeroso, el más fiel y el más desinteresado de todos los ejércitos del mundo.
Porfirio Díaz sabía muy bien, al
igual que los generales reunidos, que los simples soldados acusados podían
tener todos los defectos y todos los vicios, pero que había una cosa que no
eran: carteristas.
Es por esta razón que Díaz era
consciente de que estaba anunciando algo falso para averiguar la verdad. De
hecho, cuando se pierde la guerra es culpa de los simples soldados; siempre son
los simples soldados, los proletarios, los que se han equivocado, que han
perdido la moral, que han prestado un oído complaciente a los demagogos y a los
apóstoles de la paz y que no tienen amor a la patria. Nunca es culpa de los
generales incompetentes, de los políticos esclerosados, de diplomáticos
cansados y descerebrados, de aprovechados insaciables. El culpable siempre es
el soldado, el proletario. Pero cuando se gana la guerra, entonces se debe
únicamente a los generales competentes, a los prudentes hombres de estado, a
los diplomáticos perspicaces. Es a los generales, diplomáticos y hombres de
estado a quienes se atribuyen todos los honores que llenan todas las historias
universales y los libros escolares. La recompensa, para el soldado de a pie se
traduce en un desfile que el trabajador de los arsenales, como oveja resignada,
hambriento, piojoso, lisiado, puede ver pasar detrás de una barrera de policías
blandiendo sus porras para que los generales tengan su porción de “Vivas” y de insignias
estrelladas locamente agitadas.
Los generales sabían bien que
Porfirio Díaz no tomaba en serio la idea de que uno de los soldados de la
guardia o de los escoltas que les acompañaban estuviera en posesión del reloj.
En realidad todos lo generales sabían lo que Porfirio Díaz pensaba de ellos, de
la misma manera que él sabía lo que pensaban de él: maestro y discípulos
agarrados de pies, puños y uñas sobre el pobre país rico.
Al día siguiente, a las diez,
todavía no había aparecido el reloj. Por un instante, sólo por un instante Díaz
se inquietó: ¿Acaso se había equivocado en sus cálculos? Enseguida pensó en el
general de división que excusó su presencia alegando que tenía un asunto
importante fuera de la capital, en Tlalpan.
Díaz mandó llamar con urgencia a
este general de división. Una vez estuvo ante él, lo observó un momento y le
espetó de manera seca: “Divisionario, dame el reloj del diplomático americano”.
Sin pestañear ni mostrar la más
mínima contrariedad, el general pasó su mano bajo la túnica, buscó un poco en
los bolsillos interiores y sacó el reloj. Se adelantó como dos pasos hacia el
dictador y se lo dio, diciéndole: “A sus apreciables órdenes, don Porfirio, a
sus órdenes muy queridas.”
Porfirio Díaz cogió el reloj y lo
colocó ante sí encima del despacho. Sintió que debía pronunciar algunas
palabra, así que dijo: “Divisionario, no lo entiendo... hum... ¿Por qué?"
A lo que el divisionario contestó
sin vacilar: “Porfirio, temía que lo cogieras, así que pensé que era mejor que
fuera yo, ya que tú puedes comprarte uno más fácilmente que yo”.
La prueba de que Porfirio Díaz era
más listo que muchos de los que querían arruinarlo quieren admitir, es que
administró el asunto no añadiendo nada a la respuesta del divisionario.
Ya sé que es difícil admitir que
Díaz hubiera podido dedicarse al vulgar robo del tirón. En cualquier caso no
durante los últimos cinco años de su reinado, en los que su poder empezó a
tambalear.
Sin embargo hay que decir una
cosa.
Porfirio Díaz tuvo que contentar
al diplomático, tratarle amicalmente y devolverle su buen humor para que este
episodio permaneciera oculto. Pues Porfirio Díaz estaba más preocupado por el
buen nombre de su corte que muchos potentados de Europa. Y para calmar y
complacer al diplomático se vio obligado durante la negociación del tratado
comercial a hacer concesiones que, evidentemente, tuvo que pagar el pueblo
mejicano, pero que supusieron para el diplomático el honor de ser tratado como
uno de los más hábiles en la historia de los Estados Unidos.
