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jueves, septiembre 28, 2017

Puente/Libro anarquista/Don Otto 

Una actividad para este fin de semana, en Puente Alto.


Falta poco para una nueva Feria del Libro Anarquista (¿o es una Feria Anarquista del Libro? jaja: parece que soy el único al que ese juego de palabras le parece gracioso).



Y va un breve extracto de Don Otto (Rühle), un verdadero maestro del comunismo:

“FASCISMO PARDO Y FASCISMO ROJO” (extracto).

(Escrito en 1939. Publicado por primera vez en 1971).

“Lenin triunfó en la Revolución rusa; triunfó sobre el feudalismo mediante la típica táctica partidista de la clase burguesa. Esto ocurrió en febrero, y en octubre él triunfó sobre la burguesía con los consejos que le había quitado de las manos a los mencheviques. Lenin triunfó dos veces: una a la manera burguesa y otra en forma proletaria. Pero al destruir los consejos después de la revolución, la victoria la volvió a perder y sólo quedó históricamente como el vencedor de la revolución burguesa.

Rosa Luxemburgo fue derrotada en la revolución alemana; ella no fue derrotada porque no luchaba, como Lenin en Rusia, en el marco del partido, sino más bien fue derrotada porque en Alemania la táctica partidista, que se había convertido en anti-histórica, fracasó y ella no fue capaz de orientar a la clase proletaria hacia el uso de los consejos como arma adecuada a su lucha revolucionaria.

Si Rosa Luxemburgo hubiese conducido al proletariado alemán bajo las banderas de los consejos con toda probabilidad se hubiera asegurado la victoria. De manera que fue la socialdemocracia la que venció, la cual sólo quería completar la democracia burguesa con la ayuda del partido. Y como el tiempo de esta democracia había expirado, su victoria se convirtió en derrota que al final condujo al fascismo de Hitler.

Al bolchevismo le aguardaba el mismo destino en Rusia. La victoria del partido de Lenin fue suficiente para establecer el capitalismo pero no para realizar el socialismo. Desde luego no es el capitalismo en el viejo sentido, sino el capitalismo de Estado, en consonancia con el desarrollo capitalista global y en total acuerdo con esta necesidad económica apareció el fascismo ruso bajo la forma de la dictadura de Stalin.

Saquemos las conclusiones:

1.- Lenin fue, según su vocación histórica, el hombre de la revolución burguesa en Rusia. En la medida en que traspasó los límites de esta vocación sufrió un fiasco.

2.- Rosa Luxemburgo fue, según su vocación histórica, la dirigenta de la revolución proletaria en Alemania. En la medida en que quedó rezagada respecto de las exigencias de esta revolución, también ella sufrió un fiasco.

3.- Se puede hacer mucho o se puede hacer poco durante la revolución en el lugar que le asigna a uno la historia. Lo importante es hacer lo justo, en el momento justo, y en la justa medida.

4.- Todas las cosas incorrectas serán inexorablemente corregidas por la historia y los hombres que cometen los errores serán juzgados por ella”.

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miércoles, septiembre 20, 2017

JALONES DE DERROTA…LECCIONES NEGATIVAS: EL COMUNISMO NO HA EMPEZADO TODAVÍA. 


Una frase que me llama mucho la atención en el texto de GD/KN sobre la Comunización es la siguiente:

“No llegamos a ponderar lo suficiente lo que deben nuestras teorizaciones a nuestros fracasos. Si la Comuna de París fue un avance gigantesco, en ciertos sentidos aún no superado, también indicaba el callejón sin salida del comunalismo. Rusia ha ilustrado ya la suerte de una insurrección que se limita a una toma del poder, y España mostró lo que ocurre a las socializaciones cuando se deja intacto el Estado. Pero en cada ocasión la ‘lección’ es negativa, la contrarrevolución se fija y consolida el contenido de lo que ha intentado el proletariado”.

Entonces, el estudio de las insurrecciones es el estudio de sus derrotas casi absolutas…hasta ahora. Si no, no estaríamos en la Prehistoria humana. Este estudio es indispensable, y requiere por supuesto de una actitud que destruya todas las mitologías construidas por los distintos sectores de la izquierda (mitos leninistas sobre octubre del 17, mitos libertarios sobre julio del 36, por nombrar los dos más conocidos).

A propósito de esto: Hace una semana, en la primera charla de un ciclo de actividades académicas dedicadas a los 100 años de la revolución rusa, organizadas por 3 universidades chilenas y una gringa, un momio se preguntaba si la revolución iraní de 1979 fue la “última revolución”, y si después de la caída del Muro de Berlín en 1989 el mundo había entrado en una fase “post-revolucionaria”. No sé qué concluyó, porque no fui. Sólo vi la convocatoria con el resumen de temas de cada ponencia que será todos los miércoles a las 18:30.

Me dan ganas de concluir que se acabó el largo ciclo de las revoluciones burguesas, y que recién ahora veremos el inicio de las verdaderas revoluciones proletarias. O eso, o….el abismo total. En esa misma línea la IS declaraba en 1969 que excepto por las revoluciones burguesas, ninguna otra revolución había triunfado…  

En fin, uno de los estudios más profundos de un proceso de revolución/contrarrevolución es el de Grandizo Munis titulado “Jalones de derrota, promesa de victoria: Crítica y teoría de la revolución española”.

En su época lo ví referido en algún viejo libro de Luis Vitale, pero hasta su actual edición por Pensamiento y Batalla, colección Memoria de Clase (que pocos meses antes editó “El terrorismo y el Estado” del situacionista italiano Gianfranco Sanguinetti), no había podido acceder a él.

G. Munis era un militante trotskista, y mantuvo esa filiación durante 1936/7.  Posteriormente se acerca más a las posiciones de la izquierda comunista (antileninista), y ya a fines de los 40 junto con otros ilustres troskos como el poeta surrealista Benjamin Peret y la viuda de Trotsky, Natalia Sedova, se separan del trotskismo oficial al abandonar la defensa de la URSS, a la que considera capitalista de Estado (ver su texto conjunto “La IV internacional en peligro”). Obviamente que quien sostiene que el régimen resultante del proceso revolucionario en Rusia es capitalista y no socialista deja en ese mismo momento de ser trotskista, aunque no necesariamente suscriba las tesis consejistas o bordiguistas.


En 1977 G. Munis escribió una “Reafirmación”, incluida en esta edición, que subimos acá ahora. Su grupo, Fomento Obrero revolucionario, publicó por largo tiempo el boletín ALARMA, cuyos archivos están siendo ubicables de a poco en internet. Nótese que en el epígrafe se resume magistralmente el programa comunista: PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS. SUPRIMID EJÉRCITOS, POLICÍAS, PRODUCCIÓN DE GUERRA, FRONTERAS, TRABAJO ASALARIADO.

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REAFIRMACIÓN

Mientras más años contemplamos retrospectivamente hasta 1917, mayor importancia cobra la revolución española.

Fue más profunda que la revolución rusa y más extensa por la participación humana; esclarece comportamientos políticos hasta entonces indefinidos y proyecta hacia el futuro importantes modificaciones tácticas y estratégicas.

Tanto, que en el dominio del pensamiento no pueden elaborarse hoy sino remedos de teoría, coja o despreciable, si se prescinde del aporte de la revolución española, en general, y con mayor precisión de cuanto contrasta, superándolo o negándolo, con el aporte de la revolución rusa.