Después de leer a Bordiga, pasamos a unos ejemplares antiguos de la revista del GCI, desde donde encontramos estas importantes Tesis, ligadas a un tema que en hartos debates de este año me he topado: qué pasa con los Sindicatos. Mientras algunas posiciones los identifican claramente como enemigos, otros creen que "depende del caso (y el contexto)", y la derecha del movimiento libertario derechamente (valga la redundancia) quiere "sindicatos revolucionarios" y/o "antiburocráticos".
Leamos, meditemos, discutamos, y mientras tanto escuchemos este bellísimo álbum de "La Columna Durruti" (aka The Durutti Column), de 1989, titulado sencillamente como "Vini Reilly" (el nombre de su cerebro y guitarrista, entiendo que único miembro original de esta formación británica).
MOVIMIENTO COMUNISTA Y SINDICATOS (TESIS)
(Revista COMUNISMO, N°
5, 1980)
Entre los problemas cruciales de la estrategia
y de la táctica revolucionaria, la cuestión del asociacionismo obrero continúa
figurando, desde la época de Marx, al orden del día de las reflexiones y luchas
políticas. Hace 150 años, los comunistas combatían las posiciones que, por
indiferentismo (indiferencia erigida en principio) con respecto a la lucha de
clases cotidiana, desertaban del frente de asociaciones inmediatas del
proletariado (clubs, ligas de oficios, primeros sindicatos) y pretendían que
con esto contribuían al derrocamiento del capitalismo. Al mismo tiempo,
combatían la sustitución de la lucha de clases contra el Estado burgués por la
"lucha" reformista, así como la totalidad de las doctrinas
sindicalistas que por esencia, en tanto que ideologías, representan
ramificaciones de la ideología capitalista. Substancialmente, la posición
comunista no ha cambiado; hoy es la misma que ayer. Por el contrario, lo que se
ha modificado considerablemente son las formas de su aplicación particular,
dado que el cuadro social ha sufrido profundos trastornos. Esto es válido en
general y específicamente para la llamada "cuestión sindical".
Actualmente, el Estado burgués no se limita a tolerar los sindicatos que, hasta
mediados del siglo XIX prohibía; cuya existencia era considerada como un ataque
a la "seguridad pública", que se esforzaba de quebrar por la represión
brutal. Ahora los acepta, los fomenta y aún llega hasta financiarlos. Los
burócratas sindicales comparten el trono con patrones y ministros en las
comisiones paritarias, los tribunales de trabajo, los consejos centrales de
economía, los bancos estatales, etc. Este hecho materializa la elevación de los
sindicatos al estatuto de potencia reconocida y asociada a la gestión del orden
capitalista. La ola revolucionaria de los años 20 tuvo que chocar, en todos los
países, con los sindicatos (lo mismo pasó en Rusia). Los sindicatos
(exceptuando el fenómeno específico de los sindicatos escisioncitas) durante
los años 14 y 18/21 mostraron abiertamente, en todas partes del mundo, lo que
eran en realidad después de muchos años atrás: órganos de la contrarrevolución
a los cuales el último toque para su integración final al Estado burgués fue
dado durante la primera guerra mundial. En el transcurso de los 60 años que
siguieron, no hubo ninguna lucha obrera que no se viese obligada a enfrentar
violentamente a los sindicatos y recurrir a la huelga calificada de
"salvaje" por los representantes de la civilización (que llamaremos
simplemente huelga, dado que las "interrupciones del trabajo"
propulsadas por los sindicatos actuales son lo contrario a una lucha obrera y
no son huelgas puesto que son planificadas anticipadamente con los patrones).
Esta evolución de la situación no es propia a un país o grupo de países, sino
que caracteriza a la lucha de clases en todo el mundo: proletarios y sindicatos
se levantan mundialmente uno contra el otro. Considerando estos hechos comunes
a todos los combates de clase, la posición comunista no puede consistir en otra
cosa que en poner en evidencia que los proletarios no tienen nada que defender
al interior de los sindicatos actuales y que las asociaciones obreras no pueden
renacer sino afuera de las organizaciones sindicales y contra ellas. Las tésis
siguientes son básicas para una organización que se sitúe abiertamente en el
terreno del comunismo, ellas resumen la posición de nuestro grupo con respecto
a los sindicatos.
TESIS:
1. De acuerdo con la concepción
materialista de las relaciones sociales, todas las organizaciones del
proletariado (sindicatos, consejos de fábrica, comités de huelgas, soviets,
partidos políticos, etc.) se determinan por su práctica en el transcurso de las
luchas y los ataques del proletariado contra el Estado capitalista. Es este el
criterio de apreciación que los comunistas retienen sobre estas asociaciones.
Esta apreciación en ningún caso puede basarse en los nombres o estatutos
formales de ellas.
2. Los sindicatos del siglo XIX
que merecían el nombre de "sindicatos de clase" (en oposición a los
sindicatos "amarillos" directamente fundados por la burguesía) fueron
todos vaciados de su substancia a través de su integración al Estado burgués.
La acción corruptora de la democracia los transformó en factores de la
acumulación capitalista (su función es la de contener el salario real y el
tiempo de trabajo en los límites conformes a las necesidades y posibilidades de
la valorización del Capital), en instrumentos represivos y en agencias de la
movilización nacional para la guerra imperialista.
3. Los sindicatos participaron en
la centralización de la economía durante el transcurso de las guerras y en los
períodos de reconstrucción luego de expansión que subsiguieron; llegaron a
enrolar directamente a los proletarios en los ejércitos burgueses, en los
frentes de resistencia antifascistas y en los cuerpos de choque antiproletarios
de los "Noskes" de cada país y de cada contrarrevolución. Por lo
tanto, se determinaron definitivamente por el partido reaccionario, por el
partido del Estado capitalista. La integración de los sindicatos al Estado
burgués no es una tendencia reversible, sino un hecho irreversible.
4. En la medida que los
sindicatos se fusionaron con el poder del Estado capitalista integrándolo; la
directiva estratégica del comunismo con respecto al Estado burgués es válida
también para los sindicatos: destrucción por la fuerza de las armas (como uno
de los tantos otros obstáculos existentes en la vía de la revolución
proletaria). Esta indicación no tiene un valor contingente y variable, sino un
valor imperativo y general. Ella se basa en el postulado esencial del comunismo,
que a la dictadura del Capital, opone la dictadura del proletariado
fundamentada en la liquidación física de todos los instrumentos de fuerza que
se ligan de lejos o de cerca al Estado burgués.
5. La preparación para la
destrucción violenta de los sindicatos pasa exclusivamente por la lucha llevada
fuera y contra estos. En ninguna parte y de ninguna manera, los sindicatos
defienden los intereses de la clase obrera, ni sobre el plano histórico, ni
sobre el inmediato (2 aspectos indisociablemente ligados, de una misma lucha de
clases). Es necesario incluso combatirlos en la lucha más elemental dado que
las reivindicaciones, los métodos de lucha y las formas de organización que
estos proponen entran en contradicción con las necesidades fundamentales de las
masas obreras y constituyen mecanismos diversionistas en beneficio de los
intereses capitalistas.
6. Hoy en día, el papel de la
propaganda y de la agitación comunista es el de mostrar al proletariado el
contenido revolucionario de su revuelta contra la disciplina sindical y de la
actitud anti-sindical que tuvieron que adoptar en la lucha. El trabajo
comunista debe contribuir a destruir las ilusiones burguesas al interior de los
obreros, según las cuales existirían aún sindicatos con una "dirección
traidora" susceptible de ser recuperados por el proletariado. La crítica
comunista de los actuales sindicatos, es una crítica de contenido antes de ser
una crítica de formas. Los sindicatos no son reformistas (es decir burgueses)
porque tienen "malos dirigentes" y porque están burocratizados. Por
el contrario, poseen una burocracia y buenos dirigentes en relación al
contenido que expresan y para su consolidación. El reformismo determina tanto
la existencia y la proliferación de burócratas sindicales; como también la de
militantes sindicalistas de base, que a cada escalón del aparato constituyen la
personificación viviente de una política reformista.