La revolución desbarató en España las estructuras de la sociedad capitalista en lo económico, en lo político y en lo judicial, creando o insinuando estructuras propias. Lo que estaba dado por la espontaneidad del devenir histórico se convirtió de potencial en actuante, en cuanto fueron quitados de en medio los cuerpos coercitivos, obstáculo a su manifestación. Así se perfila sin equívoco la revolución, desde el primer instante, como proletaria y socialista. La revolución rusa no destruyó la estructura económica del capital, que no reside en el burgués ni en los monopolios, sino en lo que Marx llamaba la relación social capital-sala nato; tras un momento de vacilación, la modificó de privada en estatal, y en torno a ella y para ella fueron reacomodándose luego lo judicial, lo político... y los cuerpos represivos, ejército nacional comprendido, hasta que la relación social capital-salariado adquirió la virulencia que continúa distinguiéndola. Fue pues una revolución democrática o permanente, hecha por un poder proletario, y muerta como tal antes de alcanzar el estadio socialista que la motivó y constituía su mira. Por ende, no pasó de ser una revolución política. Y si bien en ese aspecto fue más cabal que la revolución española, la persistencia de la mencionada relación social capitalista dio a la contrarrevolución la facilidad de ser sólo política también, si bien cruelísima, en proporción al apremio de revolución mundial. Ambas características han consentido falsificaciones y embaucos sin cuento, que todavía hoy ejercen un influjo deletéreo.

Precisamente cuando la revolución alcanzaba su pináculo en España, en 1936, la contrarrevolución stalinista consolidaba en Rusia su poder para muchos años, mediante el exterminio de millones de hombres. En consecuencia, su ramal español tuvo deliberadamente, desde el 19 de Julio, un comportamiento de abanderado de la contrarrevolución, solapado al principio, descarado a partir de Mayo de 1937. Con toda premeditación y por órdenes estrictas de Moscú, se abalanzó sobre un proletariado que acababa de aniquilar el capitalismo. Ese hecho, atestiguado por miles de documentos stalinistas de la época, representa una mutación reaccionaria definitiva del stalinismo exterior, en consonancia con la mutación previa de su matriz, el stalinismo ruso.

Un reflejo condicionado de los diferentes trozos de IV Internacional y de otros que la miran con desdén, asigna al stalinismo un papel oportunista y reformista, de colaboración de clases, parangonable con el de Kerensky o Noske.

Yerro grave, pues lo que el stalinismo hizo fue dirigir políticamente la contrarrevolución, y ponerla en ejecución con sus propias armas, sus propios esbirros y su propia policía uniformada y secreta. Se destacó enseguida como el partido de extrema derecha reaccionaria en la zona roja, imprescindible para aniquilar la revolución. Igual que en Rusia, y mucho antes que en Europa del Este, China, Vietnam, etc., el pretendido Partido Comunista actuó como propietario del capital, monopolizado por un Estado suyo. Es imposible imaginar política más redondamente anti-comunista.

Lejos de colaborar con los partidos republicanos burgueses o con el socialista, que todavía conservaba sesgo reformador, fueron éstos los que colaboraron con él y pronto aparecieron a su izquierda, como demócratas tradicionales. Unos y otros estaban atónitos y medrosos a la vez, contemplando la alevosa pericia anti-revolucionaria de un partido que ellos reputaban todavía comunista. Pero otorgaban, pues con sus propias mañas flaqueaban ante la ingente riada obrera.

Como se ha visto en el último capítulo de este libro, el gobierno Negrín-Stalin está lejos de tener las características de uno de esos gobiernos de izquierda democrático-burguesa, que zarandeados entre una revolución a la que se oponen y una contrarrevolución que temen, sucumben al empuje de la una o de la otra. Fue un gobierno fortísimo, dictatorial, y extrafronteras rusas el primero del nuevo tipo de contrarrevolución capitalista estatal distintivo del stalinismo. Esa peculiaridad, latente desde antes del Frente Popular, quedó puesta en evidencia por primera vez en España, y desde entonces adquirió carácter definitivo. Lo confirman todos los casos posteriores, desde Alemania del Este y Yugoslavia hasta Vietnam y Corea. Dondequiera ese pseudo-comunismo acapara el poder, es acogotado el proletariado, aplastado si se resiste, el capital y todos los poderes se funden en el Estado, y la posibilidad misma de revolución social desaparece por tiempo indefinido. Y no será la faz hominídea —que no humana—, maquillaje reciente de los Carrillo, Berlingüer, Marchais y demás, la que cambie sus intereses profundos, emanantes de, y coincidentes con la ley de concentración de capitales.

Cambio secundario, pero también importante y no menos definitivo, se opera en los partidos socialistas con la revolución Española. Dejaron de comportarse como partidos obreros reformistas, para sumarse sin recato a la política burguesa... o a la del capitalismo de Estado a la rusa, según la presión dominante. Siguen hablando de reformas, sí, pero se trata de las que mejor convienen a la pervivencia del sistema capitalista, no de las que el auténtico reformismo creía poder imponerle, legislación mediante, para alcanzar por evolución, la sociedad sin clases ahorrándose la revolución. El reformismo ha sido pues reformado por el capitalismo. Lo certificó León Blum al reconocer que él y los suyos no podrían ser en lo sucesivo sino «buenos administradores de los negocios de la burguesía». El tremendo repente de la revolución en 1936, atrayendo la convergencia reaccionaria de Oriente y Occidente, precipitó también dicho resultado, que amagaba desde 1914.

Respecto a táctica, la revolución española invalida o supera con creces la de la revolución rusa. Así, la reclamación de gobierno sin burgueses, constituido por representantes obreros en el marco del Estado existente, tan útil en Rusia para desplazar del poder a los soviets, carecía de sentido en España, y habría surtido efecto negativo. Lo mismo cabe afirmar del frente unido de los revolucionarios con las organizaciones situadas a su inmediata derecha. Los bolcheviques lo practicaron, incluso con Kerensky en determinados momentos, positivamente siempre. Mimetizar esa táctica en España era meterse en la boca del lobo, y contribuir a la derrota de la revolución. Quienes, lo hicieron nos han dejado la más irrefutable y trágica de las pruebas. Es que, desde el principio, la amenaza más mortal para la causa revolucionaria y para la vida misma de sus defensores, provenía del partido stalinista; los demás eran colaboradores segundones.

Muy sobrepasada por los hechos revolucionarios mismos, fuente principal de consciencia, resultó la consigna: «control obrero de la producción», todavía en cartel para izquierdistas retardados. Los trabaja dores pasaron, sin transición, a ejercer la gestión de la economía mediante las colectividades, aunque su coordinación general fuese obstaculizada y al cabo impedida, por un Estado capitalista que iba reconstituyéndose en la sombra, no sin participación de la CNT y de la UGT. Al término de tal reconstitución, la clase trabajadora quedó expropiada y el Pacto CNT—UGT resultante convertía las dos centrales en pilares de un capitalismo de Estado. Pero antes de llegar a éste, el control obrero de la producción (de hecho estatal-sindical) fue maniobra indispensable para arrancar por lo suave la gestión a los trabajadores. Idéntico servicio retrógrado habría prestado lo que se llama hoy autogestión, variante de aquél. Quedó demostrado entonces, con mayor contundencia que en ningún otro país, la imposibilidad de que el proletariado controle la economía capitalista sin quedarse atascado en ella como pájaro en liga. Si la gestión es el dintel del socialismo, el control (o la autogestión) es el postrer recurso del capital en peligro, o su primera reconquista en circunstancias como las de España en 1936.