7. La organización comunista
tiene que denunciar no solamente el carácter fútil, sino también el carácter
contrarrevolucionario de las formas de "lucha" practicadas y los
objetivos planteados por los sindicatos. Negociando contra los trabajadores,
con los patrones y el Estado burgués, las condiciones de despido, las medidas
económicas y sociales acarreadas por la crisis, el reformismo sindical les pide
la manutención de las condiciones económicas inmediatamente anteriores, sobre
la forma de reivindicaciones concernientes al "mantenimiento del poder de
compra", la "defensa del empleo", las múltiples "garantías
económicas y jurídicas" ligadas al ejercicio "normal", es decir
capitalista, de la compra y venta de la fuerza de trabajo. Prácticamente, el
reformismo sindical ahoga toda acción proletaria que se oponga a la
conservación de la "paz social". Opera de esta manera cada vez que se
intenta una acción susceptible de unificar a los proletarios por encima de las
divisiones en categorías (divisiones sobre las cuales los sindicatos basan toda
su fuerza), en un solo combate de clase contra el poder del Estado del Capital;
opera así cada vez que una acción pone en peligro al aparato de producción (que
la crisis capitalista hace cada vez más vulnerable a las presiones de la clase
obrera).
8. La verdadera lucha proletaria,
tenga o no conciencia de ello, tiene como objetivo la conquista de todo el
producto del trabajo social, presente y pasado (es decir la totalidad de los
medios de producción y de consumo que se presentan hoy en día sobre la forma de
Capital), y la abolición del trabajo asalariado. Cuando el proletariado lucha,
aún a nivel elemental, combate por obtener una cantidad superior de productos
(valores de uso) a través de un esfuerzo menor. Esta lucha, en su proceso de
afirmación no tiene en cuenta para nada las capacidades de existencia y de
concurrencia de la industria capitalista; por el contrario, ella las niega e
implica la ruina de la dinámica económica propia al Capital. Es precisamente
por esto que la lucha se encamina hacia el objetivo final, mientras que por el
contrario todos los programas de "reformas sociales", de "reivindicaciones
socialmente aceptables", se mantienen miserablemente encuadrados en la
visión capitalista e igualmente definen las organizaciones que no son más que
los guardianes del orden establecido.
9. El reformismo pretende hacer
creer a la clase obrera que perderá todo con la ruina de la economía
capitalista, que puede ganar migajas a pesar de la perpetuación del sistema de
esclavitud asalariada. Esta perspectiva es utópica y reaccionaria. Utópica,
porque con la crisis desaparecen todas las posibilidades de otorgar o preservar
durablemente estas famosas migajas que tanto alaban los reformistas burgueses.
Reaccionaria, porque se pretende que el proletariado emplee todas sus fuerzas y
sus energías para remodelar la explotación y no para su destrucción. Siempre
reaccionaria, porque en el momento decisivo de la crisis revolucionaria, la
burguesía sacrificará sus intereses inmediatos y otorgará verdaderas
concesiones que serían suicidas a corto plazo si no servirían para desmovilizar
al proletariado para así aplastarlo sangrientamente. Indudablemente la
corriente más extrema del reformismo llegará a las barandillas del Estado para
así poder llevar hasta sus últimas consecuencias su función
contrarrevolucionaria. Si triunfase esta táctica desesperada de la burguesía
(ver Alemania 1918-19) y si el fracaso obrero fuese consumado, las concesiones
desaparecerán con la misma rapidez con que fueron otorgadas y la acumulación
capitalista volverá a tomar provisoriamente un curso ascendente.
10. La organización comunista tiene
que poner en evidencia que la crisis catastrófica del capitalismo no disocia el
interés inmediato de la clase obrera del de la revolución social. Tiene que
indicar los objetivos y los métodos de acción que demuestren el antagonismo
irreconciliable de intereses entre la burguesía y el proletariado. Por ello,
los comunistas rechazan categóricamente toda formulación que reivindique la
mantención o la defensa del salario y del empleo, banderas que implican
presuposiciones conservadoras y difunden una ideología reaccionaria al interior
de la clase obrera. Esta solo puede situarse en el camino que la conduce a su
victoria revolucionaria cuando ataca en sus raíces al mecanismo que engendra la
formación de la plusvalía, cuando sus reivindicaciones por un mejoramiento del
nivel de existencia atacan la tasa de explotación, la tasa de plusvalía. Lo
importante para los marxistas es la apreciación de los contrastes que maduran
en las relaciones sociales y la lucha para agudizarlos pues, sobre esta vía, la
clase obrera adquiere la conciencia y la organización de su fuerza, disloca la
estructura de dominación y explotación capitalista.
11. La organización comunista
jamás deberá adoptar ningún "programa mínimo", inevitablemente
reformista que implicaría en particular su presencia en los sindicatos. Debe
mostrar que no se puede reconquistar los sindicatos. Su tarea es la de preparar
al proletariado para que siga, sin hesitar su propia tendencia histórica: la
tendencia a dotarse de una dirección política sobre el plano del programa y de
la organización (el partido), la tendencia a pelear en una lucha armada
internacionalista para la liquidación de todos los órganos del Estado
capitalista y la instauración de su dictadura mundial de clase, dictadura que
reposará sobre sus organizaciones revolucionarias y que será dirigida por el órgano-partido,
que el proletariado se habrá dotado antes y durante la batalla decisiva
retomando así la línea histórica de su programa comunista.
12. La concepción de la
preparación revolucionaria está contenida, sin ningún equívoco, en la
constatación materialista según la cual el proceso revolucionario está basado
en la constitución del proletariado en clase y por lo tanto en partido, y de
ninguna manera está sometido a premisas democráticas que exigen que el partido
sea seguido por una mayoría numérica de obreros individuales. La reivindicación
sindicalera de la conquista del sindicato equivale hoy en día, en el
"mejor" de los casos, a una visión democrática del proceso
revolucionario y en el más general a una propaganda burguesa para mantener a
los obreros prisioneros en estos órganos contrarrevolucionarios.
13. Todas las teorías que justifican el
entrismo sindical, a diferentes niveles (reconquista integral, parcial,
destrucción desde adentro) tienen por característica común y negativa la de
revalorizar la imagen de los sindicatos ante la clase obrera, desorientando
tanto a su vanguardia como a su retaguardia (comprendido el grupo que practica
el entrismo). La aplicación práctica de estas ideologías hace imposible una
propaganda y una agitación clara contra estos agentes de la burguesía en los
rangos proletarios. Ella impide el trabajo de organización de las verdaderas
tendencias hacia la asociación obrera que no cubren ni total, ni parcialmente
las formas sindicales actuales. Finalmente ellas comprometen la naturaleza
revolucionaria de las organizaciones que recurrieron a dicha práctica.
14. El problema fundamental de
una alternativa obrera frente a los sindicatos, no es una cuestión de formas de
organización. En primer lugar porque el remplazar una forma sindical por otra
distinta ("consejo obrero" por ejemplo) no implica necesariamente la
ruptura con el reformismo y puede incluso constituir una de sus formas
extremas. En segundo lugar, porque ninguna forma de lucha particular que surge
en el transcurso del movimiento de clase posee "en si" las
condiciones para su expansión. Estas deben buscarse en su contenido, es decir
en la dinámica de ruptura efectiva con el Capital. Una forma cualquiera puede
por ejemplo surgir como producto muerto al nacer que no pudo escapar al control
completo del capitalismo (cf. la mayoría de los consejos de obreros y soldados
en Alemania del 18). Por otro lado, un comité de huelga, combativo en los
inicios de la lucha, puede transformarse un mes después, en un freno de esa
misma lucha. En tercer lugar, porque el renacimiento del asociacionismo obrero
no puede ser comprendido, de antemano, a nivel de las formas que el tomará y de
los modos de organización que tenderá a dotarse. Únicamente se puede tener una
comprensión clara del proceso que engendra estas formas y modos. Una
perspectiva de agresividad creciente del proletariado contra el Capital,
procediendo por saltos y rupturas como siempre sucedió en el pasado, tiene que
contener inevitablemente las combinaciones más variadas en el surgimiento,
modificación, disolución y recomposición de las asociaciones obreras.