Tampoco sirvió sino como expediente retrógrado el reparto de los latifundios en pequeños lotes, medida tan extemporánea en nuestros días como lo sería destazar las grandes industrias en múltiples pequeños talleres. En cambio, organizar koljoses, o su equivalente chino, «comunas» agrarias, es imponer una proletarización del agro correspondiente al capitalismo estatal. Ambas fueron desdeñadas, también en favor de colectividades agrarias, que a semejanza de las industriales reclamaban la supresión del trabajo asalariado y de la producción de mercancías, que de hecho encentaron.

En resumen, cuantos puntos de referencia o coordenadas habían determinado la táctica del movimiento revolucionario desde 1917, y aun desde la «Commune» de París, fueron sobrepasados y arrumbados por el grandioso empellón del proletariado en 1936. Y el sobrepase no excluye, claro está, la propia táctica seguida o propuesta en España misma durante los años anteriores. Por lo tanto, es de advertir que lo preconiza do en la primera parte de este libro con arreglo a la táctica vieja, quedó también anulado por la fase candente iniciada el 36. Nada pierde por ello su valor histórico y crítico, pero sería inepcia conservadora volver a utilizarlo.

Allende lo táctico, siempre contingente, la revolución de España puso en evidencia factores estratégicos nuevos, transcendentalísimos, llamados a producir acciones de gran envergadura y alcance. En dos años, en efecto, los sindicatos se reconocieron como copropietarios del capital, pasando por tal modo a ser compradores de la fuerza de trabajo obrera. La concatenación de tal compra con la venta de esa misma fuerza a un capital todavía no estatizado, quedó definitivamente establecida. Proyección estratégica: para ponerse en condiciones de suprimir el capital, los explotados deberán desbaratar los sindicatos.

No menos importante es lo concerniente a la toma del poder político por los trabajadores. Estaba supeditada por la teoría, y por la experiencia rusa de 1917, a la creación previa de nuevos organismos, allí soviets. La revolución española la libera de esa servidumbre. Los organismos obreros de poder, los Comités-gobierno, surgieron, no como condición del aniquilamiento del Estado capitalista, sino como su consecuencia inmediata. El resultado de la batalla del 19 de Julio, incontrovertible cual ninguna definición teórica, plantó en plena historia esa nueva posibilidad estratégica.

Cómo y por qué los Comités-gobierno innumerables no consiguieron aunarse en una entidad suprema, está dicho en el lugar correspondiente de este libro. Nada mengua por ello el alcance mundial de semejante hazaña.

El aporte estratégico del proletariado español a la revolución en general, sin limitación de fronteras ni de continentes, es decisivo en lo económico. Helo aquí en sus términos más escuetos: el Estado, por muy obreras que sus estructuras fueren de la base a la cúspide, las destruye si se le convierte en propietario de los instrumentos de producción. Lo que organiza en tal caso es su monopolio totalitario del capital, en manera alguna el socialismo. Ello corrobora y explica lo acontecido en Rusia después de la toma del poder por los soviets.

A dicho monopolio se reduce pues la nacionalización de la economía, que tanto engaña porque expropia a burguesía y trusts. Prodúcese por tal medida, no una expropiación del capital, sino una reacomodación del mismo, cumplimiento cabal de la ley de concentración de capitales inherente al sistema. Que sea alcanzada evolutiva o convulsivamente, incluso por lucha armada, el resultado es el mismo. Cabe afirmar sin error posible, que dondequiera se apodere el proletariado de la economía, o esté en trance de hacerlo, todos los falsarios postularán la nacionalización, cual ocurrió en España. Y las tendencias que cierran los ojos ante tan claro testimonio histórico se condenan a ir a rastras de odiosos regímenes capitalistas (Rusia, China, etc.), o bien a transformarse ellas mismas en explotadoras, si por acaso el poder se les viniese a las manos.

Una generalización teórica importante se deduce de esas experiencias sociales, tan hondas como indeliberadas: la revolución democrática en los países atrasados es tan irrealizable por la burguesía como por el proletariado en calidad de revolución permanente. Las condiciones económicas del mundo, las exigencias vitales de las masas explotadas, a más de la podredumbre del capitalismo como tipo de civilización, lo que basta con colmo, convierten en reaccionario cuanto no sea medidas socialistas.

Lo que necesita la clase obrera en cualquier país es «erigir una barrera infranqueable, un obstáculo social que le vede tener que venderse al capital por “contrato libre”, ella y su progenitura, hasta la esclavitud y la muerte» (Marx).

Le hace falta disponer a su albedrío de toda la riqueza, instrumental de trabajo y plusvalía, hoy propiedad del capital, y establecer como primer derecho del hombre, el derecho de vivir, trabajar y realizar su personalidad, sin vender sus facultades de trabajo manual o intelectual. Así entrará la sociedad en posesión de sí misma, sin contradicción con sus componentes individuales, desaparecerán las clases, y la alienación que en grados diversos comprime o falsea a las personas.

Junio 1977
G. Munis

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domingo, septiembre 17, 2017

Otto Rühle y la revolución rusa 


Otto Rühle. Dedicó un libro entero a la cuestión rusa y la intervención bolchevique en la revolución europea y mundial. En su momento y por años, nadie lo quiso editar. Puede que el título ("Fascismo pardo y fascismo rojo") y su crítica despiadada de Lenin ayudaran a que toda la izquierda tratara de bloquearlo. Rühle no se confundió ni en la I ni la II guerras mundiales: mantuvo una posición internacionalista y proletaria. (Recordemos que en 1914 junto a Karl Liebknecht hijo fueron los únicos parlamentarios socialistas en votar contra los créditos de guerra en Alemania). Murió exiliado en México (este retrato lo hizo Diego Rivera), donde a veces se hacía llamar Carlos Timo Nero. En Chile se editaron obras suyas ("El alma del niño proletario" y la biogrfía de "Carlos Marx").

"Fascismo pardo y fascismo rojo" no está en la web.

En parte el texto de su viejo camarada Paul Mattick (padre) resume bien las posiciones de su amigo sobre la “revolución rusa” los bolcheviques  y la Internacional Comunista en el texto “Otto Rühle y el movimiento obrero alemán” (1945):

V

En el II Congreso Mundial, los dirigentes bolcheviques, para asegurar el control sobre la Internacional, propusieron veintiuna condiciones de admisión en la Internacional Comunista. Dado que dominaban el Congreso, no tuvieron dificultad en conseguir que estas condiciones fueran adoptadas. Al momento, la lucha sobre cuestiones de organización que, veinte años antes, había causado controversias entre Luxemburg y Lenin, fue retomada abiertamente. Tras las debatidas cuestiones organizativas estaban, por supuesto, las diferencias fundamentales entre la revolución bolchevique y las necesidades del proletariado occidental.

Para Otto Rühle, estas veintiuna condiciones fueron suficientes para destruir sus últimas ilusiones sobre el régimen bolchevique. Estas condiciones dotaban al ejecutivo de la Internacional, esto es, a los dirigentes del partido ruso, de completo control y autoridad sobre todas las secciones nacionales. En opinión de Lenin, no era posible realizar la dictadura a una escala internacional “sin un partido estrictamente centralizado, disciplinado, capaz de dirigir y gestionar hacia rama, cada esfera, cada variante del trabajo político y cultural”. A Rühle le pareció, al principio, que tras la actitud autocrática de Lenin había simplemente la arrogancia del vencedor que intenta imponer al mundo los métodos de lucha y el tipo de organización que había proporcionado el poder a los bolcheviques. Esta actitud, que insistía en aplicar la experiencia rusa a Europa occidental, donde prevalecían condiciones completamente diferentes, parecía un error, una equivocación política, una falta de entendimiento de las peculiaridades del capitalismo occidental y el resultado de la preocupación fanática de Lenin por los problemas rusos. La política de Lenin parecía estar determinada por el atraso del desarrollo capitalista ruso y, aunque tuvo que ser combatida en Europa occidental, dado que tendía a apoyar la restauración capitalista, no se le podía llamar una fuerza contrarrevolucionaria franca. Esta perspectiva benevolente hacia la revolución bolchevique sería pronto destruida por las actividades ulteriores de los mismos bolcheviques.

Los bolcheviques fueron de “errores” pequeños a “errores” siempre mayores. Aunque el Partido Comunista Alemán, que estaba afiliado a la III Internacional, creció con afianzamiento, particularmente después de su unificación con los Socialistas Independientes, la clase proletaria, ya a la defensiva, perdía una posición tras otra frente a las fuerzas de la reacción capitalista. Compitiendo con el Partido Socialdemócrata, que representaba a partes de la clase media y a la llamada aristocracia tradeunionista del trabajo, el Partido Comunista no podía sino crecer en tanto estas capas sociales se empobrecían en la depresión permanente en que el capitalismo alemán se encontraba. Con el crecimiento seguro del desempleo, también se incrementó el descontento con el status quo y con sus defensores más leales, los socialdemócratas alemanes.

Sólo se popularizó el lado heroico de la Revolución rusa, el carácter cotidiano del régimen bolchevique se ocultó tanto por sus amigos como por sus enemigos. Pues, en esta época, el capitalismo de Estado que se estaba desplegando en Rusia era aún tan extraño para la burguesía, adoctrinada en la ideología del laissez-faire, como lo era el propio socialismo. Y el socialismo era concebido, por la mayoría de los socialistas, como un tipo de gestión estatal de la industria y de los recursos naturales. La Revolución rusa se convirtió en un mito poderoso y hábilmente fomentado, aceptado por las secciones empobrecidas del proletariado alemán para compensar su miseria cada vez mayor. El mito fue sostenido por los reaccionarios, para aumentar el odio de sus seguidores por los obreros alemanes y por todas las tendencias revolucionarias en general.

Contra el mito, contra el poderoso aparato de propaganda de la Internacional Comunista que edificara el mito, que era acompañado y apoyado por una ofensiva general del capital contra el trabajo en todo el mundo -contra todo esto, la razón no podía prevalecer. Todos los grupos radicales a la izquierda del Partido Comunista fueron del estancamiento a la desintegración. No ayudó el que estos grupos tuvieran la política correcta y el Partido Comunista la política “equivocada”, puesto que aquí no estaban implicadas cuestiones de estrategia revolucionaria. Lo que estaba sucediendo era que el capitalismo mundial estaba pasando por un proceso de estabilización, y estaba librándose de los elementos proletarios perturbadores que, bajo condiciones críticas de guerra y de colapso militar, habían intentado afirmarse políticamente.

Rusia, que de todas las naciones era la mayor en necesidad de estabilización, fue el primer país en destruir su movimiento obrero por la vía de la dictadura de partido bolchevique. Bajo las condiciones del imperialismo, sin embargo, la estabilización interna es posible sólo mediante políticas exteriores de fuerza.[4] El carácter de la política extranjera de Rusia bajo los bolcheviques estaba determinado por las peculiaridades de la situación europea de posguerra. El moderno imperialismo ya no se contenta simplemente con autoafirmarse por medio de la presión militar y de la guerra efectiva. La “quinta columna” es el arma reconocida de todas las naciones. Con todo, la virtud imperialista de hoy era todavía una pura necesidad para los bolcheviques, que estaban intentando sostenerse a sí mismos en un mundo de competición imperialista. No había nada contradictorio en la política bolchevique de apropiarse de todo el poder de los obreros rusos y, al mismo tiempo, intentar construir fuertes organizaciones obreras en otras naciones. Justamente como estas organizaciones tenían que ser flexibles para moverse de acuerdo con las necesidades políticas cambiantes de Rusia, su control desde arriba tenía de este modo que ser rígido.

Por supuesto, los bolcheviques no consideraron las diversas secciones de su Internacional como simples legiones extranjeras al servicio de la “patria de los trabajadores”. Creían que lo que ayudaba a Rusia también servía al progreso en otras partes. Creían, correctamente, que la Revolución rusa había iniciado un movimiento general y de amplitud mundial del capitalismo monopolista al capitalismo de Estado, y mantuvieron que este nuevo estado de cosas era un paso en la dirección al socialismo. En otras palabras, si no en su táctica, entonces en su teoría, ellos eran todavía socialdemócratas y, desde su punto de vista, los dirigentes socialdemócratas eran realmente traidores a su propia causa cuando ayudaban a preservar el capitalismo de laissez-faire del ayer. Contra la socialdemocracia, ellos se veían como los verdaderos revolucionarios; contra la 'ultraizquierda' se veían como los realistas, los verdaderos representantes del socialismo científico.

Pero lo que pensaban de sí mismos y lo que eran realmente son dos cosas diferentes. En tanto continuaban malinterpretando su misión histórica, estaban continuamente frustrando su propia causa; en tanto estaban forzados a cumplir con las necesidades objetivas de su revolución, se convirtieron en la mayor fuerza contrarrevolucionaria del capitalismo moderno. Luchando como verdaderos socialdemócratas por el predominio en el movimiento socialista mundial, identificando los intereses estrechamente nacionalistas de la Rusia capitalista de Estado con los intereses del proletariado mundial, e intentando mantener a toda costa la posición de poder que habían ganado en 1917, estaban meramente preparando su propio hundimiento, que se dramatizó en numerosas disputas fraccionales, alcanzó su apogeo en los juicios de Moscú y acabó en la Rusia estalinista de hoy -una nación imperialista entre otras.

En vista de este desarrollo, y más importante que la crítica implacable de Otto Rühle de las políticas efectivas de los bolcheviques en Alemania y a lo largo del mundo, era su precoz reconocimiento de la importancia histórica real del movimiento bolchevique, es decir, de la socialdemocracia militante. Lo que un movimiento socialdemócrata conservador era capaz de hacer y de no hacer lo habían revelado muy claramente los partidos de Alemania, Francia e Inglaterra. Los bolcheviques mostraron lo que habrían hecho de haber sido todavía un movimiento subversivo. Habrían intentado organizar el capitalismo desorganizado y reemplazar a los empresarios individuales por burócratas. No tenían otros planes, e incluso éstos eran sólo extensiones del proceso de cartelización, trustificación y centralización a que estaba procediéndose en todo el mundo capitalista. En Europa occidental, sin embargo, los partidos socialistas no podían actuar ya de modo bolchevique, puesto que su burguesía estaba ahora mismo instituyendo este tipo de “socialización” por propio acuerdo. Todo lo que los socialistas podían hacer era tenderles la mano, o sea, crecer progresivamente dentro de la emergente “sociedad socialista”.