15. Sin prejuzgar sobre la forma
de las futuras organizaciones proletarias (sin pretender de antemano y fuera de
la vida real que las formas "sindicatos de clase",
"uniones", "consejos", "comunas",
"soviets" agotaron completamente su ciclo histórico y que no
resurgirán jamás como expresión del movimiento proletario), la lucha por el
renacimiento del asociacionismo obrero se expresa hoy en el trabajo en los
"comités de huelga", las "coordinadoras", los "núcleos
obreros", las "comisiones de fábrica y de barrio", los
"cordones industriales", las "asambleas clasistas", las
"coordinaciones de trabajadores en lucha", etc.; que constituyen las
expresiones inmediatas de la vida del proletariado.
16. En el transcurso de estos
últimos años, estos órganos de lucha tomaron frecuentemente un carácter local y
limitado en el tiempo. Este es uno de los efectos de la contrarrevolución, cuyo
lento agotamiento limita, por el momento, la acción proletaria a explosiones
breves y esporádicas. Sin embargo, estos órganos de lucha (que aparecieron con
una fuerza variable en casi todos los países) tendieron a desarrollar formas
que, en su dirección, pueden ser puestos en paralelo con los sindicatos escisionistas,
los consejos de fábrica y las uniones revolucionarias de los años 20.
17. Estas últimas y variadas
formas de lucha ponen en evidencia que las viejas debilidades derivadas del
localismo y del federalismo se reproducen fácilmente. La centralización y la
organización de la acción son problemas tan vigentes hoy como ayer. La
preparación de la necesaria coordinación de fuerzas es una tarea que forma
parte de la agitación y del trabajo político general de preparación a cargo de
la organización comunista.
18. Como la revolución no es un problema de
formas de organización, el contenido del movimiento proletario constituye el
criterio de intervención y de trabajo. Los comunistas trabajan únicamente en
los movimientos de los proletarios en lucha. Dado que los elementos ganados a
los objetivos y a los métodos de lucha del comunismo desertarán las
organizaciones burguesas, esta evolución se dará por la experiencia práctica en
los combates de clase y no por iluminación súbita de "conciencias
individuales", los comunistas tienen como directiva general el no trabajar
en los órganos del Estado burgués. Esto es igualmente válido en lo que respecta
a las organizaciones cuya diferencia con los sindicatos consistiese únicamente
en una mayor radicalidad en las palabras y en la práctica de un reformismo
"duro": ellas están del lado del Capital y deben ser tratadas como
órganos estatales y políticos de la contrarrevolución (tomemos un ejemplo: la
KAPD llama en 1920 al boicot y a la destrucción de los "consejos
legales" en Alemania).
19. La organización comunista
debe combatir como ideología burguesa, las doctrinas (ordinovistas,
maoespontaneistas, etc.) que llaman a reemplazar los sindicatos por
"consejos obreros" o "comités populares" y que atribuyen a
estas "nuevas formas" el mismo contenido reformista, anti-fascista,
nacionalista de los antiguos sindicatos. De la misma manera, debe combatir el
"anti-sindicalismo" moral y platónico que, al mismo tiempo que llama
a abandonar los sindicatos, invita a los núcleos de vanguardia a abstenerse del
trabajo de organización de la lucha elemental cayendo así en el fetichismo de
los criterios numéricos, asamblearios, en los aspectos formales de delegación y
revocabilidad, en una palabra en el cretinismo democrático.