El significado del bolchevismo se reveló por completo solamente con la emergencia del fascismo. Para combatir a este último era necesario, en palabras de Otto Rühle, reconocer que “la lucha contra el fascismo comienza con la lucha contra el bolchevismo”. A la luz del presente, los grupos de 'ultraizquierda' en Alemania y Holanda deben considerarse las primeras organizaciones antifascistas, anticipando en su lucha contra los partidos comunistas la necesidad futura de la clase obrera de combatir la forma fascista del capitalismo. Los primeros teóricos del antifascismo se encontraron entre los portavoces de las sectas radicales: Gorter y Pannekoek en Holanda; Rühle, Pfempfert, Broh y Fraenkel en Alemania. Y ellos pueden ser considerados como tales por su lucha contra el concepto de gobierno de partido y de control/gestión estatal, por sus intentos de actualizar los conceptos del movimiento consejista para con la determinación directa de su destino, y por su sostenimiento de la lucha de la izquierda alemana tanto contra la socialdemocracia como contra su rama leninista.

Poco antes de su muerte, Rühle, haciendo recapitulación de sus conclusiones a respecto del bolchevismo, no vaciló en situar a Rusia como la primera entre los Estados totalitarios. “Sirvió como modelo para otras dictaduras capitalistas. Las divergencias ideológicas no diferencian realmente sistemas socio-económicos. La abolición de la propiedad privada de los medios de producción (combinada con), el control de los obreros sobre los productos del su trabajo y el fin del sistema salarial”, estas dos condiciones, sin embargo, están incumplidas en Rusia, del mismo modo que en los Estados fascistas.

Para clarificar el carácter fascista del sistema ruso, Rühle se volvió una vez más hacia el Comunismo de izquierda, una enfermedad infantil de Lenin, puesto que “de todas las manifestaciones programáticas del bolchevismo, ésta era la más reveladora de su verdadero carácter”. Cuando en 1933 Hitler suprimió toda la literatura socialista en Alemania, contaba Rühle, al folleto de Lenin le fue permitida la publicación y la distribución. En su obra, Lenin insiste en que el partido debe ser una especie de academia militar de revolucionarios profesionales. Sus requerimientos principales eran la autoridad incondicional del líder, el rígido centralismo, la disciplina de hierro, la conformidad, militancia y sacrificio de la personalidad para los intereses del partido -y Lenin desarrollara efectivamente una élite de intelectuales, un centro que, cuando fuese introducido en la revolución, habría de tomar la dirección y asumir el poder. “No tiene utilidad intentar”, decía Rühle, “determinar lógica y abstractamente si este tipo de preparación para la revolución es correcta o incorrecta... Primero deben formularse otras cuestiones, ¿qué tipo de revolución está en preparación? ¿Y cual era la meta de la revolución?”. El respondió mostrando que el partido de Lenin actuaba dentro de la revolución burguesa tardía de Rusia, para derrocar el régimen feudal del zarismo. Lo que podría considerarse como una solución para los problemas revolucionarios en una revolución burguesa no puede, sin embargo, considerarse al mismo tiempo como una solución para la revolución proletaria. Las diferencias estructurales decisivas entre la sociedad capitalista y la sociedad socialista excluyen tal actitud. De acuerdo con el método revolucionario de Lenin, los dirigentes aparecen como la cabeza de las masas. “Esta distinción entre la cabeza y el cuerpo”, señaló Rühle, “entre los intelectuales y los obreros, entre oficiales y soldados rasos, corresponde a la dualidad de la sociedad de clases. Una clase es educada para gobernar; la otra para ser gobernada. La organización de Lenin es sólo una réplica de la sociedad burguesa. Su revolución está objetivamente determinada por las fuerzas que crean un orden social que incorpora estas relaciones de clase, sin tener en cuenta las metas subjetivas que acompañan este proceso.”

Seguramente, quien quiera tener un orden burgués encontrará en el divorcio del dirigente y las masas, la vanguardia y la clase obrera, la preparación estratégica correcta para la revolución. En cuanto a la aspiración de dirigir la revolución burguesa en Rusia, el partido de Lenin era altamente apropiado. Sin embargo, cuando la Revolución rusa mostró sus rasgos proletarios, los métodos tácticos y estratégicos de Lenin dejaron de ser válidos. Su éxito no se debía a su vanguardia, sino al movimiento de los soviets que no había sido incorporado en absoluto a sus planes revolucionarios. Y cuando Lenin, después de que la revolución triunfante hubiese sido realizada por los soviets, prescindió de este movimiento, también prescindió de todo lo que era proletario en la revolución. El carácter burgués de la revolución se hizo patente de nuevo, y con el tiempo encontró su culminación “natural” en el estalinismo.

Lenin, decía Rühle, pensaba según normas rígidas, mecánicas, a pesar de su preocupación por la dialéctica marxiana. Sólo había un partido para él -el suyo propio-; sólo una revolución -la rusa-; sólo un método -el bolchevique-. “La aplicación monótona de una fórmula una vez descubierta mueve en un círculo egocéntrico imperturbable por el tiempo y las circunstancias, grados de desarrollo, patrones culturales, ideas y hombres. En Lenin salía a la luz con gran claridad la dominación de la edad de la maquinaria en la política; él era el “técnico, el “inventor” de la revolución. Todas las características fundamentales del fascismo estaban en su doctrina, en su estrategia, en su “planificación social” y en su arte de tratar con las personas... Nunca aprendió a conocer los prerrequisitos para la liberación de los trabajadores; no se preocupaba de la falsa conciencia de las masas y de su autoalienación humana. Todo el problema era para él ni más ni menos que un problema de poder”. El bolchevismo como representante de una política militante de poder no difiere de las formas tradicionales de mando. El mando sirve como el gran ejemplo de organización. El bolchevismo es una dictadura, una doctrina nacionalista, un sistema autoritario con una estructura social capitalista. Su “planificación” concierne a cuestiones técnico-organizativas, no socio-económicas. Es revolucionario sólo dentro del marco del desarrollo capitalista, estableciendo no el socialismo sino el capitalismo de Estado. Representa la fase actual del capitalismo y no un primer paso hacia una nueva sociedad.


Los soviets rusos y los consejos de obreros y soldados alemanes representaban el elemento proletario en las revoluciones rusa y alemana. En ambas naciones estos movimientos fueron pronto suprimidos por medios militares y judiciales. Lo que permaneció de los soviets rusos después del firme atrincheramiento de la dictadura del partido bolchevique, fue simplemente la versión rusa del posterior frente obrero nazi. El movimiento de consejos alemán, legalizado, se convirtió en un apéndice del sindicalismo y pronto en un instrumento de la dominación capitalista. Incluso los consejos de 1918, formados espontáneamente, estaban -en su mayoría- lejos de ser revolucionarios. Su forma de organización, basada en las necesidades de la clase y no en los diversos intereses especiales resultantes de la división capitalista del trabajo, era todo lo que era radical en ellos. Pero cualesquiera que fueran sus limitaciones, debe decirse que no había nada más en que basar las esperanzas revolucionarias. Aunque frecuentemente se volvieran contra la izquierda, todavía se esperaba que las necesidades objetivas de este movimiento lo llevasen inevitablemente al conflicto con los poderes tradicionales. Esta forma de organización debía ser preservada en su carácter original y fortalecidas en preparación para las luchas venideras.

Pensando en términos de una continuación de la Revolución alemana, la 'ultraizquierda' estaba comprometida en una lucha hasta el final contra los sindicatos y contra los partidos parlamentarios existentes; en resumen, contra todas las formas de oportunismo y de compromiso. Pensando en términos de la probabilidad de una coexistencia con los viejos poderes capitalistas, los bolcheviques rusos no podían concebir una política sin compromisos. Los argumentos de Lenin en defensa de la posición bolchevique respecto de los sindicatos, el parlamentarismo y el oportunismo en general elevaban las necesidades particulares del bolchevismo a falsos principios revolucionarios. Con todo, esto no serviría para mostrar el carácter ilógico de los argumentos bolcheviques, pues tan ilógicos como eran los argumentos desde un punto de vista revolucionario, emanaban de forma lógica del peculiar papel de los bolcheviques dentro de la emancipación capitalista rusa y de la política internacional bolchevique que defendía los intereses nacionales de Rusia.

Que los principios de Lenin eran falsos desde un punto de vista proletario, tanto en Rusia como en Europa occidental, lo demostrara Otto Rühle en los diversos folletos y numerosos artículos en el periódico de la Unión Obrera General y en la revista de izquierda de Franz Pfempert, Die Aktion. Expuso la estratagema implícita en darles a estos principios una apariencia lógica, engaño que consistía en citar una experiencia específica de un período dado bajo circunstancias particulares, para deducir de ella conclusiones de aplicación inmediata y general. Porque los sindicatos habían sido una vez de algún valor, porque el parlamento había servido una vez a las necesidades de la propaganda revolucionaria, porque ocasionalmente el oportunismo había producido ciertos beneficios para los trabajadores, ellos seguían siendo para Lenin los medios más importantes de la política proletaria de todos los tiempos y bajo cualesquiera circunstancias. Y por si todo esto no convenciera al adversario, Lenin era aficionado a señalar que, fueran o no éstas las políticas y organizaciones correctas, era un hecho que los trabajadores se adherían a ellas y que el revolucionario debe estar siempre donde están las masas.

Esta estrategia emanaba del modo de Lenin de abordar la política. Parecía que nunca entraría en su mente que las masas también estaban en las fábricas y que las organizaciones revolucionarias de fábrica no podían perder contacto con las masas incluso si lo intentaban. Parecía que nunca se le ocurriera que, con la misma lógica que debía mantener a los revolucionarios en las organizaciones reaccionarias, podía demandar su presencia en la Iglesia, en las organizaciones fascistas, o donde quiera que pudiesen encontrarse las masas. Esto último, es seguro que se le ocurriría, haría surgir la necesidad de unirse abiertamente con las fuerzas de la reacción, tal como ocurrió posteriormente bajo el régimen estalinista.

Para Lenin estaba claro que, para los propósitos del bolchevismo, las Organizaciones de Consejos eran las menos adecuadas. No sólo hay poco espacio en las organizaciones de fábrica para revolucionarios profesionales, sino que la experiencia rusa había mostrado cómo de difícil era “manejar” un movimiento de soviets. En cualquier caso, los bolcheviques no tenían intención de esperar por oportunidades de intervención revolucionaria en los procesos políticos; estaban activamente comprometidos en la política cotidiana e interesados en resultados inmediatos a su favor. Para influenciar al movimiento obrero occidental con vistas a controlarlo en el futuro, era mucho más fácil para ellos entrar dentro de las organizaciones existentes y tratar con ellas. En las disputas competitivas emprendidas entre estas organizaciones y dentro de ellas, ellos vieron una ocasión para ganar de forma rápida una posición en la que establecerse. Que se intentase construir enteramente nuevas organizaciones opuestas a todas las existentes tendría sólo resultados tardíos -si es que alguno. Estando en el poder en Rusia, los bolcheviques ya no podían entregarse a políticas a largo plazo; para mantener su poder tenían que recorrer todas las avenidas de la política, no sólo las revolucionarias. Debe decirse, no obstante, que aparte de que estuviesen forzados a actuar así, los bolcheviques estaban más que dispuestos a participar en los muchos juegos políticos que acompañan al proceso de explotación capitalista. Para poder participar necesitaban sindicatos, parlamentos y partidos y también apoyos capitalistas, que hicieran del oportunismo tanto una necesidad como un placer.

Ya no hay necesidad de apuntar a las muchas “fechorías” del bolchevismo en Alemania y a lo largo del mundo. En la teoría y en la práctica, el régimen estalinista se manifiesta como un poder capitalista, imperialista, oponiéndose no sólo a la revolución proletaria, sino incluso a las reformas fascistas del capitalismo. Y actualmente favorece el mantenimiento de la democracia burguesa con el propósito de utilizar más plenamente su propia estructura fascista. Justo como Alemania estaba muy poco interesada en la propagación del fascismo más allá de sus fronteras y de las fronteras de sus aliados, dado que no tenía intención de fortalecer a sus competidores imperialistas, así la preocupación de Rusia por salvaguardar la democracia en todas partes salvo dentro de su propio territorio. Su amistad con la democracia burguesa es una amistad verdadera; el fascismo no es un artículo para la exportación, puesto que cesa de ser una ventaja tan pronto como se generaliza. A pesar del pacto Stalin-Hitler, no hay mayores “antifascistas” que los bolcheviques en nombre de su propio fascismo natal. Sólo en tanto sea alcanzada su expansión imperialista, si hay alguna, serán culpables de apoyo consciente a la tendencia fascista general.

Esta tendencia fascista general no proviene del bolchevismo, sino que lo incorpora. Proviene de las leyes peculiares de desarrollo de la economía capitalista. Si Rusia finalmente se convierte en un miembro “decente” de la familia de naciones capitalistas, las “indecencias” de su juventud fascista serán tomadas en unos trimestres por un pasado revolucionario. La oposición al estalinismo, sin embargo, a menos que incluya la oposición al leninismo y al bolchevismo de 1917, no es ninguna oposición, sino sólo una disputa entre competidores políticos. Mientras que el mito del bolchevismo es todavía defendido contra la realidad estalinista, Otto Rühle trabaja en mostrar que el estalinismo de hoy es simplemente el leninismo de ayer, que aún tiene importancia contemporánea, y tanta más cuanto que pueda haber intentos de recuperar el pasado bolchevique en los levantamientos sociales del futuro.

Toda la historia del bolchevismo pudo ser anticipada por Rühle y el movimiento de 'ultraizquierda', debido a su pronto reconocimiento del verdadero contenido de la revolución bolchevique y del verdadero carácter del viejo movimiento socialdemócrata. Después de 1920, todas las actividades del bolchevismo sólo podrían ser perjudiciales para los obreros de todo el mundo. No eran posibles acciones comunes con sus distintas organizaciones durante más tiempo, ni se intentaba ninguna.

Título Original: "Otto Rühle and the German Labour Movement"
Publicado: en inglés en Essays for Students of Socialism, Workers Literature Bureau, Melbourne, mayo de 1945.
Se reimprimió luego en la recopilación Anti-Bolshevik Communism de Merlin Press, Londres, 1978.
Traducción: a partir de la versión gallego-portuguesa del Grupo de Comunistas de Conselhos da Galiza (de donde proceden las notas a pie), contrastando con el original y revisando errores.


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jueves, septiembre 14, 2017

La bandera es un calmante/Grant Hart (RIP) 

“La bandera es un calmante”, decía Violeta en “Yo canto a la diferencia”. (Esa donde al final dice: “Cueca amarga nacional…” y “Cueca larga militar”).

Hace 102 años, la Federación Obrera de Magallanes declaraba que: "La patria del proletario es el Universo que no tiene fronteras" (Periódico El Trabajo, 18 de septiembre de 1919). Pocos meses después, el 27 de julio de 1920, miembros de guardias blancas autodenominadas como "Liga Patriótica", les quemaron el local, asesinando a varios afiliados, y la policía y la justicia de la República de Chile no encontró culpables.  

Recabarren decía de estas celebraciones que:

"Nada, pero nada, tiene que celebrar el pueblo proletario en esta fecha, porque su libertad aún no la ha conquistado.
Los que verdaderamente se emanciparon del yugo español fueron los ricos, pero no por sus esfuerzos, sino por los esfuerzos y sangre de los pobres.
Los pobres eran pobres bajo el yugo de la monarquía española, y pobres son todavía, bajo el yugo de la monarquía chilena, llamada por sarcasmo república libre.
Entonces, ¿qué celebran los pobres ? ¿la emancipación de los ricos chilenos sobre los ricos españoles?
Abre tus ojos, pueblo, y verás la verdad.
La libertad no la tienes y debes prepararte para conquistarla.
Lo que hay de verdad, miradas las cosas sin pasión, es que un grupo de ambiciosos de poder y de dinero y que hoy son llamados “ padres de la patria”, armaron a los esclavos de la colonia para hacer la revolución y una vez vencedores ellos se apoderaron de la dirección de los pueblos y del dinero".

Ernesto Miranda, anarcosindicalista de la Federación del Cuero y Calzado, decía que había que cambiar el azul por el negro en la tricolor.

Mmmm.

No.

Mejor ningún emblema patrio.
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Ahora partió Grant Hart, baterista/vocalista/compositor de Hüsker Dü. 1961/2017.


A escuchar Zen Arcade (1984).

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lunes, septiembre 04, 2017

Comunización (2011): Hacia una síntesis/No un programa/¿Una novedad? 


El Colectivo Germinal (España) dio a conocer el viernes pasado su traducción del importantísimo texto "Comunización", de G. Dauvé y K. Nesic (Troploin) que debe ser de lo más profundo que se ha escrito sobre ese concepto aun relativamente novedoso, pero que nos habla de algo más antiguo que el capitalismo mismo.
Es largo y debería leerse entero. Subo acá tres extractos que me parecen particularmente significativos.

Hacia una síntesis
Decimos una síntesis, y no la síntesis, porque solo un espíritu religioso cree que pueda existir un momento tan excepcional como para que la historia pudiera desvelar la totalidad de su sentido (en un análisis que también sería excepcional).

Nos falta espacio para un análisis de conjunto, pero la evolución no se produjo de la nada, sino que sufrió en concreto dos “choques” en los siguientes años. Si en Portugal la autonomía obrera se mostró capaz de mucho en 1974-1975, no bastó para producir un antagonismo con el capital, y a menudo tomó vías muertas, sobre todo autogestionarias. Más tarde, en Polonia, aunque haya sido el principal agente de la caída de la burocracia, probando de forma brillante “la centralidad del trabajo” en las sociedades modernas, la clase obrera ayudó igualmente a resucitar lo que creíamos muerto: la nación, el pueblo o una democracia que renovara del Estado. 

Ahora bien, durante decenios y contra el comunismo oficial, contra las ciento y una variantes de reformismo, contra el pensamiento que cuestiona todo y el mundo intelectual, toda una parte de la crítica radical había afirmado la fuerza revolucionaria de la clase obrera y extraído en 1968 nuevos argumentos en este sentido. Los acontecimientos en Portugal y Polonia obligaban a comprenderlos un poco mejor. La solución (la clase obrera) hace parte del problema histórico que hay que resolver, pero este problema solo la clase obrera es capaz de afrontarlo, y eso implica que tiene que ajustar cuentas también consigo misma. Porque hacen funcionar el capitalismo, los proletarios también pueden hacerlo caer.

En la Alemania de 1919, la mayoría del proletariado dio su apoyo, al menos pasivo, a la contrarrevolución armada dirigida por un gobierno socialista. Pero en Portugal y en Polonia fue la acción de los obreros, incluido cuando escapaba al control de los aparatos sindicales y de partido, la que tomó el camino de la reforma. Por muy importante que fuera, la burocracia no era el obstáculo nº1 ni el candado que impedía a los proletarios forzar la puerta de la revolución, puesto que ellos mismos mantuvieron cerrada esa puerta.

Con una constatación como esa, algunos como Invariance (después de que Jacques Camatte hubiera contribuido de forma importante a clarificarnos sobre la importancia de la Izquierda italiana y de Bordiga después de 1945) concluían que los proletarios no actuaban ni actuarían nunca más que como clase del capital y para él.

Otros, entre los que nos encontrábamos, pensábamos al proletariado como una contradicción histórica que sólo él era capaz de resolver… o no:

Primero, hay una relación entre el contenido de la transformación y el grupo social del que la contiene: el proletariado es la disolución potencial de la sociedad moderna. Por otro lado, la naturaleza del que la contiene no produce automáticamente ese contenido: en dos siglos de lucha, esta fuerza de disolución que llevan consigo los proletarios no la han puesto aún en práctica para pasar al comunismo. Ya se habrá comprendido que no queremos “refundadores”.

Para resumir, se nos permitirá retomar lo que ya habíamos expuesto en otro sitio: la Izquierda “alemana” (en sentido amplio, incluyendo a muchos holandeses, sin olvidar a los herederos un poco lejanos, algunos deliberadamente ingratos como Socialisme ou Barbarie) nos había enseñado a comprender la revolución como autoactividad, autoproducción por los explotados de su emancipación. De ahí la necesidad de rechazar toda mediación: parlamento, sindicato o partido.

La Izquierda “italiana” (y de nuevo aquí, más allá de Italia, en concreto en Bélgica con la revista Bilan entre 1933-1938) recordaba que no hay comunismo sin destrucción del sistema mercantil, del salariado, de la empresa como tal y de toda economía como esfera especializada de la actividad humana.

Lo que Bordiga y los bordiguistas recordaban como programa a realizar una vez destruido el poder político burgués, la IS mostraba que no puede triunfar sin comenzar inmediatamente el proceso de extinción del intercambio mercantil, del salariado y de la economía, mediante una transformación de todos los aspectos de la vida, que no se llevará a cabo en una semana o siquiera un año, pero no tendrá ni impacto ni éxito si no se hace desde el principio de la revolución.

Esquemáticamente, la Izquierda alemana ayuda a ver la forma de la revolución, la Izquierda italiana su contenido, y la IS el único proceso que puede realizar ese contenido.

Decir que la izquierda alemana se funda sobre la experiencia proletaria, la izquierda italiana sobre el futuro y los situacionistas sobre el presente, basta para mostrar en qué se contraponen esas contribuciones, a riesgo de perdernos entre tantos espejos. Pero esta convergencia ayuda a comprender la revolución como comunización: no se trata ni de tomar el poder ni de pasar por encima, sino de destruirlo al mismo tiempo que se transforma el conjunto de las relaciones sociales, cada momento del doble proceso donde lo uno refuerza a lo otro.
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No un programa
No se trata de un proyecto que realizar algún día, de un programa que aplicar, es verdad que conforme a los intereses vitales del proletariado, pero que les sería “externo”, como una casa existe antes en la cabeza de un arquitecto antes de adquirir su propia existencia una vez construida. La comunización tiene que ver con lo que es y hace el proletario.

Lo que distingue a  Marx (y a otros) del socialismo llamado utópico no es que el autor del Capital siguiera un método científico o que se negara a anticipar el futuro. La diferencia esencial es que Marx va a buscar la solución a las relaciones de explotación. Cuerpo y corazón del capitalismo, el proletariado es también el vector posible del comunismo. «Sin reservas», al contrario del siervo o del aparcero, el proletariado no mantiene sus condiciones de vida sin su relación con el capital: si  éste deja de comprar su trabajo, el proletario ya no es nada. Además, toda grave crisis social abre la posibilidad para el proletariado de inventar “otra cosa”. Sea cual sea el origen de la lucha, ya obtenga concesiones o acabe asfixiada, aplastada o desviada, a menudo se ve acompañada de esfuerzos y a veces tentativas para producir esa “otra cosa”.

Se manifiesta una posibilidad de ruptura cada vez que la relación de explotación se ve atrapada en una crisis histórica mayor, que para el proletariado no coincide necesariamente con lo que la burguesía determina que es una gran crisis económica. Desde ese punto de vista, y en la medida en que un año sirve como símbolo, 1929 nos importa menos que 1919, y 1974 (el principio del fin de los “30 Gloriosos”) menos que 1968. En las crisis de la relación salarial, donde los proletarios actúan en condiciones que dependen en parte de ellos (solamente en parte), se juega una contradicción fundamental que la teoría comunista tiene la función de clarificar: indica que lo que el proletariado «estará obligado a hacer históricamente» (Marx), no en qué momento —y menos aún en qué único momento— se verá obligado.

Es por eso que podemos y debemos hablar de la comunización a la vez en el pasado y en el presente. Se trata de algo diferente a un ideal. Imaginar una sociedad futura no sirve de nada sin un análisis de la que la habrá precedido, y del paso de la una a la otra. Para evitar describir un bello futuro inaccesible, hay que reflexionar a la vez sobre lo que sería el comunismo, cómo hacerlo llegar y sobre quién será el mejor situado para eso.

¿Una novedad?

Si el capitalismo en su naturaleza es invariante, aunque sus lógicas actúan de forma diferente en función de la evolución histórica, igualmente las modalidades de aplicación del comunismo dependen del momento que le vio nacer. En tanto que movimiento de emancipación, el comunismo es anterior al proletariado moderno y ya actuaba en tiempos de Espartaco, de los müntzerianos o los cavadores [diggers]. Cincuenta años antes de Marx, Babeuf le debía poco a la industrialización. Esos movimientos y otros tantos estaban animados de un deseo de vivir algo distinto a lo que la clase dominante proponía e imponía. La parte de invarianza se atiene a lo que el proletariado es desde el origen y será hasta su final, separado radicalmente de los medios de producción, y por tanto de los medios de vida. Esta desposesión es la condición de que se pusiera a trabajar al proletario en provecho del capital. Pero implica también que, desde sus principios, el proletariado debe ser capaz de una revolución que superará la propiedad, las clases, el trabajo separado, y llevará a cabo la emancipación humana.

Lo que designa la palabra comunización es por tanto tan antiguo como las luchas de proletarios cada vez que han intentado emanciparse.

«Retomar el estudio del movimiento obrero clásico de forma desengañada», como invitaba la IS en 1962 en su nº7, no significa tomar lo opuesto del mito del proletariado que tiende sin cesar hacia el comunismo, para pensar que los obreros siempre reivindican un capitalismo más suave, glorificando el trabajo, adhiriéndose mejor que la burguesía a la ideología del progreso, y cuyas luchas más radicales se reducen a querer crear un imposible capitalismo obrero. Esta reconstrucción histórica remplaza un mito por otro. Olvida que lo menos bueno y lo peor que los proletarios han aceptado, lo han hecho por su voluntad y forzados a ello.

Igualmente, se tergiversan los hechos cuando se corta la historia del movimiento proletario desde principios del siglo XIX en dos fases: la primera (que terminaría, por ejemplo, hacia finales del siglo XX) durante la cual el proletariado y la casi totalidad de sus teóricos, no habrían sido capaces de elevarse sobre una conciencia y una práctica que habría que calificar como capitalistas; y la segunda (hoy) donde ese programa capitalista se volvería imposible y no le quedaría al proletariado más que la elección entre la revolución comunista y la barbarie.

En tanto que ha sido —y es aún hoy— vivo, ofensivo, antiestatal, el movimiento proletario se ha dado implícita y a veces explícitamente un proyecto donde estaba presente el comunismo, y que no se reducía a remplazar la explotación del hombre por el hombre por la explotación de la naturaleza por el hombre. Los comuneros, los proletarios españoles del verano de 1936, los obreros turineses en 1969 no tenían por lógica ni por intención “desarrollar las fuerzas productivas”, ni hacer funcionar las mismas fábricas sin patrones. Fue su derrota la que alejó los objetivos comunitarios y fraternales, la que barrió las perspectivas de unión entre el hombre y el resto de la naturaleza, y la que impuso lo que permitía y llamaba el dinamismo capitalista. Si, hasta ahora, los proletarios han podido iniciar prácticas comunistas en el sentido fuerte de la palabra, es decir, prácticas que afectaban la estructura social y la vida cotidiana, raramente han ido más allá de la fase insurreccional, puesto que la mayor parte de los levantamientos han sido aplastados o asfixiados. Cuando los insurgentes lo consiguieron, a veces intentaron vivir algo distinto a un capital gestionado por el trabajo. Y los límites —estrechos— de estas tentativas, por ejemplo en la España de 1936-39, no se debían solamente a una carencia del programa social, sino al menos en la misma medida al hecho de haber dejado el poder político al Estado y a las fuerzas antirrevolucionarias.


No llegamos a ponderar lo suficiente lo que deben nuestras teorizaciones a nuestros fracasos. Si la Comuna de París fue un avance gigantesco, en ciertos sentidos aún no superado, también indicaba el callejón sin salida del comunalismo. Rusia ha ilustrado ya la suerte de una insurrección que se limita a una toma del poder, y España mostró lo que ocurre a las socializaciones cuando se deja intacto el Estado. Pero en cada ocasión la “lección” es negativa, la contrarrevolución se fija y consolida el contenido de lo que ha intentado el proletariado.

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